Nota Editorial

CORREPI - Antirrepresivo, agosto 1999
01.Ago.99    ANTIRR - 1999 Ago

La llamada “inseguridad” se transformó en uno de los principales ejes políticos- sociales del país. Bajo este rótulo se han desarrollado múltiples temáticas que, fundamentalmente, ponen en cuestión la vigencia de libertades democráticas. Salvo excepciones -casi siempre impuestas por sus altavoces, que han procurado estigmatizar a los defensores de los DD HH como los defensores de los delincuentes- el debate de la inseguridad no ha ingresado en la agenda de los “derechos humanos”.
Sea por la monumental campaña destinada a relegitimar el aparato policial - judicial punitivo, sea por la manipulación mediática de la “administración del miedo”, o por reiteración de la dificultad de relación con los sectores pobres -reales blancos del manodurismo-, lo cierto es que no ha habido un propuesta popular pues no hubo un análisis popular de la “inseguridad”.
Así, no fueron pocos los dirigentes sociales -honestos y democráticos- que, aunque percatados de la gravedad del fenómeno, se han visto compelidos a proponer “soluciones concretas” para el “problema de la seguridad” sin cuestionar la propia formulación “oficial” del problema: La seguridad depende de la proliferación de los delitos, los únicos delitos son aquellos que cometen los pobres, la solución al delito pasa por más facultades policiales (no atarles las manos), mayores penas, jueces que no permitan que los delincuentes “entren por una puerta y salgan por la otra”, etc.).
Se ha (quizás también hemos) reproducido el discurso jurídico- penal falso, ya que no hemos tenido otra alternativa dialéctica para enfrentarlo. Debemos ser capaces de construir uno propio que deseche el temario impuesto por la televisión, el neoliberalismo, las necesidades imperialistas. Sobre la base de nuestras herramientas de lucha, de nuestras propias preocupaciones, despojándonos de ciertos prejuicios clasistas (al derecho y al revés), como punto de partida de una formulación programática que sirva para la pelea y el debate, los organismos de DD HH más el bloque que se alinea en esa defensa, debemos encontrar la “respuesta” que nos reclaman la coyuntura y el futuro.
Creemos que este debate debe partir de la superación de dos taras limitativas: En primer lugar, el mero garantismo o legalismo. El otro, el puro politicismo. Entendiendo por garantismo apelar a normas vigentes de carácter democrático o que ponen contrapesos al poder, ello puede resultar sumamente efectivo en circunstancias concretas, donde la cuestión principal en disputa es una acción represiva en contra o al margen de la ley; sin embargo, el garantismo adoptado como única y principal fuente para enfrentar la campaña vigente y la que se viene con el próximo gobierno, surge al menos estéril y hasta complaciente. La relevante sentencia condenatoria obtenida en la Causa Gianinni, en el que se debatieron pública y jurídicamente los alcances de los “deberes” policiales frente al delito contra la propiedad, con una defensa policial que sostuvo la ruptura de la “legalidad”, ha sido una victoria importante frente a la ideología de la “mano dura”, pero que no altera su esencia ni su difusión.
El endurecimiento del sistema penal que se propugna desde el establishment empuja a la legalización de la barbarie, por vía de reforma a las leyes o de reinterpretación reaccionaria de las ya vigentes. La simple legalidad muchas veces conduce a soluciones totalmente reaccionarias o inmorales.
Debemos armarnos teórica y doctrinariamente no ya para cuestionar sólo la ilegalidad, sino también LA LEGALIDAD o LA SEUDOLEGALIDAD que deja impune el crimen cometido por el poderoso o que tiende a la instauración de un estado policial.
Carecer de una visión superadora del mero garantismo puede desarmarnos (aún más) frente a los cambios políticos que se vienen en el país: todas las versiones de recambio político del menemismo juegan un mix “mano dura + legalidad” persiguiendo la legitimación y el represtigio de la represión, sacándola de las manos de personajes impresentables como Corach o Toma, para que queden en manos de quienes parecen intachables pero no son menos derechistas.

