CORREPI - Coordinadora Contra la Represión Policial e Institucional

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VIOLENCIA INSTITUCIONAL - Parte 1

01.11.94

Texto completo de la ponencia presentada por compañeros de CORREPI en la Xª Conferencia de la Asociación Interamericana de Juristas -Santiago de Chile, septiembre de 1994- y en el IIº Encuentro Internacional sobre Ciencias Penales -La Habana, Cuba, noviembre de 1994.

INTRODUCCIÓN

Desde la recuperación del funcionamiento institucional en 1983, se abrió en la República Argentina un horizonte que pretendía ser signado por la plena vigencia de las libertades individuales y el respeto irrestricto a los derechos humanos. Sin embargo, esta esperanza de los sectores democráticos se vio frustrada frente al avance paulatino del autoritarismo que en distintos ámbitos fue obteniendo de los gobiernos constitucionales medidas que institucionalizaron la impunidad.
A horcajadas de aquellas medidas, profundizadas por un plan de ajuste desproporcionado que margina a las grandes masas populares, se reiteraron gravísimos hechos que ahondan las diferencias entre los que se benefician con la actual política económica y los que la sufren.
Desde la apología de la venganza privada y la ponderación por parte de políticos oficialistas de personajes acusados de aplicar sistemáticamente torturas a detenidos, hasta la insistencia presidencial en incluir en nuestra legislación la pena de muerte, hay infinitos ejemplos del orden represivo instalado en la Argentina.
A ello debe sumarse la descarada propaganda de determinados comunicadores sociales ligados al partido gobernante, que manipulando la opinión pública contribuyen a identificar a ciertos delincuentes con los sectores pauperizados que siempre fueron postergados. Estos mismos periodistas han pergeñado la teoría de que la democracia no garantiza la seguridad de los ciudadanos, por lo que se requiere “mano dura” para salvar esta “deficiencia”. Este proceso de identificación del victimario con las capas marginadas se manifiesta claramente en la profunda desigualdad ante la ley, la asimetría económica y el “apartheid social”. Este esquema, que responde a una estrategia de control social amedrentando a los postrados para que no imaginen siquiera reinvindicar derechos, obviamente requiere la instrumentación de la mentada “mano dura”, a través de los órganos de seguridad del Estado.
Estos organismos de seguridad estatales son los que ejecutan de manera sistemática la represión institucional sobre los sectores marginados por las políticas de reconversión capitalista. Y primordialmente apuntan a franjas juveniles a punto tal que la edad promedio de las poblaciones carcelarias de la Provincia de Buenos Aires ronda los 23 años, provenientes casi todos de hogares de clase baja.
Así también sucede con las muertes por violencia policial a través del fenómeno conocido como “gatillo fácil”, en el cual homicidios a sangre fría son ocultados tras la mascarada del homicidio en riña o el “enfrentamiento con jóvenes de frondoso prontuario”, al decir eterno de las agencias oficiales. Estas penas de muerte impuestas extrajudicialmente por funcionarios policiales se complementan con razzias y redadas en las que arbitrariamente se detiene, retiene y priva ilegalmente de su libertad a miles de ciudadanos, y con la aplicación de sistemas penales “paralelos” y “subterráneos” como los edictos policiales y las normas internas policiales secretas.
De más está decir que los apremios y torturas son una práctica habitual en el tratamiento a detenidos tanto en comisarías como en penales. En estos casos generalmente no se formula la correspondiente denuncia por temor a mayores represalias por parte de los órganos de seguridad y por falta de credibilidad en el sistema judicial, lo que se traduce en un círculo de terror e impunidad.
Estas situaciones objetivas -la problemática de la política represiva en el marco social descripto- son el ámbito en que desarrollamos nuestra labor desde la COORDINADORA CONTRA LA REPRESIÓN POLICIAL E INSTITUCIONAL. Hemos conceptualizado de ese modo distintos aspectos del mismo fenómeno que podemos definir como violencia institucional, sus objetivos y sus métodos.

