“Seguridad Ciudadana” o (In)seguridad del régimen

CORREPI
01.Sep.98    Documentos y Comunicados

Algunas reflexiones de la CORREPI sobre las campañas de ley y orden y los reclamos de mano dura (1998)
(Apéndice: Carta a la APDH con motivo de su reunión con la policía)

“SEGURIDAD CIUDADANA” O (IN) SEGURIDAD DEL REGIMEN
Durante 1997 los medios de comunicación reflejaron la existencia de un proceso social expresado en casi todo el país a través de paros parciales, paros nacionales, marchas, cortes de ruta y manifestaciones en las calles (Tartagal, Cutral-Co, etc.), que marcaba una evolución en el sentido de la constitución incipiente de fuerzas de resistencia al modelo neoliberal. Este proceso, iniciado en 1993, con el Santiagazo, y claramente diferenciado de los saqueos de 1989, presentaba inicios de sistematicidad, permanencia, continuidad y organización. El año 1997 resumió el punto más alto de desarrollo de esta tendencia.
Si este proceso puede caracterizarse en términos de rechazo a un modelo sociopolítico-económico injusto, otro proceso social avanzaba sobre el eje de la violencia extraeconómica: resistencia y lucha contra la impunidad y contra la represión por los brazos armados del régimen. Los nombres que convocaban la dualidad poder-resistencia eran Budge, Mª Soledad Morales, Bulacio, Bru, AMIA, Carrasco, Mirabete, Cristian Campos. Hacia fines del año 1997 era visible un alza de la lucha antirrepresiva de la que son buen ejemplo la repulsa popular al homicidio de Sebastián Bordón y el esfuerzo conjunto de distintas organizaciones de DDHH y sociales para enfrentar la judicialización de la protesta social, vinculando ambos aspectos de la oposición al sistema.
El resultado electoral del 26 de octubre aparece como una expresión de la difusión social más amplia del malestar. Casi contemporáneamente, comenzó a fortalecerse desde los sectores más autoritarios una planificada campaña en la que la cuestión de la delincuencia adquiriría un primer plano. Esta campaña, asentada sobre la necesidad de erigir un nuevo enemigo interno, permitiría conseguir un consenso en las capas medias que, alejadas del discurso oficialista, habían dado la espalda a la propuesta del PJ en las elecciones.
Aunque el triunfo electoral de la Alianza no abre por sí mismo espacios progresivos, es posible que una gerencia UCR-Frepaso se presente con cierta permeabilidad a las demandas democráticas, privilegiando métodos de control social más “sutiles” y difusos, mientras construyen consenso necesario para recurrir a la represión directa, que no dudan en aplicar, como lo demuestra la represión a los reclamos populares en Córdoba.
En el nuevo escenario político en el que se desarrolla la lucha de clases también son diferentes los dispositivos de control social más y menos violentos a que apela el poder, y la articulación de los mismos entre sí. El fenómeno del “gatillo fácil” -como el saldo más “negro” de una política de control y disciplinamiento violento de las masas marginadas y excluidas, diseñada desde el poder y ejecutada por las policías- mal puede ser caracterizado como “una simple herencia del pasado dictatorial que la democracia aún no resolvió” como pretenden aviesamente notables políticos y comunicadores. Muy por el contrario, y así como la exclusión es componente esencial del “modelo neoliberal”, esta policía asesina es funcional a la democracia “tutelada” que nos toca padecer.
La lucha contra la represión policial “no política”, entendiendo por tal aquella no dirigida hacia sectores políticos y encarnada en los edictos, el “gatillo fácil”, etc., atravesó diferentes momentos y dificultades. Tuvimos que bregar para denunciar la existencia misma de la “pena de muerte extralegal”, tuvimos que luchar para demostrar que no eran “manzanas podridas” o “loquitos sueltos” sino una metodología política generalizada. Estamos ingresando en una nueva fase: la de una justificación abierta, explícita del atropello, el tormento o la muerte en nombre de la -nunca tan sacralizada- seguridad.

La Propaganda Autoritaria: Miente, Miente, Que Algo Quedará

El 4 de noviembre de 1997 emerge esta nueva etapa de la estrategia del régimen orientada a dispersar y debilitar las fuerzas de resistencia y de oposición dificultosamente construidas en los últimos años. El “acontecimiento” utilizado como disparador de esta estrategia es el titular de Clarín: “INSEGURIDAD. Golpe de un grupo comando en Saavedra: Asalto a sangre y fuego. Matan a un policía al robar un banco”. La campaña comenzó a instrumentarse con alguna marcha por el cabo Ayala, y una fotografía cuidadosamente colocada en las garitas de la policía en los bancos, que además remite a la de Cabezas.
