El 28 de junio de 2003, el oficial subinspector Cristian Alfredo Solana y el sargento Ariel Horacio Núñez del Comando de Patrullas de Hurlingham recorrían en su móvil la jurisdicción “en prevención de delitos y contravenciones”, como les gusta escribir en los partes. Dijeron después que vieron un auto que al divisar el patrullero hizo una maniobra sospechosa (¿?) y lo empezaron a seguir para identificarlo. Al subir al puente Santa Rosa del Acceso Oeste, dijeron, el masculino que iba de acompañante se tiró del coche en movimiento y fugó a pie. Inmediatamente después, dijo Solana, el caco que iba al volante les disparó por la ventanilla delantera, por lo que el oficial repelió la agresión.
Dijeron ambos que cuando el auto sin control se detuvo al pie del puente, constataron que el conductor estaba muerto. Una de las balas del oficial Solana había atravesado el baúl y los dos asientos del auto, para incrustarse en la columna vertebral de Rodrigo. Ya con la presencia de otros policías de Villa Tessei y Hurlingham, dijeron todos, encontraron en el auto un arma que había sido recientemente disparada y documentación de un auto robado hacía poco. Un oportuno testigo, empleado de una verdulería del lugar, dijo que vio dos fogonazos desde el auto de Rodrigo, y otro, más oportuno aún, casualmente empleado de una agencia de seguridad, fue el único que vio al segundo delincuente cuando escapaba.
Algunas cosas, sin embargo, no encajaban en la prolija versión policial. Rodrigo iba en el auto de su padre a visitar a su novia, por un camino que conocía de memoria, y no había motivo para una maniobra sospechosa, sea lo que sea lo que eso signifique. Al empleado de la verdulería se le escapó que conocía a los policías y que se había asomado para saludarlos. Su testimonio y el del vigilador pronto perdieron credibilidad. La propia fiscal se dio cuenta que en las fotos tomadas de rutina por la policía se veían los cuatro vidrios del auto de los Corzo subidos y empañados, algo natural en una noche de frío como aquella, pero nada razonable si Rodrigo hubiera disparado por la ventanilla. Y para completar el cuadro, un testigo ubicado por la familia dijo que escuchó un disparo de arma de fuego cuando los policías Núñez y Solanas se acercaron, después de abrir el auto.
clip_image006Frente a ese panorama, fue interrogado el sargento Núñez, para preguntarle exactamente qué vio en el momento que su superior disparó hacia el auto de Rodrigo. El hombre no se animó a repetir la historia oficial por miedo a quedar pegado, pero tampoco quiso violar el pacto de impunidad de la fuerza. Argumentó que al producirse los disparos no estaba mirando, porque como sufre de vértigo, “al subir el puente de la autopista tomó coraje, cerró los ojos y aceleró”.
Solana ya estaba imputado por el homicidio y detenido cuando llegó el informe de su jefe en el Comando Patrullas de Hurlingham. Lo describía como“”formador de formadores y policía modelo”. Es que Solanas, un hombre culto y universitario, había sido entrenado para dictar cursos de capacitación a la “nueva” bonaerense. Su especialidad era el manejo de situaciones de intercepción e identificación de personas en la vía pública. Si éste era el maestro, imaginemos a los alumnos.
El 17 de febrero de 2006 comenzó el juicio oral y público en los tribunales de Morón. Un caso típico de gatillo fácil, con todos los “ingredientes tradicionales, la escenificación del falso “enfrentamiento”, el plantado de armas y otros elementos para culpabilizar a la víctima, los testigos truchos que siempre son empleados de agencias de seguridad o de comercios que tienen algún negocio con la policía, la cooperación todo el aparato policial que interviene para proteger al camarada en apuros, la excusa absurda del vértigo con tal de no mandar al frente al compañero.
Pero también, y sobre todo, la desmentida rotunda y terminante para los que dicen que el gatillo fácil es un problema de educación, y proponen capacitación, programas modernos, clases de derechos humanos y atajos similares para formar una policía ““al servicio de la comunidad”, o que arrastra“la pesada herencia autoritaria de la dictadura, y piden desmantelar la vieja policía para reemplazarla con cuadros nuevos, jóvenes y comprometidos con la democracia. Solana no era un suboficial bruto y panzón. Tampoco un resabio de la dictadura. Nació en 1972, tenía 10 años cuando la dictadura se retiraba, de manera que es poco probable que haya servido a las órdenes de Camps. Ingresó a la policía en la década del ‘90, y participó de todos los cursos de perfeccionamiento y capacitación inventados por las sucesivas reformas, especialmente las dos de Arslanián. Fue formado por la democracia, para defender los intereses que protege esta democracia. No los de Rodrigo Corzo, por cierto.
El 22 de febrero de 2007, el oficial Solana fue condenado a 16 años de prisión por el homicidio. En diciembre de 2009, el Tribunal de Casación Penal de la provincia confirmó la condena, pero redujo la pena a 10 años y 8 meses, exactamente lo que necesitaba el policía para obtener la libertad condicional y pasar las fiestas en familia. El 26 de junio de 2012, casi 9 años después del crimen, el sargento Núñez fue juzgado y condenado a tres años y medio de prisión por encubrimiento agravado.
A 13 años del asesinato de Rodrigo, los policías Solana y Núñez están en libertad y en sus casas. Desde el 28 de junio de 2003 a hoy, el gatillo fácil y la tortura se cobraron más de 3.200 vidas más. La familia Corzo, principal protagonista de la lucha por Justicia para Rodrigo y ejemplo de cómo el dolor y la bronca se pueden convertir en fuerza y empuje para la lucha organizada, hoy va a llevar una flor a la tumba de Rodrigo. Mañana, y todos los días, van a seguir militando contra toda forma de represión, en la primera fila de CORREPI.