PRIMERA PARTE: ANTECEDENTES

La participación plena de los cuadros policiales durante las etapas represivas que caracterizaron la historia argentina en la década del ‘70 fue un duro lastre para la sociedad democrática. Al respecto podemos recordar la tristemente célebre Superintendencia de Seguridad Federal de la Policía Federal, que contaba con el apoyo del Ministro del Interior de Videla, Gral. Albano Harguindeguy; el Servicio de Informaciones de la Policía de Rosario (pcia. de Santa Fe), cuyo centro de detención clandestino era regenteado por quien luego seria Presidente de la Nación, Leopoldo F. Galtieri, y, quizás el más acabado ejemplo, la Policía de la Provincia de Buenos Aires, a manos de un paradigma del terrorismo de Estado, el Gral. Camps.
Este “servicio” prestado a favor de los postulados dictatoriales por las policías federal y provinciales generó dos situaciones que, interrelacionadas, sirven para presentar el fenómeno de la violencia institucional en términos de su sujeción al poder político y a su objetivo, el control social.
La colaboración con la dictadura insufló en los órganos policiales una reafirmación ideológica claramente fascista, con todas las connotaciones de odio social que aquélla implica. Se profundizaron también aspectos corporativos de la institución, fortaleciendo tanto el espíritu de cuerpo como ciertas “ideas metidas como tatuajes”, al decir de Elias Neuman, avizorando a todo pobre como delincuente, y como ofensivo al orden -su orden- todo aquello que contenga algún sesgo transgresor o libertario.
En el primer aspecto, la policía argentina ha variado el blanco de su guerra sucia. En la década del ‘70 este era el subversivo. Hoy el enemigo a derrotar por los guardianes del sistema es eufemísticamente denominado “carenciado”.
La reconversión capitalista iniciada por la dictadura militar y que con el actual gobierno del presidente Menem alcanza su cenit, ha traído aparejado un altísimo costo social, que se refleja en el mayor índice de desocupación de toda la historia del país. La “economía popular de mercado” desarrollada en la Argentina en las últimas décadas, y cuyo máximo apogeo ha llegado merced al Plan de Convertibilidad de la dupla Menem-Cavallo, arrojó a la marginalidad y a la miseria a grandes masas, que subsisten huérfanas de las más elementales condiciones de vida digna. La tradicional familia obrera, en estado de descomposición con los padres sin trabajo y los hijos abandonados al ocio involuntario, es acicateada diariamente por medios de comunicación que propagandizan la políticas oficiales y divulgan valores sociales fundados en el individualismo, el consumismo y la competencia. No es de extrañar que sus miembros sean arrastrados, finalmente, al delito.
Estos “remanentes” sociales, que no encuadran en el proyecto en vías de ejecución, son el objeto y la causa de la necesidad intrínseca del sistema de disciplinarlos socialmente. Así como en otras épocas aciagas del país se desplegó la “doctrina de la seguridad nacional”, hoy desde el poder político y económico se divulga y ejerce una nueva “doctrina de la seguridad social”, que tiene como enemigo directo a todo ciudadano carente de recursos e influencias. Cuando el consenso manipulado por los comunicadores sociales no alcanza, comienza el rol policial. Como “medida preventiva”, el saldo humano del ajuste económico debe sentir temor, temor a los que mandan. Y el último eslabón de la cadena de mandos de esa suerte de “ejército de ocupación”, es el primero en generar el temor: el ejército policial, que actúa preventivamente.
En general todos los pueblos de Latinoamérica temen a la policía, exceptuando aquellos sectores que por su condición social y económica gozan de su protección. Las clases burguesas, aunque mentoras de su accionar, desconfían de la policía. El primer objetivo policial es “prevenir” cualquier posibilidad de efervescencia, de resistencia, de protesta, a través de ese terror social.