Apuntes diversos dan cuenta de cómo el discurso oficial recurre a inversiones y desplazamientos de conceptos, a apropiaciones y usos de elementos de “su” enemigo, es decir nuestros. En este caso, no tratan de quemar las banderas del enemigo, sino de disolverlas, destruirlas por asimilación, por incorporación. No enmudecen las palabras pronunciadas contra ellos, sino que las hacen suyas, como el genocida Videla invoca ilegítimamente los derechos humanos en su defensa. La burguesía lanza la estrategia de mostrarse inofensiva vistiendo las ropas de su presa.
Luego del punto de inflexión señalado los titulares cambian a “delincuentes…cada vez más jóvenes”, “ola de violencia”, “zonas rojas”, “olas de asaltos”, “matar por matar” y el latiguillo dilecto “Inseguridad”.
La amenaza de la delincuencia fue introducida como cuña para debilitar los procesos incipientes de oposición, o en todo caso para forzarlos al interior de un más restringido encapsulamiento. El argumento del crecimiento de los delitos y la amenaza que se agita en torno a ese crecimiento tiene su punto de localización estratégico en el momento de configuración y de comienzo de reconstitución de relaciones sociales que cuestionaban los dos ejes señalados: la pelea contra el sistema político-económico y la lucha antirrepresiva. La operación política de la “Inseguridad” provoca el efecto de escindir estos dos términos: aunque el origen de muchos delitos es correctamente atribuido por buena parte de la sociedad a la pobreza, la desocupación, la marginalidad y la exclusión, se reclama más seguridad, más policía, más “prevención-(represión)”.

Legitimar el Accionar Represivo: La “Doctrina De La Seguridad Social”

Ante el tímido avance en las libertades públicas que significó la derogación de los edictos policiales, reemplazados por el Código Contravencional (eufemísticamente llamado de Convivencia), desde el poder dio inicio una burda manipulación de segmentos moralinos de la sociedad que, alarmados por la triste prostitución callejera, emprendieron una verdadera “guerra santa” contra travestis y meretrices. Ciertos grupos vecinales, verdaderos “cruzados morales” fueron hábilmente promovidos por el Poder Ejecutivo Nacional, el Ejecutivo Comunal y la Policía Federal. De La Rua no vaciló en atacar el código Contravencional sancionado por sus correligionarios y aliados ante la posibilidad de ver reducido su conservador caudal electoral y en el marco de la puja por el control del aparato de la Federal. Esta maniobra, de contenido netamente ideológico, fue a su vez reproducida por los consejos de seguridad y prevención del delito creados por la propia ciudad autónoma para “poner en caja” a esos sujetos barriales que podrían implicar pérdida de votos por derecha.
Una vez instalado el entuerto con el código Contravencional, la Policía Federal -que veía disminuida sus ilegales arcas con la eliminación de coimas provenientes del comercio sexual- redobló la apuesta y comenzó la embestida contra la nueva norma con el falso argumento de que carecía de medios para combatir el delito. Rápidamente comenzó a impulsarse el mendaz convencimiento de la existencia de un supuesto “vacío legal” que les “ataba las manos” a los servidores del orden (el suyo) en su denodada tarea de lucha contra “el delito”.
La complicidad manifiesta de sectores del periodismo -sobre todo televisivo- aumentó los caudales informativos sobre hechos delictivos, sobre supuestas ejecuciones de funcionarios policiales a manos de delincuentes (la efímera campaña “No se olviden del cabo Ayala” se desvaneció cuando se determinó que su homicida era otro policía) y sobre la proliferación de la prostitución en el seno social. Incluso periodistas considerados democráticos como Santos Biasatti, Nelson Castro o Néstor Ibarra, han hecho propia parte de la campaña, sea por confusión o -más probablemente- como muestra concreta de esta dualidad represiva: mientras se muestran accesibles a ciertos reclamos de DDHH o a la lucha contra la corrupción logrando mayor credibilidad entre las capas democráticas, imponen por decisión propia o de los grupos económicos de los que dependen las mismas consignas sobre inseguridad, que penetran con mayor efectividad que las provenientes de autoritarios reconocidos como C. Varela, C. Gelblung, M. Viale o Llamas de Madariaga.
