El 23 de julio a la noche, los canales de comunicación interna de CORREPI se saturaron con una frase: Se nos murió Delia. Así de brutal y corto, el mensaje lo decía todo. El corazón de Delia Garcilazo, la referente emblemática de la organización y lucha de los familiares de víctimas de la represión, había dejado de latir. Así de brutal y corto. Nos quedamos sin Delia, la compañera que por más de 20 años encabezó, apoyada en sus muletas, todas nuestras movilizaciones.
He vivido por la alegría. Por la alegría he ido al combate y por la alegría muero. Que la tristeza no sea nunca unida a mi nombre.” Julius Fucik.
La historia común de Delia y CORREPI empezó el 21 de noviembre de 1992, cuando el cuerpo de requisa de la cárcel de Caseros apaleó dos presos que se habían demorado mateando unos minutos de más en el recreo. La sesión de tormentos para que aprendieran quién manda, como les gritaban entre bastonazos y patadas, provocó varias fracturas en el cráneo de uno de ellos. Era Rodolfo Fito Ríos, 23 años, hijo de Delia.
Por tres días, Fito agonizó en un hospital, mientras Delia recorría despachos y oficinas para que la autorizaran a verlo. Ninguno de los funcionarios penitenciarios y judiciales que la pelotearon de un lado a otro pudo imaginar lo que estaba naciendo en esas horas de desesperación y dolor. Fito murió sin que Delia pudiera despedirse. Cuando finalmente la dejaron ver el cadáver, le hizo una promesa, que cada tanto recordaba en sus intervenciones públicas: Él decía que estar preso no le había quitado la libertad, porque era libre en su interior. Yo le prometí que iba a luchar contra sus asesinos hasta el último de mis días.
Delia cumplió esa promesa. Siguió golpeando puertas, ahora de los organismos de derechos humanos y otras organizaciones, convencida de que su pelea no era individual. Ninguna puerta se abrió. Algunos lo disimularon, otros se lo dijeron sin sutilezas: el muerto era un preso, ¿qué pretendía?.
Sólo la Liga Argentina por los Derechos del Hombre la escuchó, y le aportó un abogado para acusar a los penitenciarios. El único imputado en la causa penal era el otro preso apaleado, que sobrevivió.
Pero Delia quería más que una pelea judicial. Por eso, cuando supo de un grupo que se venía organizando contra la represión estatal, Delia llegó a CORREPI, con la foto de Fito y su historia bajo el brazo. En el Primer Encuentro Antirrepresivo Nacional, en marzo de 1995, tuvo su primera intervención pública, y habló de la necesidad de organizarse contra la represión en todas sus formas, tanto para denunciar el gatillo fácil y la tortura como para defender los presos políticos.
Desde entonces, la voz de Delia identificó a CORREPI. Cada vez que tomaba un micrófono o un megáfono daba una lección de dignidad y conciencia proletaria. El amor a su hijo era tan grande como su odio a los represores, y nos enseñó que ese odio de clase, el que nace de la conciencia, es la brújula que permite distinguir al amigo del enemigo.
Nilda Garré, viceministra del Interior en el gobierno de la Alianza; Patricia Bullrich, directora del Servicio Penitenciario Federal en la misma época: el juez de la Corte Eugenio Raúl Zaffaroni y Hebe Pastor de Bonafini seguramente recuerdan el filo de la lengua de la compañera, que a todos les cantó unas cuantas verdades en la cara. Ninguno pudo retrucarla.
Fustigaba a los conciliadores con más dureza que a los represores mismos. Para ella, no había grises. Con los opresores, o con los oprimidos. Con los asesinos y sus patrones, o con los represaliados. Ni olvido ni perdón, lucha y organización.
Así vivió Delia sus dos décadas de militancia. Ni su discapacidad física (sufrió la amputación de una pierna muy joven) ni las condiciones materiales que la rodeaban la limitaron jamás. Si había que viajar a Corrientes a apoyar la Plaza del Aguante o salía una charla en una universidad de Comodoro Rivadavia, ahí estaba Delia en el micro, con el cuadernito donde hacía sus apuntes, y el tejido para cuando se cansaba de escribir. Ninguna actividad era muy lejos ni demasiado pesada. Y nunca paraba de pensar en qué más podíamos hacer.
En 1996, escuchó en la radio que el ministro Carlos Corach negaba el gatillo fácil y desafiaba a que le llevaran nombres. Hagamos la lista de todos los muertos del país desde 1983 y se la tiramos por la cabeza en Plaza de Mayo, largó en la siguiente reunión. Lo propuso, y se lo echó al hombro. Por varios meses recorrió archivos de diarios, juntó recortes, buscó contactos, y fue pasando en limpio los datos, a mano, en su cuadernito. Había nacido el Archivo de Casos, esa herramienta que nos permite, año tras año, mostrar la real incidencia de la represión en Argentina.
Para fin de 2003, Delia ya sabía que la leve condena lograda tres años antes contra los oficiales del SPF por el asesinato de Fito era todo lo que podía esperar del aparato judicial y del estado argentino. Fiel a su promesa, no claudicó, sino que redobló la lucha. En el acto anual de CORREPI en Plaza de Mayo, cerró con estas palabras: Sueño con un país activo, con fábricas abiertas y trabajo a pleno, sueño con un país sin chicos en las calles revolviendo la basura ( ), sueño con escuelas bien provistas, con maestros que puedan vivir de sus sueldos. Sueño con hospitales limpios ( ). Sueño con hogares felices ( ). Sueño con una justicia igualitaria para todos. Sueño con un país más justo ( ). Recién entonces, llegado ese día, la CORREPI no tendrá razón de ser. Hasta que ese día llegue, nos verán siempre en las calles acompañando a todos los represaliados y apoyando todas las luchas.
Hoy, decenas de militantes de CORREPI la acompañamos en el último viaje, desde su casa hasta el cementerio de Villegas. Sus hijos, nietos y bisnietos nos permitieron compartir ese momento íntimo, para que pudiéramos honrarla juntos. Pusimos sobre su pecho la pancarta con la foto de Fito que llevaba a todos lados, y cubrimos el ataúd con una bandera en la que pintamos nuestra bota antirrepresiva y una frase, la del revolucionario checo que abre esta nota.
Aunque la militancia de Delia nació del dolor, supo convertirlo en energía para la lucha. La tristeza nunca estuvo unida a su nombre.
Puños en alto, corazones encendidos y un grito eterno: ¡Compañera Delia, presente, ahora y siempre!