“Y que mis venas no terminan en mí, sino en la sangre unánime de los que luchan por la vida, el amor, las cosas, el paisaje y el pan, la poesía de todos…” Roque Dalton
Recibió la primera bala en los heroicos episodios de diciembre de 2001. Le disparó uno de esos cobardes uniformados que, al decir del poeta, “siempre vieron al Pueblo como un montón de espaldas que corrían para allá”. Los responsables políticos de esa herida ya fueron convenientemente absueltos por la justicia del sistema, institución notable a la hora de justificar huidas con matanzas ordenadas desde helicópteros que parten raudos de la casa de gobierno.
La segunda, formando parte del movimiento piquetero, cuando la masacre del Puente Pueyrredón -políticamente impune- se cobró las inolvidables vidas de los compañeros Darío y Maxi. Iki organizó su columna, y fue impactado desde las fuerzas policiales mientras privilegiaba la retirada de sus compañeros.
Y hace apenas un año, punteros macristas –no por casualidad también impunes- le dispararon en un comedor comunitario, porque impedía el arrebato de la tierra para los pobres de su barriada. Desde las sombras del insaciable poder del dinero y los negocios, con el aval de un estado que maneja los hilos, el sicario cumplió el tercer intento del mismo sistema.
Hijo de La Matanza proletaria, olvidada, fue un gorrión de la calle: supo en carne propia lo que es sobrevivir allí teniendo apenas la edad de la esperanza. Lo juzgaron, lo señalaron, lo marginaron. Pero bastó escuchar a algunos, unos pocos, decir que había que cambiar el mundo para que su propia vida cambiara. No sabía ni cómo ni cuándo, acaso por vivir bajo permanente estado de sangre aprendió a hacerlo del modo menos sutil, más doloroso. Pero aprendió.
Hablaba bajito, pausado, reflexionando. Respetando a sus compañeros y naturalmente respetado por ellos. Fue referente indiscutido en barrios de Villa Celina, alterando, entre tomas de tierras, marchas y construcción política, la “tranquilidad” opresora de los punteros, peleando por la subsistencia de todos, siendo siempre el último en garantizar la propia. Uno de esos imprescindibles que hay de nuestro lado.
Lo conocimos como Iki, un nombre apropiado para un cacique popular incapaz de agachadas o decepciones morales. Un nombre con la sonoridad apropiada para esos duros que sin embargo aprendieron aquello de no renunciar a la ternura.
Murió el sábado, cuando todavía era un cuchillo exigente frente al espanto y la ruindad del capitalismo, cuando tenía el puño izquierdo preparado para despertarnos, cuando oteaba el horizonte para ver el futuro como sólo lo pueden ver aquellos convencidos que peor que los muchos fracasos resultan los pocos intentos.
Despedimos al compañero Darío Julián, Iki de la lucha y de la humildad. Secaremos nuestras lágrimas con la bandera de su ejemplo militante, que es la mejor manera de derrotar al olvido, esa segunda muerte que nos tiene preparada el sistema y que no podrá con él, definitivamente.