En el número anterior del Antirrepresivo expresábamos preocupación por los proyectos oficial y de la oposición de disminuir la edad punible y tomar otras medidas para reprimir la delincuencia juvenil. (Recordemos que el “terrible flagelo” de la inseguridad tuvo por varios meses en el banquillo de los acusados a los menores de edad.)
Quedó pendiente el análisis sobre las condiciones en que los chicos que ya se encuentran privados de su libertad soportan este castigo. Es decir, si se recurre a nuevas leyes para retener más menores entre las redes del sistema punitivo, el encierro representaría al menos una solución para los que, atemorizados, viven del lado de afuera de las rejas o al menos, para que los cautivos “reencaminen” sus vidas.
Antecedentes históricos: ¿Qué hay de nuevo?
Se podría partir de evaluar el proceso por el cual el Estado monopoliza la facultad de castigar. A principios del siglo XIX se crea esta nueva metodología de castigo llamada prisión. Luego de abolidos los suplicios, se desarrolla una teoría humanitaria que da lugar a un proceso en el cual el castigo tenderá a convertirse en la parte más oculta del procedimiento penal. El ceremonial de la pena tiende a entrar en la sombra, se trata de no tocar el cuerpo, o de tomarlo como instrumento o intermediario para lograr herir algo que no es el cuerpo mismo: al intervenir en él encerrándolo o haciéndolo trabajar, se priva a la persona de un derecho o un bien , la libertad, que en ese momento ya era considerada como tal. Como dirá Foucault en “Vigilar y Castigar”, el castigo pasará a ser “una economía de derechos suspendidos”.
Al mismo tiempo, se produce una nueva definición de criminal: es quien damnifica o perturba a la sociedad, el “enemigo social”.
Es que durante el ascenso de la burguesía al poder, el discurso de legitimación debía estar dirigido a hacer desaparecer el poder soberano y controlar a las masas populares que comenzaron a demostrar su disconformidad y amenazaban con desestabilizar el esquema propuesto. Era necesario que el Estado, en vez de vengarse, comenzara a castigar. La acumulación de capital ya no sólo monetario, el desarrollo de la producción, entre otras causales, provocan nuevas formas de criminalidad que se relacionan con una valorización jurídica y moral más intensa de las relaciones de propiedad: se produce una tendencia creciente de delitos contra la propiedad disminuyendo los delitos de sangre.
El recién estrenado sistema capitalista debe defenderse de las depredaciones implementando un sistema por medio del cual la clase dominante pudiera ejercer el poder punitivo y el control sobre la población, desde el momento que el estado puede castigar a quien no comparte los valores que la sociedad mercantilista impone.
En este contexto histórico surge la pena de prisión.
El sistema vigila al individuo, analizando qué puede hacer en el futuro según las virtualidades de su comportamiento actual. Se trata de una noción de peligrosidad cuyos mentores son una clase ya establecida en el poder y que no quiere arriesgar dicho status.
Las instituciones “totales” (penitenciarías, conventos, colegios, talleres) tienen como característica la posibilidad de inducir en el individuo un estado consciente y permanente de visibilidad que garantiza el funcionamiento automático del poder. Como señala Foucault en la misma obra “que la perfección del poder tienda a volver inútil la actualidad de su ejercicio”
La eficacia del poder, su fuerza coactiva, van pasando al otro lado: el que está sometido a la vigilancia y lo sabe, reproduce por su cuenta las coacciones del poder. Por esto el poder externo puede aligerar su peso, y con el tiempo, se van adquiriendo más profundamente sus efectos. Este mecanismo se difunde en el cuerpo social con vocación de volverse en él una función generalizada.
La prisión, con la tecnología correctiva que trajo aparejada, realizó la torsión del poder codificado de castigar en un poder disciplinario de castigar, hasta el punto que los castigos universales de las leyes se aplican selectivamente a ciertos individuos y siempre a los mismos.
¿Y por casa, cómo andamos?
Una lectura distraída del párrafo anterior permite concluir que durante dos siglos hemos sido víctimas de un sistema coercitivo organizado en función de la necesidad de una clase poderosa de lograr un eficaz control social. Podemos concluir que la peligrosidad sigue partiendo de las clases humildes, desposeídas, desocupadas, (y por qué no, cansadas). Podemos concluir que los discursos de legitimación de legislaciones más duras y represivas, siguen teniendo como blanco captar un mayor número de votantes aterrorizados (consenso social por medio de la alarma) y como chivo expiatorio, el mismo sector de población con sus necesidades básicas insatisfechas.
Si así no fuera, ¿por qué, caminando por los pasillos de Tribunales, los detenidos y esposados que se ven son siempre morochos, jóvenes y de pocos recursos? ¿Por qué nuestros jueces de menores procesan y condenan a niños pobres a mansalva, en vez de ejercer su función que es la de protegerlos? ¿Por qué las cárceles de la Nación no son ni limpias, ni sanas ni para seguridad sino para castigo de los “reos” detenidos en ellas y que las sufren hacinados y en condiciones de subsistencia inhumana? ¿Por qué los chicos pobres que están (momentáneamente) en libertad le temen a la policía, aún si no están haciendo nada “sospechoso”? ¿Por qué la policía que mató a Eduardo … e hirió a sus amigos el 30 de enero pasado les preguntó antes de iniciar una balacera interminable si eran de la villa “La Catanga”?
Mientras estos jóvenes feos sucios y malos estén tras las rejas, la tranquilidad de la clase media no peligra. Y siguen votando a De La Rúa, por supuesto. O en su versión más radicalizada, combatiendo el crimen con un sufragio a favor de Ruckauf.