Esta oleada, que rápidamente contó con el beneplácito del oficialismo y con la complicidad de la supuesta oposición política, terminó con una primera modificación hacia la derecha del llamado código de convivencia (Ley 42).
La campaña se retroalimentó con la posición de De la Rua que recomendó la reinstalación de figuras contravencionales como el merodeo o el acecho, siempre con el falso argumento de que eran necesarias para evitar la posible comisión de delitos.
A ello se sumó la molestia que a los sectores poderosos producen los “escraches” promovidos por HIJOS y los propuestos por la CORREPI contra el Crio. Espósito de la Federal y el oficial Acosta de la Bonaerense, actividades que comenzaron a ser denostadas por los medios de comunicación y “custodiados” por las fuerzas de seguridad. La acción de los HIJOS, arrojando huevos y pintura roja sobre la inmaculada vivienda de los represores, fue utilizada como excusa para reproducir argumentos a favor de la represión del delito de daño contra la propiedad privada, como hiciera el ex renovador De La Sota el viernes 25 de setiembre en América TV.
Por fin y sin solución de continuidad, la enardecida y excitada sensación de falta de seguridad encarnada desde el autoritarismo desató una suerte de terror social en las clases medias con el pretexto de un auge de los delitos contra la propiedad, obteniendo consenso para facilitar el control social y la represión. Esta intención, dirigida a lograr la convicción de las clases medias de que cualquiera proveniente de sectores sociales bajos es un enemigo y merece ser eliminado, también está encaminada a los pobres para lograr imponer la desconfianza entre pares.
Esta generación de la impresión de mayor delito además de un claro fin represivo, tiende a acallar las voces discordantes de los que buscan las causas sistémicas. Seguridad es confianza, tranquilidad, y seguro es lo que está firme, lo que está exento de riesgo o daño o lo que funciona adecuadamente. Hace no muchos años también el lenguaje político daba a la palabra “seguridad” ese sentido. Al asimilar la “seguridad” de la población al problema del “delito”, se perpetra un doble fraude político-ideológico. Por un lado se pretende secundarizar y relativizar un conjunto de demandas populares –trabajo, vivienda, salud, educación- que los rumbos actuales de la economía impiden satisfacer. Al mismo tiempo, al manipular la opinión de millones para que pongamos en el centro de nuestras preocupaciones y demandas el “problema de la delincuencia”, se orienta el reclamo popular hacia cuestiones en las que los gerentes de la Argentina globalizada son expertos en “solucionar”: más cárceles, menos derechos humanos, más pena de muerte, menos garantías constitucionales, millones de pobres bajo sospecha.
En las villas y los barrios humildes de las grandes concentraciones urbanas no hay otro contacto de las masas juveniles con el estado que no sea el padecimiento de la violencia y la planificada brutalidad policial. La escuela expulsa al que no tiene para comer o para pagar el boleto y a la salud pública no se accede porque cerraron la salita del barrio. Como si esto fuera poco, el violento discurso dominante ubica a los marginados y explotados ya no en la categoría de víctimas sino en la de “perdedores” -por su propia incapacidad, claro está- en el juego del libre mercado. Ya no interesa si existen crisis económicas por la reconversión del globalizado capitalismo, si hay cierre de fuentes de trabajo y por tanto, desempleo y falta de futuro para los jóvenes, sino que el único problema social en la Argentina se reduce a los hurtos y robos en sus distintas especies, y los homicidios vinculados a estos desapoderamientos.
Son estas figuras delictivas las que prevalecen al momento de hablar de “falta de seguridad”, sin siquiera analizar la posibilidad de encuadrar en esta categoría ficticia a la enorme cantidad de exacciones, cohechos, prevaricatos, defraudaciones o contrabandos que producen enorme daño a toda la sociedad. Tampoco se analiza la fuerte presunción –varias veces comprobada- de que en muchos casos son elementos policiales quienes favorecen la comisión de delitos mediante la “liberación” de zonas, la provisión de armamento o de información, o protagonizan directamente los mismos hechos que dicen “prevenir” deteniendo prostitutas, jóvenes pelilargos o presuntos merodeadores.
Esta particular representación del avance delictual trajo aparejada la ridícula actividad de la policía Federal llamada espiral urbana, y las declaraciones más reaccionarias que se hayan podido escuchar desde 1983 a la fecha.
