Nuestra opinión sobre la llamada reforma de la policía bonaerense siempre fue crítica. Nunca creímos que Arslanián lograra -como tampoco lo hizo su predecesor, el Dr. Luis Lugones- convertir agua en vino. Decíamos entonces que los cambios que se fueron implementando eran un retoque cosmético sin consistencia. Afirmábamos que el único motivo por el que Duhalde había decidido soltarle la mano, al menos en las declaraciones públicas, a su “mejor policía del mundo” era el desprestigio -medido en términos electorales, por supuesto- que él sufría por su causa, en medio de la contienda con Menem por la candidatura presidencial y la jefatura de su partido.
Nunca emitimos opinión acerca de los civiles, en su mayoría destacados criminólogos y abogados vinculados a algunos organismos de Derechos Humanos, que aceptaron colaborar. Aunque nuestra concepción sobre la relación de los organismos de DDHH y el Estado hizo que nos negáramos expresamente a participar, no quisimos discutir las intenciones individuales. En casos puntuales nos consta la buena fe de algunos que creyeron que “cambiaban la historia” desde el Instituto Provincial de Política Criminal o sus cargos como Interventores Civiles departamentales. La subjetividad de los individuos es un elemento indiferente a la hora de juzgar el resultado concreto de una política de Estado. Y lo concreto es que la “reforma” demostró haber sido un paso adelante, sólo para tomar carrera desde más lejos en su actual salto represivo hacia atrás.
Como lo prueban los acontecimientos de las pasadas semanas, la reforma sólo consistió en un cambio de hombres y nombres, sin modificar su estructura funcional al sistema. En las primeras listas de cesanteados encontramos, por ejemplo, una buena cantidad de policías que estaban procesados, prófugos o condenados desde hacía años acusados de homicidio o de torturas seguidas de muerte , que hasta ese momento seguían revistando en la fuerza y cobrando sueldo. El resto de los cesanteados respondía a la interna de poder entre los distintos sectores policiales resultante del recambio de la cúpula bonaerense, y los consecuentes “pases de facturas”.
La reincorporación de los pasados a disponibilidad -o parte de ellos-; la designación como Ministro de Justicia y Seguridad de un hombre vinculado a lo peor de la Bonaerense y portador de muchas denuncias por su desempeño antidemocrático como juez; la reaparición en escena de personajes como el Chorizo Rodríguez, Naldi o Lugos, y el nombramiento de comisarios de su troupe en cargos claves, es sólo la consecuencia lógica del proceso. No es que la “reforma” no alcanzó sus objetivos, o que Arslanián “no supo o no pudo profundizarla”. Aquello se hizo entonces para poder hacer esto ahora, pero con mayor consenso social.
A fines de 1997 la crisis de legitimación del aparato represivo era tan generalizada, que tenían que cambiar algo, para poder conservar todo. Simultáneamente con el anuncio de la “reforma” fuimos sometidos a una feroz campaña que, al grito de “Crece la Delincuencia”, instaló expresiones como mano dura, tolerancia cero y por último meter bala sin piedad. Mientras nos contaban que la policía se depuraba, exhibían cuanto hecho criminal pudiese ocurrir en primerísima plana, generando terror social en los sectores más manipulables de la opinión pública.
Los mismos medios de comunicación que hoy se horrorizan con los antecedentes del Dr. Lorenzo o con el pacto con los jefes de la maldita policía, deberían preguntarse qué hicieron para facilitar la relegitimación social de la represión. Deberían revisar los motivos que los llevaron, durante casi tres años, a esconder en las últimas páginas, o directamente no publicar, las denuncias -y hasta las condenas- por gatillo fácil y torturas, mientras titulaban “Ola de Criminalidad” en tamaño catástrofe, fuera el “caso” del día un homicidio en ocasión de robo, o un marido celoso que había matado al amante de su mujer.
Deberían contestar por qué se olvidaron del Cabo Ayala una vez que se supo que su homicida en aquel asalto en Saavedra era otro policía, o por qué la noticia de la muerte y el entierro del cabo Giménez ocupó horas de televisión, y la detención de su asesino, un policía bonaerense recientemente cesanteado, sólo obtuvo cuatro líneas en las “breves” de un matutino. Deberían dejar de disimular que los crímenes más graves tienen, siempre o casi siempre, la participación de miembros de las fuerzas de seguridad del Estado, del poder político o del poder económico. El mayor atentado contra la seguridad del pueblo es la impunidad de esos criminales: los genocidas de ayer, los represores y asesinos de hoy, los grandes ladrones como Pou o Moneta, y los policías u otros servicios que organizan robos, proveen las armas, liberan zonas, hacen la inteligencia, venden los planos de las alarmas, dirigen las súper bandas o directamente protagonizan los hechos. Para ellos exigimos nosotros mano dura y tolerancia cero, que es simplemente la estricta aplicación de la ley y la plena vigencia de sus derechos para los pobres, los excluidos y los represaliados.
La “maldita policía” y la “inseguridad” no son dos nuevos demonios, ni dos males antagónicos entre los que hay que elegir, con el falso axioma de que si se combate uno crece el otro. A menudo son lo mismo. Y ninguno se resuelve sin transformar profundamente el sistema social en el que vivimos.
María del Carmen Verdú
CORREPI (Coordinadora Contra la Represión Policial e Institucional)