GATILLO FÁCIL: PENA DE MUERTE EXTRA LEGAL

A pesar de los denodados esfuerzos del presidente Menem, en la República Argentina no existe la pena capital. Desapareció tiempo ha del ordenamiento legal, y como país firmante del Pacto de San José de Costa Rica -ahora, además, incorporado a la cúspide de la pirámide jurídica con jerarquía constitucional-, tenemos vedado reimplantarla.
Sin embargo, las fuerzas policiales emplean cotidianamente la pena de muerte en las calles de todo el país. Con el extraordinariamente gráfico apelativo, acuñado jurídicamente por Eugenio Zaffaroni, se denomina la política de exterminio de supuestos delincuentes, en lo que Elias Neuman y Victor Irurzun han llamado con justeza una pena de muerte más que sumaria, sin previo proceso ni atenuantes.
Con la reiterada figura de los “pseudoenfrentamientos”, tanto en Argentina como en Latinoamérica toda, la policía actúa como verdadero verdugo con la anuencia del poder político. En las páginas de los diarios se publica la noticia de un enfrentamiento entre los agentes del orden y delincuentes. El resultado inevitable, es la profusión de sangre civil. La información “oficial” (entiéndase “policial”) abunda en los frondosos prontuarios habidos por los occisos. En enorme cantidad de oportunidades, tan profusos antecedentes penales son endilgados a jovencitos apenas adolescentes.
La situación es típicamente la misma: Producido el enfrentamiento, junto a los cadáveres de los supuestos malvivientes se encuentran armas de fuego que justifican el accionar policial. En el argot policial, son por lo general armas “plantadas”, es decir, colocadas ex post facto por las propias fuerzas de seguridad para fundar la inexistencia del delito en la legítima defensa o en el legítimo cumplimiento del deber. A veces las armas las pone el propio policía interviniente, otras veces son sus camaradas, al llegar al lugar, quienes cometiendo el delito de encubrimiento las facilitan. Es habitual que, además del arma reglamentaria, los policías tengan siempre “a mano” otras, normalmente producto de secuestros no registrados o no informados a los magistrados.
Estas armas “plantadas” tienen la característica, cuando se profundiza la cuestión, de resultar ineptas para su cometido, resaltando en muchos casos la impunidad con que se manejan los asesinos, a través de lo burdo de la maniobra. Cimentados en nuestra propia observación empírica de los casos en que hemos trabajado, podemos citar algunos ejemplos concretos. En el homicidio de Luis Angel Burgos, en Gral. Sarmiento (Bs. As., 1989), el arma era una réplica de juguete. Otras veces son armas que no funcionan (Caso Pablo Sommi, Buenos Aires, 1989), o fueron sustraidas del juzgado donde se encontraban consignadas como ocurrió en la celebre Masacre de Ingeniero Budge (Lomas de Zamora, 1987). Al joven “Cachi” Romero, asesinado al salir de un baile en 1992, en Remedios de Escalada, le “plantaron” un arma en la mano derecha. Lo que, en el apuro, no advirtieron sus ejecutores, fue que el muchacho había sufrido un accidente de trabajo, por lo que su mano derecha había perdido toda funcionalidad. Finalmente, en el caso Omar Lencina (Dock Sud, 1992), el joven “llevaba un arma escondida en sus ropas”, cuando sólo vestía zapatillas y un pantaloncito corto de fútbol.
Generalmente el primero en arribar a la escena de los hechos es el personal policial, por lo que además de la siembra de armas se destruyen las pruebas y evidencias que comprometan al camarada en apuros. Así se limpian las armas, resultando inútil cualquier posterior pericia dactiloscópica, o se lava el cadáver para evitar que el “dermotest” o prueba de deflagración de pólvora verifique si disparó armas antes de ser muerto.
A este aspecto que podríamos llamar “gatillo fácil doloso” se agrega otra modalidad por cierto no menos desgraciada. Son las víctimas alcanzadas por disparos entre la policía y terceros en un enfrentamiento real, causados la mayor parte de las veces por la negligencia o la impericia de los uniformados, sumadas al desprecio por la vida de los ocasionales transeúntes.
De los múltiples hechos de este tipo registrados en años recientes en la Argentina, hay dos que se destacan por la repercusión social que alcanzaron. El primero de ellos fue el episodio, en 1990, en el barrio de la Boca, en el cual perdió la vida la niña Vanessa Perinetti, de seis años de edad. La pequeña estaba en la puerta de su casa jugando con su perro cuando fuerzas federales del Departamento de Orden Constitucional, a bordo de un vehículo, ametrallaron la cuadra en persecución de una supuesta Brigada Che Guevara.