El otro factor es un confuso “obrerismo” que prefiere ver los síntomas de la violencia social horizontal como manifestaciones de un “lumpenaje” sin relación alguna con la clase trabajadora. La resultante de esta visión es previsible: los asuntos de marginales (siempre manipulables por los valores sistémicos) no guardan relación con los segmentos sociales llamados a protagonizar la transformación estructural de las relaciones sociales, económicas y políticas.
Así, cárceles, drogas, armas, violencia familiar o robos, serían asuntos ajenos a los vecinos que se organizan por sus reclamos, a los desempleados que pujan por reingresar al sistema productivo, o a los trabajadores que reinvindican mejores condiciones laborales. “Delincuencia”, “inseguridad” o “mano dura” pasan, entonces, a ser materia de preocupación, y por tanto análisis y propuesta desde este enfoque, sí y solo sí se sospecha que se “reprimirán las luchas contra el ajuste o el sistema”. Quienes así razonan ven sólo el costado político de la represión, cuando empiezan a caer los primeros gases lacrimógenos. Mientras tanto, que condenen a prisión perpetua a menores de edad, que se amplíen las facultades policiales o que se restrinjan las libertades públicas, no les resulta de preocupación ya que atañen al lumpenaje.
Esta mirada, que pudo tener más asidero en tiempos de industrialismo y pleno empleo, parece no reflejar la delicada línea que hoy separa -por desesperación o necesidad-, el reconocimiento de clase y la salida individualista. Pero tampoco percibe el tremendo perjuicio que la propia campaña de “ley y orden” tiene con la organización, la toma de conciencia y la movilización de los trabajadores y el pueblo. Que la gente viva enrejada y encerrada frente a la TV, que sienta la necesidad de una fuerte y permanente presencia policial, que se acepte la solución judicial-punitiva para el enfrentamiento de problemas de inocultable origen social, repercute hoy y ahora en la vigencia de los derechos humanos, con absoluta independencia que la represión se descargue (o no) mañana sobre la protesta o reclamo popular.

NUESTRA PROPIA LECTURA SOBRE EL FENOMENO DE LA “INSEGURIDAD”
Nos preocupa, por un lado, el progresivo crecimiento, endurecimiento y salvajización del sistema penal, que los poderosos pretenden profundizar y acelerar en un doble sentido:
Primero, desde lo obvio, la acción de los policías, los jueces, los penitenciarios y los medios no es inocua ni cuando “previene” ni cuando “castiga”: deja tendales de víctimas.
El sistema penal es siempre una acción violenta del estado y cuanto más violenta y extendida es, menos democrática y libertaria es una sociedad.
Aumentar el número de presos es incrementar la “delincuencia” como alternativa de vida (retroalimentando, consecuentemente, el sistema penal) y es sumir a más y más familias en la marginación y el abandono, sin que exista atisbo alguno de “resocialización” en el actual sistema penitenciario.
Ampliar las facultades policiales es propugnar el “gatillo fácil” y la tortura.
Multiplicar la “prevención” (presencia policial, escuchas telefónicas, consejos vecinales, mapas del delito, guardias en interior de comercios o viviendas) supone aceptar mansamente el recorte de nuestra libertad.
No es cierto que la sociedad pueda ser individualista y antidemocrática para enfrentar al “chorro”, pero solidaria y combativa para enfrentar el ajuste. Hay un principio democrático básico: a más sistema penal, menos vigencia de derechos civiles y políticos.

Nos preocupa, además, la función del sistema penal ya no en su faz prohibitiva sino también en la configurativa, en aquella que incide en la determinación de prácticas y conductas, en la conformación del imaginario, ideario o conciencia popular.
La sola jerarquización del tema habla por sí sola de los valores dominantes: que no te roben el pasacassette o la televisión es (o pareciera) más importante que tener trabajo, obra social, educación o casa propia.
La acción del sistema penal impone ideas y valores, difunde mitos, oculta problemas, distorsiona conflictos. En estos días, se ha visto lo colosal de esta función: la “seguridad” es más reclamada que el trabajo; los pobres (más sospechados que nunca) se ven arrinconados para opinar o movilizarse; el sangriento aparato represivo encuentra oxígeno porque se construyó un “enemigo” -la delincuencia- que vino a re-legitimarlo.

Nos preocupa la perspectiva política de un ampliado, renovado y poderoso aparato represivo -en plena construcción y aggiornamiento- y su previsible accionar sobre el pueblo en situaciones de agitación, movilización y organización política y social.
Como contrapartida al aparente desplazamiento de los militares como “garantes de la seguridad de los intereses occidentales”, se verifica un ostensible pertrechamiento y preparación de las policías para adaptarlos a las nuevas necesidades del capital, todo bajo la batuta de EE UU.
Como en los tiempos en que los generales, almirantes y brigadieres se “perfeccionaban” en West Point o en Panamá, hoy está a la orden del día la preparación de federales, provinciales, gendarmes y prefectos por agencias yanquis. En cada capital sudamericana ya existen oficialmente oficinas del F.B.I. o la D.E.A., supuestamente para combatir al narcotráfico, al terrorismo (encarnado por el campesinado o los movimientos indigenistas) o al curioso invento de un embajador yanqui en Colombia, el “narco-terrorismo”.

Y nos preocupa, desde luego, el incremento de la violencia horizontal, de los robos violentos, del uso generalizado de armas entre particulares. Fundamentalmente, porque se vive con miedo, porque se ingresa en una espiral de violencia, porque no hay problema social que se resuelva individualmente ni victimizando a los explotados, porque se siembra el odio y la división entre quienes debieran estar unidos por la solidaridad y porque -como aprendimos del discurso alfonsinista post-dictadura o del menemista post- hiperinflación- para los de arriba somos mucho más dominables cuando nos obnubila, nos confunde o nos paraliza el miedo.