Hace ya algún tiempo que, en descomunales operativos con gran exhibición de armas y poderosos equipos de combate, la policía de Arslanián y Duhalde -que sigue siendo La Bonaerense- viene invadiendo barrios populares con el aval de la Alianza. Detienen millares de personas, la mayoría trabajadores desocupados, a veces secuestran insignificantes cantidades de armas de uso civil o alguna sustancia prohibida, mientras que los verdaderos delincuentes -previamente avisados por la propia policía- ponen sus pies en polvorosa. ¿Serían muy diferentes los resultados si las redadas se realizaran en los barrios de clase media alta que no allanan ni La Bonaerense ni Arslanián? El saldo de los megaoperativos pasa por otro lado: los pobres controlados y buena parte de los televidentes agradecidos al ministro que nos protege de la delincuencia. Su único objetivo es sembrar el terror social.
La espiral federal tiene el mismo fin. En los primeros días de esta rimbombante razzia porteña utilizando la ley 23.950 (llamada Ley Lazara) y a la manera de parte de guerra, nos enteramos que se detuvo más de 300 personas absolutamente en balde. Apenas dos tenían pedido de captura por parte del Poder Judicial. El resto fue víctima de privaciones “legales” de su libertad, mientras que las dos personas requeridas previamente por la justicia fueron arrestadas de pura casualidad en la gran redada.
En segundo lugar, funcionarios policiales devenidos en comunicadores sociales o comunicadores sociales devenidos en policías, el Secretario de Seguridad Sr. Toma, el inefable Corach, el propio vicepresidente Ruckauf, y por supuesto, el presidente Menem, han emitido declaraciones más parecidas a las de Camps que a las de funcionarios republicanos.
Se valen de la mendaz frase hecha de que “los delincuentes entran por una puerta y salen por la otra”; recurren descarnadamente a víctimas de dolorosos delitos comunes; claman por disminuir la edad de imputabilidad e incorporan locuciones de real terrorismo de estado, sin olvidar las promocionadas recetas de Giuliani, verdadero gurú neoyorquino de la represión. Todos los voceros gubernamentales se han sacado la careta mostrando la clase de relaciones sociales que promueven.
Toma fue el primero en describir aquello de “tolerancia cero” y de relacionar los robos a la imposibilidad policial para evitarlos. El y su superior Corach pergeñaron esta “ocupación” de la ciudad de Buenos Aires por efectivos policiales para guerrear contra los delincuentes. El objetivo de la ingeniería represiva del gobierno es mostrar a las asustadas clases medias que el gobierno se ocupa de sus preocupaciones, pero -fundamentalmente- al llenar la ciudad de policías logran el efecto acostumbramiento frente a los desproporcionados dispositivos policiales que acechan las manifestaciones opositoras. Ya pocos se sorprenden de ver tanta policía disciplinando la protesta social, pues se ha convertido en normal su exhibición constante.
Pero estos gendarmes también pretenden legitimar a la policía en su función de “dura”: al ser dura frente al delito, también puede ser dura frente a los opositores, estableciendo en el imaginario social que delincuente es igual a opositor político. Detener a un manifestante y pegarle es combatir a unos exaltados que cometen delitos. La “falta de seguridad” es una cuestión social, pero también es política.
Toma es también el padre de una de las muestras de xenofobia más brutales de que se tenga memoria, sugestivamente similar a las que expresan los grupos neonazis, cuando dijo que es necesario “deportar inmigrantes ilegales que son el pasto de la delincuencia”. Esta falacia queda descubierta con las estadísticas de los tribunales orales nacionales que computan sólo un 5 % de condenados de nacionalidad extranjera.
Los voceros del sistema han reinstalado con estas y otras declaraciones la tristemente célebre noción de la “mano dura”, reconvirtiendo la doctrina de la seguridad nacional en lo que CORREPI en 1994 formulara como doctrina de la seguridad social. El propio Menem dijo sin tapujos que este auge delictivo implica una nueva subversión y que la necesidad de combatir al delito es como combatir a la subversión. El “enemigo interno” que describe Menem comparando el delincuente de hoy con el subversivo de ayer responde a una necesidad instrumental. El opositor de la década del ‘70 era el enemigo real, mientras que el marginal/excluido del presente es utilizado para manipular hábilmente la opinión pública antes que se constituya un polo contrahegemónico al sistema. De allí la equivalencia instrumental notoria entre “erradicar el delito” y “aniquilar la subversión”.
Menem aclaró que no le importa que los organismos de DDHH pongan el grito en el cielo. Demás está decir que aquellos que no legitimamos el sistema somos los que ponemos el grito en el cielo. Otros organismos, en cambio, se reúnen con Corach “en un ambiente de diálogo e intercambio”, y legitiman el accionar represivo del Estado, con el que admiten “no tener cortocircuitos”.