En 1991, en la localidad de Lomas de Zamora, una gavilla de delincuentes penetró en una distinguida confitería para perpetrar un robo. Se montó un descomunal operativo policial que comenzó un tiroteo, mientras el joven Sergio Schiavini, cliente del lugar, era usado como escudo humano por los delincuentes. Fue acribillado por balas policiales. El denodado reclamo de su madre, María Teresa S. de Schiavini, impulsó la creación de un movimiento de autoayuda de familiares de víctimas de la violencia policial.
Otro episodio similar fue el conocido como “la masacre de Wilde” (1993), cuando Personal de la Brigada de Wilde (Buenos Aires) persiguió y baleó a dos automóviles “sospechosos”. Uno de ellos, un coche de alquiler (remise), cuyo chofer conducía dos pasajeros, recibió 42 balazos. El otro era el auto particular de un vendedor de libros. Ambos conductores (Norberto Corbo, 31, y Edgardo Cicutin, 35) y los pasajeros del remise murieron. El parte oficial indicaba que tres peligrosos delincuentes fueron abatidos en un enfrentamiento. Pronto se estableció que no fue así, y los Policías intervinientes están procesados por homicidio simple. (1)
También en estos hechos culposos hay elementos coincidentes que tienden a garantizar la impunidad del personal policial involucrado. Especialmente notoria es la complicidad de los auxiliares judiciales, quienes suelen tergiversar autopsias y pericias, indicando siempre que las balas fatales partieron del sector en el que se emplazaban los delincuentes.
El fenómeno del “gatillo fácil”, lejos de ser exclusivo de la ciudad de Buenos Aires y el denominado Gran Buenos Aires o conurbano, tiene un alcance nacional alarmante. En la provincia de Neuquén se contabilizan cuatro hechos de gran repercusión en los últimos dos años: los casos Boronovich, González, Quilapán, y Ramírez, éste el más trascendente. El matador de Pablo Ramírez fue absuelto por la justicia provincial mediante un fallo escandaloso. Al calor del repudio social generado en la provincia patagónica se constituyó la Comisión Contra la Represión Policial (CO. CO. RE. PO.), organización fraterna a la que los firmantes representamos.
En la provincia de Córdoba, gobernada por el precandidato presidencial del radicalismo, Dr. Eduardo Angeloz, se produjeron siete homicidios cometidos por policías en los últimos 18 meses. Entre ellos se destaca el caso de Miguel Angel Rodríguez (15), muerto por el oficial inspector Mario Romero quien se justificó argumentando que el interfecto había intentado robarle una pelota de fútbol a su hijo. Poco después, y en un operativo totalmente ilegal, una comisión policial intentó “allanar” el domicilio de la familia Rodríguez, supuestamente en busca de armas de fuego. La inmediata reacción de los vecinos frustró el obvio objetivo de “plantar” armas en ese hogar para desacreditar a sus integrantes. El incidente culminó con el incendio, por parte de los vecinos, del automóvil sin chapa patente que conducían los policías. El escándalo y el reclamo popular se generalizaron a toda la provincia, cuyo Jefe de Policía, Comisario Bornancini, se vio forzado a dimitir. (2)
En la capital de la provincia de Buenos Aires, ciudad de La Plata, fue ultimado el joven Maximiliano Albanese, quien recibió un certero disparo en la nuca que según la versión del asesino se disparó accidentalmente al caer el arma al suelo. Pericias realizadas en varias causas judiciales han demostrado, en cambio, que las armas reglamentarias de la policía argentina (.9 mm) poseen un doble sistema de seguro, que impide totalmente los disparos por golpes del arma contra cuerpos duros, ya que sólo estando el arma amartillada y presionándose la cola del disparador, o ejecutando ambas acciones simultáneamente (amartillar y gatillar) puede accionarse ese tipo de pistola. Sin embargo es uno de los argumentos preferidos a la hora de explicar estas muertes, como hiciera el policía bonaerense Jorge Daniel Maciel luego de matar de un tiro en la sien, en un tren detenido en la estación Constitución, a Diego Damián Aguilera (21) en febrero de 1994. Maciel, quien será sometido a juicio oral en breve, está detenido y acusado de homicidio pese a esa argumentación defensiva. (3)

