IMPUNIDAD

CORREPI - Antirrepresivo, abril 1999
01.Abr.99    ANTIRR - 1999 Abr

Hace no tantos años, utilizábamos la palabra impunidad fundamentalmente en relación a los crímenes de la dictadura, y a las leyes y decretos que garantizaron la ausencia de castigo a los genocidas y sus cómplices. Hoy el término está además permanentemente presente en los reclamos de las víctimas de la represión, pero es cada vez más frecuente que víctimas de accidentes de tránsito, de homicidios en ocasión de robo, de mala-praxis, en fin, personas damnificadas por delitos comunes, hablen de impunidad. Pocas palabras se repiten tanto en el discurso cotidiano, y sin duda hay una vinculación entre esto y la sensación general de escepticismo, de que todo es impune, que se percibe en la sociedad.
Pero una cosa es la existencia de una justicia estructuralmente ineficaz, y otra muy distinta es la impunidad. La impunidad refiere en general al obrar disvalioso que no es castigado por los poderes del estado encargados de ello. El atiborramiento de los tribunales hace eternos los juicios civiles por accidentes de tránsito o por mala-praxis médicas, y la mayor parte de las causas correccionales terminan archivadas o prescriptas. Si bien es cierto que aparece en esos casos el desinterés del estado por sentenciar de modo oportuno en favor de la víctima (generalmente más débil que las empresas de transporte o médicas) lo que allí prevalece es la incapacidad funcional y las corruptelas generales de los aparatos de justicia.
La correcta acepción de la palabra impunidad tiene como sinónimos inmunidad, privilegio, favoritismo, arbitrariedad, injusticia. Cuando un hombre pobre y débil, sea o no sospechoso de un delito, es abatido por la policía o fuerzas de seguridad de modo deliberado o culposo, los jueces no sólo operan con su general displicencia, sino que tienen en su imaginario un sentido común contrario a impartir un castigo: ¿porqué habrían de querer castigar a un “servidor del orden” que nos defiende de un delincuente, aunque hubiese “cometido un error”?. Cuando un grupo de desocupados o jubilados ingresa en un supermercado para pedir alimentos, ¿porqué habrían los tribunales de tratarlos con la misma complacencia que a un militar que torturó, mató, violó, si en definitiva él “sirvió a su patria para salvarnos del terrorismo”?. Así, si el Tigre Acosta va a ser indagado, el Juez Bagnasco lo cita por cédula a su domicilio con un mes de anticipación, mientras que a los militantes que marcharon contra el príncipe Carlos el Juez Torres los cita a indagatoria antes de ordenar su libertad, en la misma comisaría.
Las sentencias tardías, insuficientes o inoportunas vacían el consenso y corroen el prestigio de la justicia, lo que probablemente no sea una política premeditada del Estado. De allí sus intentos -por cierto insuficientes- de aligerar el aparato judiciario con las mediaciones, juicios arbitrales, etc., de manera de obtener, si no legitimación social para la institución, una cierta credibilidad social que la aparente.
El concepto de impunidad que nos interesa va íntimamente unido a la idea de estado y de poder y es determinada deliberadamente por los componentes de las agencias encargadas de administrar justicia y establecer las políticas de seguridad.
Los conflictos que hemos ejemplificado y que aparecen en los medios apelando indiscriminadamente a la idea de impunidad no son equivalentes. Unos refieren a incapacidades del estado, que podrían resolverse con la mejor aplicación de elementos humanos y materiales (computadoras, subsidios, becas, más presupuesto, perfeccionamiento del personal, etc.). Los otros, que igualmente quedarán impunes por una decisión política, son los que definen a la impunidad como cualidad intrínseca al poder del estado: ningún programa asistencial va a intentar erradicar el sentido común de clase que siempre va a torcer la balanza contra los pobres, excluídos, sometidos y perseguidos por opositores o “antisociales”.
Cuando la doctrina de la Corte habla de igualdad ante la ley entre “categorías de iguales”, está queriendo decir que uno de los de abajo (llámese delincuente, excluído, perseguido político, homosexual, militante de izquierda, etc.), tendrá que tener un trato igualitario entre sus pares. Deberíamos entonces reclamar una “desigualdad ante la ley” que nos favorezca para nivelar la desigualdad que viene dada por las reales prácticas de los tribunales. Como decían los chanchos en la granja de George Orwell, “todos los animales son iguales, pero algunos son más iguales que otros”.
Sólo desde el Estado se puede generar un ámbito de impunidad para determinados delitos o delincuentes, y esto siempre de acuerdo a la evolución de las relaciones de poder vigentes. Es necesario tener muy claro que al decir basta de impunidad nos dirigimos, frontal y directamente, al estado, igual que cuando gritamos basta de represión. El sistema, muy astutamente, busca frente al crecimiento de los reclamos populares vaciarlos de contenido. Y no hay mejor manera de hacerlo que ensanchar tanto los conceptos que todo, sin excepción, caiga dentro de una definición groseramente desarticulada. En este proceso monitoreado por las usinas de propaganda oficiales, hasta Eduardo Duhalde, Eduardo Menem o el propio Carlos Menem podrían encabezar una marcha contra la impunidad, pues ellos, sus familias o sus custodios han sido víctimas de delitos no esclarecidos. Está claro que los motivos de ello son bien distintos a las causas por las cuales hoy caminan libres los genocidas de la dictadura o por las que policías torturadores o de gatillo fácil se profugan con el auxilio manifiesto de sus pares y de los jueces.
Hemos visto hace apenas días una marcha “contra la impunidad” protagonizada por parientes de policías muertos y vecinos asustados de Victoria. Siendo obvio aclarar que no carecen del derecho de peticionar a las autoridades, lo maniqueo es la referencia a la impunidad. El menor presuntamente autor del delito de homicidio está detenido, y seguramente no en las condiciones que describe el art. 18 de la Constitución Nacional. Al margen de la condena que reciba -si resulta imputable por su edad- merecerá sin duda una medida de seguridad que le garantizará a la sociedad su alojamiento en institutos de menores y cárceles por muchos, muchos años. Y todo esto, si llega con vida al juicio, cosa que me permito dudar. Pero fundamentalmente, no se ha visto que se pusiera en funcionamiento una cadena de encubrimiento, ni que “colegas” del homicida lo respaldaran públicamente, defendiendo su acto como de estricto cumplimiento del deber, ni sufrieron presiones los testigos, ni ha sido manipulado el expediente judicial, como hubiera ocurrido si Salomón Stambulli hubiera matado al menor y le hubiera plantado un arma.
Tengamos claro, entonces, que cuando hablamos de impunidad no nos referimos a una cualidad fantasma de ciertos actos o personas que los convierte en inalcanzables para la justicia. La impunidad no es una categoría jurídica, sino política; directa y funcionalmente vinculada al poder, al estado, en fin, al sistema, que quisiera diluir su significado para producir el efecto del inmovilismo y la resignación. Por el contrario, si entendemos la impunidad como una cualidad del poder quizás la que lo hace más característico cobra sentido seguir peleando y enfrentándola, ya sea para arrancar por vía de excepción un decisorio medianamente justo, ya sea para denunciar la desigualdad de las políticas del estado.
María del Carmen Verdú