El ex ministro de Isabel Perón -y como tal firmante del decreto de “aniquilamiento de la subversión”-, actual vicepresidente de la Nación, y posible compañero de fórmula del represor Patti fue aún más lejos al definir que quiere mano dura sin tortura, añadiendo que no hay que preocuparse por la vida del delincuente sino por la del policía. Decir esto y hacer una exaltación del gatillo fácil es exactamente igual. Ponderar el gatillo fácil y darle rienda suelta también es idéntico. Ruckauf lo sabe. Y está promoviendo fusilamientos.
Toda esta barbarie se ha complementado con la operación política efectuada por Corach, Matzkin y Toma para ordenar a los legisladores reformar las leyes procesales dando mayor capacidad represiva a la policía, y el código penal creando nuevos delitos y aumentando los castigos. Esta maquinaria tiene un costado judicial también. Los jueces que sobreseían sistemáticamente a funcionarios corruptos, ahora serán más encubridores de la violencia policial que antes. Si con enorme esfuerzo de los familiares de las víctimas y de algunos organismos de DDHH se había logrado obtener escasas condenas para asesinos de uniforme, hoy su impunidad está prácticamente garantizada por decreto de necesidad y urgencia. Necesidad de darles licencia para matar y urgencia represiva.
A ello debe sumarse la acción de los medios de información que hace rato se han olvidado que existe el gatillo fácil, y han manipulado la endeble conciencia de vastos sectores con esta sensación de inseguridad.
La Alianza, que a pesar de su barniz democrático sabe de la necesidad de contar con el aparato represivo para gobernar ahora o en el futuro, aporta a esta parafernalia represiva estudios y propuestas de factibilidad legislativa y electoralera. El propio De la Rua reclama el traspaso de la Federal para poder garantizar “la seguridad” y así usufructuar del aparato represivo.
Todo ello nos coloca en una situación política de enorme retroceso en la vigencia de los derechos humanos en la Argentina. Si hace menos de un año se había lograr cambiar la percepción social acerca del gatillo fácil y la represión, hoy los sectores autoritarios han logrado que aquél cuente con cierta aquiescencia social y que la represión política sea vista con indiferencia. La implementación de un Estado que anule todo tipo de garantías individuales y libertades públicas está sumamente cercana.
La necesidad de nuevos ajustes ante los tembladerales del capitalismo mundial requiere un estado represivo sin ningún tipo de cuestionamiento, “aunque los organismos de DDHH pongan el grito en el cielo”. Si oportunamente los planes de diseño económicos y sociales fueron volcados sobre el convencimiento popular y fueron sufragados, hoy las nuevas prescripciones ante la inestabilidad capitalista, que necesariamente implicarán mayores sufrimientos para la población (ley de flexibilidad laboral, recientes suspensiones en empresas automotrices) requerirán de un enorme aparato de represión frente a las renovadas luchas que se impondrán. En un momento de profunda crisis económica mundial, con previsiones de graves repercusiones recesivas y de parálisis industrial y laboral, no puede soslayarse que –por ejemplo- si Brasil entra en bancarrota –como todo lo pronostica- se perderán cientos de miles de puestos de trabajo. El aparato de seguridad, previa legitimación, con el pretexto del combate al delito, necesita estar mejor equipado, mejor entrenado, y por sobre todas las cosas, tener asegurada su intangibilidad.
Es obvio entonces que necesiten legislación más represiva, jueces más cómplices y medios que inculquen que hay ladrones y que hay que matarlos; que los escraches son subversivos y hay que castigarlos y que la policía es una institución que nos protege de los delincuentes y exaltados.
Con el gatillo fácil fomentado públicamente por el vicepresidente, y teniendo en cuenta que caracterizamos a esta avanzada represiva con un objetivo eminentemente político, no sólo tendremos muchas más víctimas de la policía, sino que habrá -sobre todo- más Víctor Choque y Teresa Rodríguez.
Buenos Aires, septiembre de 1998.-

ENCUENTRO APDH-POLICIA FEDERAL: EN CONTRA DE LOS DERECHOS HUMANOS
De acuerdo a lo informado por La Nación (24-9-98), el pasado 23 de setiembre Simón Lázara, Antonio Cartañá y el Diputado Alfredo Bravo, representantes de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH), se reunieron con la cúpula de la Policía Federal Argentina (PFA) y con Miguel A. Toma, Secretario de Seguridad del gobierno menemista. El motivo del encuentro fue la decisión de la APDH de expresar a la PFA su pesar por la muerte en un operativo del sargento Rodolfo Gallegos.