LOS DESAPARECIDOS Y TORTURADOS DE LA DEMOCRACIA:

Párrafo aparte merecen los casos de desapariciones, que aunque mucho menos frecuentes que el método utilizado por los militares en la década del ‘70, aún hoy ocurren. En la provincia de Mendoza, el 24 de mayo de 1992, desapareció el joven Pablo Cristian Guardati (21). Durante la investigación -que pasó por ocho jueces diferentes- más de 30 policías mendocinos fueron cesanteados y dos jefes de policía pasados a retiro. Sin embargo no hay un solo detenido.
En septiembre de 1990, en La Plata, desapareció Andrés Núñez (32). Fue detenido por la Brigada de Investigaciones platense, sin que hasta el presente se hallara su cuerpo. De los once policías involucrados, cuatro siguen prófugos. (4)
También en la ciudad de La Plata, pero en agosto de 1993, fue visto por última vez el estudiante de periodismo Miguel Bru (23). Habría sido detenido por efectivos de la comisaría 9ª. Su desaparición movilizó profundamente a jóvenes y estudiantes, quienes reclaman permanentemente el esclarecimiento del hecho. (5)
Otra modalidad lamentablemente frecuente es la aplicación de tormentos a detenidos. Formalmente las torturas fueron excluidas de nuestro sistema legal en 1813. Tanto la vieja Constitución de 1853 como la recientemente reformada las prohíben expresamente. Argentina, además, es signataria de la Convención Internacional contra las Torturas, Penas Crueles e Infamantes, incluida expresamente en el nuevo texto constitucional. Una vez más encontramos la dicotomía entre la norma y la realidad.
En Jujuy se produjo la desaparición del joven ingeniero Diego Rodríguez Laguens (26), cuyo cadáver fue hallado con claras señales de apremios físicos. La investigación demostró que se lo vio con vida por última vez en momentos en que era detenido por la policía provincial en averiguación de antecedentes. Hay siete policías y un médico policial procesados, aunque permanecen en libertad. (6)
El 20 de junio de 1992, en la ciudad atlántica de Necochea, cuatro policías detuvieron por ebriedad a Andrés Saúl Canesa (21). A las 6:00 ingresó a la comisaría 1ª, y diez horas más tarde moría en el hospital de Necochea. Como en casi todos los casos de apremios y torturas, el parte oficial informa que “el joven se descompensó durante su estancia en la dependencia”.
En uno de los pocos casos en los que se logró una condena, la Cámara del Crimen de San Nicolás (Pcia. de Buenos Aires) sentenció al cabo 1° Benisio Eusebio Gómez y al oficial inspector Héctor Rubén Brindo a prisión perpetua por haber torturado, dentro de una comisaría, y dado muerte a un albañil de 57 años (Ramón Bouchón).
Quizás el más dramático caso de torturas en sede policial, particularmente relevante por cuanto se acreditó, por primera vez desde el retorno a la democracia el uso de la “picana eléctrica”, sea el del adolescente Sergio Gustavo Durán (17), detenido irregularmente el 6 de agosto de 1992 por personal de la comisaría 1ª de Morón, en el oeste del Gran Buenos Aires. En este caso logramos probar no solo las torturas mediante pasaje de corriente eléctrica en los testículos y piernas del joven, y el uso del “submarino seco”, método de dificultación de la respiración mediante una bolsa de polietileno atada a la cabeza, sino la complicidad del médico policial que practicó la primera autopsia. El Dr. Carlos Alberto Rossi Alvarez fue procesado por falsear el informe forense, en el que atribuyó las evidentes marcas de tortura a señales de “rascado”, y la muerte a causas naturales. El caso Durán conmovió a la zona oeste del conurbano bonaerense y a la propia ciudad de Buenos Aires, especialmente cuando, confirmados por el Cuerpo Médico Forense los tormentos, el único detenido, oficial subinspector Jorge Ramón Fernández, declaró ante el Juez Jorge Carrera los nombres de sus cómplices. Al mismo tiempo que Fernández era indagado los cuatro policías (subcomisario Rogido, oficial subinspector Farese y cabos Nicolosi y Castelú) se profugaban, situación en la que continúan hasta la fecha. Los muchos intentos de atraparlos han fracasado en circunstancias que permiten presumir la complicidad activa o pasiva de la institución policial. En breve se celebrará el juicio oral y público en el que tanto la fiscalía como los firmantes, en representación de la madre de Sergio Durán, reclamamos la condena a prisión perpetua por el delito de tortura seguida de muerte. (7)
Otro caso de torturas en el que hemos participado es el de Félix Ramón Morinigo, quien algo bebido fue detenido por personal de la comisaría 5ª de Lanús, al sur de la ciudad de Buenos Aires. Estando en la dependencia policial y esposado a la espalda, fue golpeado en la cabeza por el suboficial Faustino Daniel Moya, quien utilizó su machete reglamentario para la tarea. Morinigo expiró en la misma comisaría como consecuencia de la fractura de cráneo.
El juez que intervino en primera instancia, Dr. Soukop, consideró que la agresividad verbal del detenido originó la situación y que el cabo Moya actuó en “ejercicio de su cargo”. Llevado el caso a juicio oral ante la Cámara de Lomas de Zamora, el policía fue condenado a 8 años de prisión por el delito de homicidio.

UN FENÓMENO INTERNACIONAL:

Así como el “gatillo fácil” en sus distintas formas, las desapariciones y las torturas no reconocen fronteras en el interior de la Argentina, tampoco hallan limite en el resto de Latinoamérica. Son harto conocidos los frecuentes fusilamientos cometidos por Escuadrones de la Muerte en Brasil, como el horror de la Plaza de la Candelaria, cuando policías militares de Río de Janeiro asesinaron siete “chicos de la calle” y un mendigo, o el de la favela de Vigário Geral, al norte de Río, donde 21 moradores de ese precario asentamiento fueron masacrados.
En el Perú, especialmente desde el “autogolpe” de Alberto Fujimori, son habituales las matanzas so pretexto de enfrentamientos con presuntos guerrilleros. En Chile es bien conocida la capacidad represora de los “pacos”. Lo mismo ocurre, con ligeras variantes, en México, Venezuela o Colombia.

EL AVAL POLÍTICO:

En todos los casos estas muertes gozan, si no del aval, por lo menos de la impunidad que otorga a sus autores el poder político. En el caso argentino son innumerables las ocasiones en que, aun en etapas “democráticas”, los funcionarios públicos han justificado y defendido homicidas y torturadores.
El radical Juan Antonio Portesi, entonces Ministro de Seguridad de la provincia de Buenos Aires, declaró eufórico en 1984: “En el período democrático -1983/1984- se produjeron en la provincia 117 enfrentamientos, con un saldo de 90 delincuentes abatidos y 60 heridos contra solo 12 policías muertos”. Con razón califica Elias Neuman estas declaraciones como “parte de guerra”. Producida en 1987 la Masacre de Ingeniero Budge, que generó una lucha de más de 7 años por parte de la Comisión de Amigos y Vecinos y se convirtió en un leading case en materia de pseudoenfrentamiento, el mismo funcionario descalificó la capacidad de organización popular y el acrecentamiento de los lazos solidarios en la humilde barriada, arguyendo que era la filiación marxista del abogado de los damnificados el motivo de subversión de Ingeniero Budge.
La Comisión de Amigos y Vecinos vio cómo los tres policías que fusilaron a los jóvenes Oscar Aredes, Roberto Argañaraz y Agustín Oliveira eran condenados varios años después por “homicidio en riña”. Siempre gozando del beneficio de la excarcelación, el juicio fue, luego de otro par de años, declarado nulo por la Suprema Corte Provincial. Se repitió el juicio oral y público a siete años de la masacre. Esta vez por homicidio simple, los tres policías fueron condenados a penas de 11 a 4 años de prisión. Interpuesto por la defensa un nuevo recurso, siguen en libertad.
La Comisión de Amigos y Vecinos solicitó muchas veces ser recibida por el entonces presidente Dr. Raúl R. Alfonsín. El antiguo defensor de los derechos humanos jamás accedió a recibirlos. Siguiendo similar política, en las postrimerías de su gobierno, Alfonsín no dudó en enviar al Cuerpo Especial de la policía bonaerense, “Los Halcones”, a disparar contra quienes, empujados por la hambruna generada por el shock hiperinflacionario, reinvindicaban su derecho a la vida saqueando supermercados.
Con la llegada al poder del justicialista Carlos S. Menem la anuencia oficial hacia la violencia policial e institucional tornó a franca complicidad, convirtiéndose en política oficial.
Como ya dijéramos, la asimetría socio-económica arrojó importantes mayorías a la miseria y la marginalidad. La administración Menem ha dado variados y completos ejemplos de su posición a este respecto. El propio presidente ponderó, en los medios de comunicación, a un ingeniero de apellido Santos, quien tras una espectacular persecución dio alcance y ultimó con certeros balazos en la frente a los dos jóvenes que, momentos antes, sustrajeron el pasa-cassette de su automóvil. Puesto a valorar el derecho a la vida y el derecho de propiedad, Menem dijo “yo hubiera hecho lo mismo”.
En 1990, durante la intervención federal a la provincia de Tucumán, fue designado interventor Cesar “Chiche” Araoz, otrora reducidor de los bienes obtenidos por los “grupos de tareas” de los detenidos desaparecidos. Este personaje, luego Ministro de Acción Social, eligió como jefe de policía de Tucumán a un patético individuo, Mario José Ferreira, autodenominado “el Malevo”. El Malevo Ferreira sembró el terror y la muerte en la pequeña provincia que fuera cuna de nuestra independencia nacional, para beneplácito de los adinerados dueños de los ingenios azucareros que conforman la aristocracia de la región.
En 1993 el Malevo fue acusado por el homicidio de dos presuntos delincuentes a los que retuvo ilegalmente y ultimó con sendos disparos en la nuca, efectuados a menos de 50 cm. de distancia. En el instante mismo en que el tribunal dictaba su condena, y con la complicidad manifiesta del personal policial y penitenciario que en gran número lo custodiaba, fugó junto a siete cómplices. Antes de desaparecer, sin embargo, tuvo tiempo de cambiar el uniforme carcelario por su habitual vestimenta negra y el característico sombrero panamá. Sólo a raíz de su amorío con una menor de edad fue detenido, meses después, en una provincia fronteriza. (8)
Otro claro ejemplo de la comunión de intereses entre el poder político y la policía “brava” lo constituye la contratación de un afamado -y caro- estudio jurídico para llevar adelante la defensa del comisario Miguel Angel Espósito, procesado por la ilegal detención y muerte del estudiante secundario Walter Bulacio (17).
Cuando se dictó el auto de procesamiento, y la reacción de la sociedad superó largamente lo habitual frente a estos casos, convirtiendo a Walter Bulacio en el símbolo de la lucha contra la represión, fueron dejados de lado los abogados de la planta policial para encomendar la defensa al Dr. Pablo Argibay Molina, especialmente sugerido por quien era el Ministro del Interior, Julio Mera Figueroa. Entre su clientela habitual, cuenta este letrado al propio presidente Menem, al Ministro de economía Domingo Cavallo, a la polifuncionaria liberal menemista María Julia Alsogaray, al Secretario de Lucha contra la Drogadicción Lestelle -involucrado en el “Yomagate”-, al comunicador oficial Bernardo Neustadt y otros privilegiados. El profesional percibió por su tarea la módica suma de u$s 50.000, solventados con fondos reservados del Ministerio del Interior.
Quizás el mayor exponente de la protección política a la “policía brava” sea el comisario Luis Abelardo Patti, quien supo condimentar su fama de “duro” con publicitados romances en el ambiente artístico. Durante la dictadura militar Patti acumuló oscuros antecedentes en un centro clandestino de detención en Victoria, partido de Tigre (pcia. de Buenos Aires). Cobró notoriedad luego del secuestro y asesinato de Eduardo Pereira Rossi y Osvaldo Cambiasso, dirigentes montoneros. El entonces dictador Reynaldo Bignone anunció el hallazgo de los cadáveres lejos del lugar de su detención como un enfrentamiento. Ambos fueron indiscutiblemente fusilados por la espalda.
Ya a cargo de la comisaría de Ingeniero Maschwitz, zona de opulentas casas quintas y humildes barrios obreros, Patti basó su lucha contra la delincuencia en la sistemática aplicación de torturas a los detenidos. Cuando el juez Raúl Borrino lo procesó en una de las varias causas que por apremios ilegales se le seguían, obtuvo la incondicional solidaridad de los más conocidos comunicadores sociales, del gobernador de la provincia de Buenos Aires Antonio Cafiero, del presidente Menem, y, por supuesto, de la minoría beneficiada con su política de violación a los derechos humanos: los dueños de las casa quintas.
El juez que osó procesarlo sufrió amenazas, fue desacreditado tildándolo de marxista, y su fallo fue revocado por la cámara de apelaciones. Con un nuevo sobreseimiento para asegurarle que su senda era la correcta, continuó Patti su carrera, ya convertido en personaje del jet set. Con increíble versatilidad, fue convocado como investigador ad hoc por el presidente Menem para develar la trama del homicidio de María Soledad Morales, que conmocionó la tranquila provincia de Catamarca inaugurando una nueva era en la forma del reclamo popular. Partido en medio de grandes expectativas, y pese a la promesa de hallar en tres meses al culpable del crimen aplicando sus métodos “infalibles”, no tardó en regresar con las manos vacías.
Su inserción en el poder no mermó con el fracaso. El vicepresidente Eduardo Duhalde, electo ya gobernador de la primera provincia argentina, no tuvo empacho en declarar a los medios que el hombre ideal para ejercer la jefatura de la policía de la provincia de Buenos Aires era Luis Patti, “el policía ejemplar”. Afortunadamente la airada reacción popular y la existencia de múltiples sumarios en su nada prolijo legajo -incluyendo un confuso episodio en el que, cenando con su novia actriz, le fue sustraída la pistola reglamentaria-, hicieron desistir al gobernador Duhalde de semejante nombramiento.
Sin embargo la buena estrella continuó brillando para el recio Patti. Hubo un auge de denuncias acerca de las “mafias” existentes en el Mercado Concentrador de Frutas y Verduras ubicado en el partido de La Matanza, feudo del presidente de la Cámara de Diputados, Alberto Pierri -quien poco tiempo atrás se refirió a un periodista de investigación como un “Judío piojoso”-. La intervención del Mercado Central requería “mano dura” y una persona de confianza. Fue lógica la designación del comisario Patti. No se conocen mayores logros de su gestión, aunque cabe destacar la eficiencia con que reprimió a los vecinos y familiares de Juan Antonio Vázquez, quien fue asesinado en el interior del Mercado mientras juntaba fruta en mal estado el 26 de marzo de 1993. Cuando por orden del Juez Osvaldo Lorenzo se procedía a la reconstrucción del crimen cometido por el sargento Alberto Argentino Ramírez, Patti apostó una brigada antimotín con armas largas frente a la atónita mirada de los padres, vecinos y compañeros congregados en el lugar.
Hasta aquí los ejemplos puntuales, pero no debe interpretarse que la política represiva del gobierno menemista se agota en el apoyo más o menos explícito a uno o más policías involucrados en violaciones a los derechos humanos. Por el contrario, ha sido expuesta reiteradas veces la tesis que con justeza -aunque quizás poco académica- denominamos “teoría de la manzana podrida” o “del loquito suelto”. Frente a la oleada de criticas y reclamos surgidos en torno al tema del “gatillo fácil” y otras formas de violencia institucional, ésta ha sido la postura adoptada tanto por los funcionarios responsables del sector como por los defensores de los agresores en las causas judiciales. (9)
El ex juez en lo criminal y luego Secretario de Seguridad bonaerense Dr. Eduardo Pettigiani fue el más claro vocero de esta teoría. Interpelado acerca de la muerte, en dos semanas, de cinco menores por efectivos policiales -en un caso, el chico molestó al policía pateando una botella plástica vacía en la calle; en otro, fue confundido con un ladrón de bicicletas; un tercero se asomó sobre un tapial a pedir que le devolvieran la pelota y recibió un tiro en el pecho, etc.- el Dr. Pettigiani razonó que “en toda institución siempre puede haber un loquito suelto”. (9)