La Nación informa que además se trataron otros temas. La APDH habría manifestado a la PFA su rechazo a la represión sufrida por HIJOS en el “escrache” a Etchecolatz, aunque las partes coincidieron en que “hubo elementos infiltrados que provocaron el enfrentamiento”. Con relación “a las políticas de seguridad”, el artículo informa que ambas partes tienen hoy “una visión sin grandes cortocircuitos”. Finalmente se afirma que la APDH y la PFA estarían de acuerdo en revisar el Código de Convivencia Urbana.
Aunque no es práctica habitual en la CORREPI formular críticas públicas a otros organismos de derechos humanos, la gravedad de la noticia nos impone el deber de realizar algunos comentarios:
1. El derecho a la vida es un derecho humano de primer orden que debe ser garantizado a toda persona. El responsable de efectivizar tal garantía es el estado -y sus funcionarios-. La PFA violenta sistemáticamente el derecho a la vida y Bulacio, Perinetti, Mirabete o Ramoa Paredes son sólo los apellidos más trascendentes de una larga y lamentable lista de víctimas del gatillo fácil.
Los organismos de derechos humanos tenemos la obligación de intervenir cuando es el estado quien quita la vida o quien no garantiza justicia para las víctimas. A diario se producen muertes absurdas o evitables como resultado de accidentes de tránsito, por la negligencia de empresas que provocan decesos de trabajadores o debido a las consecuencias de la pobreza. La APDH no concurre a solidarizarse con los allegados de cada muerto. Ello sería imposible.
Si la APDH llevó “su pesar” a la PFA -y no a la familia del muerto- fue por una razón estrictamente política. La graficó una fuente policial al decir: “.. nos colocaron del lado de los buenos” y la reiteró Lázara al sostener que “Demostramos… que nuestra visión de la cuestión de los derechos humanos no es la de un tuerto”, parafraseando el latiguillo que gustaba tanto a Neustadt.
2- Es el contexto del debate abierto en la sociedad y la motivación política denunciada lo que confiere gravedad al paso dado por la APDH.
En el llamado “debate sobre la seguridad” Menem, Corach, Toma y los máximos jefes de la PFA intervienen difundiendo propuestas por demás reaccionarias. “Mano dura”, “hacer imputables a los menores de edad”, “drástico aumento de las penas”, “facultad de la policía de interrogar detenidos”, “pena de muerte” son sus antidemocráticas consignas. Menem llegó a reivindicar para la policía el monopolio del “gatillo fácil”.
La implementación de esas concepciones sólo tendrá como resultado más “gatillo fácil”, más detenciones arbitrarias, más torturas en comisarías. En otras palabras, más violaciones a los derechos humanos. La conducta de la APDH es de graves consecuencias, ya que pretende otorgar legitimidad a un accionar que ataca los mismos derechos humanos que dice defender.
3- La “coincidencia” en revisar el código contravencional se inscribe en el mismo marco. La PFA no reclama cualquier reforma: exige que se incorpore la inconstitucional figura del “acecho” o “merodeo”, que permite detener gente pobre porque se supone que mira vidrieras o autos con el objetivo de robar.
Esa figura, de funesta aplicación en otras provincias -Córdoba por ejemplo- es violatoria de la Constitución Nacional y de todos los pactos suscriptos por nuestro país en materia de derechos humanos. Su utilización, lejos de prevenir el delito, sólo tiene por objeto reprimir a pobres y jóvenes desocupados.
La APDH no defiende ningún derecho humano al legitimar tal propuesta.
4- Simón Lázara se ha encargado de denostar por TV los “escraches” que promueve HIJOS. La APDH no concurre a los mismos ni se ha acercado a los represaliados en dichas marchas para solidarizarse con ellos o prestarles asistencia. Durante el “escrache” a Etchecolatz -la CORREPI estuvo, la APDH no- no hubo infiltrados” de ninguna especie. Las únicas agresiones vinieron del departamento del comisario asesino, desde donde lanzaron gases contra la gente, y de la PFA, que reprimió sin razón alguna a los manifestantes cuando la marcha terminaba. Conviene no falsear la verdad histórica de los hechos ni usar a las víctimas que no se ha apoyado como pretexto para reunirse con la policía.
Buenos Aires, 30 de septiembre de 1998.- (Carta enviada con motivo de la visita de dirigentes de la APDH a Toma).