Nada contestó el funcionario, responsable de la seguridad provincial, cuando se le cuestionó por qué, si ese era el caso, la institución no era capaz de aislar el elemento peligroso. También calló prudentemente frente al caso protagonizado por el policía Ignacio “Lacho” Rivarola, condenado por el Juzgado Criminal n° 3 de Morón por lesiones graves dolosas en perjuicio del adolescente Luis Sandez. Rivarola había ingresado a la policía provincial sin inconvenientes a pesar de contar con el antecedente de una condena anterior por el mismo delito, cometido cuando era policía federal…
En la escalada represora del gobierno argentino la policía federal o provincial tiene un rol preeminente, a tal punto que sus ya amplias facultades -legales y de las otras- se incrementan permanentemente. En el primer trimestre de 1993 se sancionó la denominada Ley del Deporte, destinada a ampliar los recursos represivos de la policía antes, durante y después de los partidos de fútbol. Esta ley autoriza a la policía a dictar condenas de prisión de hasta 15 días, y a vigilar “sospechosos” con cámaras de video, permitiendo su detención sin intervención judicial. En la primera oportunidad en que se aplicó se detuvieron 160 personas.
Los sectores estudiantiles, además de ser quienes reclaman concretos cambios en la legislación represiva -derogación de edictos policiales y de la facultad de detener en averiguación de antecedentes- desarrollaron una fuerte lucha contra la privatización y el arancelamiento de la educación. En el momento más efervescente del reclamo el presidente Menem “advirtió” a los manifestantes que de continuar su protesta “nuevos contingentes de madres poblarían la Plaza de Mayo”, en abierta alusión al fantasma de la desaparición forzada de personas.
Dentro del mismo esquema represivo, la ciudadanía fue sacudida, en mayo de 1993, por múltiples denuncias en todo el territorio de “espionaje ideológico” en escuelas, a través de formularios de llenado obligatorio para docentes y alumnos.
En 1994 se produjeron variados hechos que presagian la definitiva instauración de un estado policial. La centésima marcha organizada por los jubilados en reclamo de un mejor haber previsional culminó con una feroz represión con un saldo de heridos y detenidos que incluyó a un letrado, el Dr. Marcelo Alegre, quien en ejercicio de su profesión concurrió a una dependencia policial a inquirir sobre una mujer arrestada.
La denominada “Marcha Federal”, que reunió todo el arco opositor en una concentración de alrededor de 40.000 personas fue acompañada por otra “manifestación” de policías, en número de más de 20.000, es decir, a razón de un uniformado por cada dos manifestantes.
La multitudinaria expresión de repudio a las políticas oficiales fue controlada, además, por una enorme cantidad de tanquetas, camiones hidrantes, y sofisticados helicópteros equipados con cámaras de video capaces de filmar un rostro a 200 metros de distancia.
Inmediatamente pergeñó el gobierno la creación de una “Secretaría de Seguridad” con el claro propósito de instrumentar en forma centralizada la represión del descontento popular. Muchas y fuertes fueron las reacciones contra lo que rápidamente se dio en llamar “la Súper Secretaria” (”SS”), que con directa sujeción al Poder Ejecutivo controlará todas las fuerzas de seguridad interior. Pronto encontró el presidente la forma de imponer su criatura. El horroroso atentado perpetrado en la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA) el 18 de julio de 1994, que mató un centenar de argentinos fue la excusa ideal para crear por decreto presidencial (n° 1193/94) este organismo, que concentra el mando directo de la Policía Federal, la Gendarmería y la Prefectura.
Su sola creación viola seis leyes nacionales: las orgánicas de cada arma, la ley de Defensa Nacional, la de Seguridad Interior y la ley de Ministerios.
Sin solución de continuidad surgieron otros dos proyectos que conforman con la Súper Secretaria un verdadero trípode represivo, ambos propiciados por el Ministro de Justicia Dr. Rodolfo Barra: la ley antiterrorista, que establece figuras abiertas como los delitos de peligro abstracto y aumenta sideralmente los montos de la penas previstas en las leyes comunes; y una reforma al código procesal que permite a la policía incomunicar detenidos e interrogarlos en comisarias sin intervención ni contralor jurisdiccional, así como allanar domicilios sin orden judicial.
Estas tres últimas iniciativas fueron respondidas desde el campo de la lucha por los derechos humanos, con la creación de un Comité por la Disolución de la Secretaria de Seguridad, integrado por la Liga Argentina por los Derechos del Hombre, el Servicio Paz y Justicia, la Asociación Americana de Juristas, las secretarias de Derechos Humanos de las Federaciones Universitarias (FUA Y FUBA), centros de estudiantes universitarios y secundarios, agrupaciones y partidos políticos, y la Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional (CORREPI) a la que los firmantes pertenecemos.


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