La jaula por dentro
En los centros de detención de menores de la Ciudad de Buenos Aires, por ejemplo, los jóvenes duermen en celdas diminutas, con ventanas pintadas para que no entre la luz y no se contacten con el exterior. Son lugares húmedos, cuyos baños no tienen siquiera cadena para vaciar el depósito, la instalación eléctrica tiene más de 100 años, no hay suficiente ventilación, pero lo que funciona a la perfección son las puertas enrejadas. No se respeta la intimidad de los chicos, las duchas son comunes y ocupan el mismo espacio físico que las letrinas. No tienen la posibilidad de hablar por teléfono público, y sólo tienen permitido una vez por semana hablar desde un teléfono de administración durante 6 minutos.
Además, lo que provoca una mayor desesperación, no existen los denominados “programas de resocialización”, léase escolarización, talleres de oficio, recreación, etc. Pueden salir a un patio techado 90 minutos al día divididos en dos “recreos”, es decir que no ven la luz del sol ni respiran aire puro durante todo el tiempo que dure la reclusión. La inactividad de los jóvenes es una constante. Tienen clase durante 45 minutos diarios durante el período lectivo y NADA durante los 3 meses que dura el receso escolar. La lectura está prohibida dentro del pabellón; sólo se permite en la biblioteca porque los guardias argumentan que los libros “pueden ser usados como arma de guerra” (de una investigación de Mariana Carbajal para Página/12)
No se preserva el derecho de los chicos a su identidad: muchos de los que se encuentran tras las rejas o al cuidado de organismos estatales, no tienen documento.
Este sistema provoca casi automáticamente la reincidencia de sus víctimas, al no conocer cuando egresan, otras técnicas que las criminales, al haber estado tanto tiempo encerrados dedicados al ocio, al haber recibido tantos golpes por parte de sus cuidadores y de la sociedad indiferente, por no creer en una salida alternativa, por vivir entre barrotes desde edades muy tempranas y salir así, sin elementos a un ambiente que les es desconocido y adverso. Las estadísticas confirman que el 84 % de la población carcelaria adulta, pasó antes por institutos de menores, de seguridad o asistenciales. Los mismos menores actualmente encerrados, acumulan en su mayoría otras estancias en centros de reclusión de menores. Hay chicos que ingresan al año por un ama externa (familias que se hacen cargo de menores de 2 años a cambio de un subsidio) y tienen ya 14 años de institucionalización. A los hermanitos que ingresan juntos, los separan y no se trabaja en la revinculación familiar, ni en darlos en adopción ubicando a la madre para su consentimiento. No se respeta, al institucionalizarlos, la zona donde vivían, se derivan como presos donde existan camas, impidiendo así las visitas y el contacto con la familia. Las políticas respecto a cada niño se fijan a través del legajo. Cuando se interna a un niño, no lo vuelve a ver nadie.
El hacinamiento es otra de las graves constantes. En el Roca, por ejemplo, duermen 180 chicos cuando su capacidad es de 120. En el Agote, actualmente hay alojados 57 chicos donde entran 45.
Alrededor de 5000 chicos dependen de un sistema que sólo asegura la cronicidad de su conducta y por ende, de sus encarcelamientos. Que paga entre 400 y 700 pesos por chico a los organismos que los alojan y sólo 300 pesos a familias numerosas con dificultades económicas. Que ni siquiera controla a estos organismos, cuando por el dinero que reciben, se podría dar un subsidio a las familias para que no opten por internarlos. Que a algunos de los hogares de convivencia privados les abona en algunos casos 1200 pesos por mes por chico, siendo desigual el pago y arbitraria la determinación. Que propone como egreso más común, la fuga. Que deja pasar toda la infancia y la adolescencia de estas personas sin tener ni siquiera planteada una estrategia sobre su futuro.
De estos 5000 chicos, 2535 están institucionalizados: 445 en centros de reclusión, 598 en institutos asistenciales, 544 en amas externas, 948 en hogares dependientes del Consejo del Menor y la Familia o privados.
El compromiso internacional
Este panorama no sólo denota una afectación de la vida de los jóvenes hasta tornarla desgraciada, peligrosa y triste. No sólo eso, que ya es suficiente. Nuestro país se comprometió con la comunidad internacional a tutelar los derechos de los menores a través de tratados cuyo objetivo es garantizar en todos los países miembros (los que suscriben el tratado) que estos derechos se cumplan efectivamente. En la Convención sobre los derechos del niño, que se proclamó como derecho supralegal (constitucional, de máxima jerarquía dentro del ordenamiento jurídico) al incorporarse en el art. 75 inc. 22 de la constitución nacional, dice: Los Estados partes velarán por que:
a) Ningún niño sea sometido a torturas ni a otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes…
b) Ningún niño sea privado de su libertad ilegal o arbitrariamente. La detención, el encarcelamiento o la prisión de un niño se llevará a cabo de conformidad con la ley y se utilizará tan sólo como medida de último recurso y durante el período más breve que proceda.
c) Todo niño privado de libertad sea tratado con la humanidad y el respeto que merece la dignidad inherente a la persona humana, y de manera que se tengan en cuenta las necesidades de las personas de su edad. En particular, todo niño privado de libertad estará separado de los adultos, a menos que ello se considere contrario al interés superior del niño, y tendrá derecho a mantener contacto con su familia por media de correspondencia y de visitas, salvo en circunstancias excepcionales.
d) Todo niño privado de su libertad tendrá derecho a un pronto acceso a la asistencia jurídica y otra asistencia adecuada, así como derecho a impugnar la legalidad de la privación de su libertad ante un tribunal u otra autoridad competente, independiente e imparcial y a una pronto decisión sobre dicha acción.”
Todos estos derechos son sistemáticamente violados por los organismos gubernamentales llamados a velar por ellos. Y la sociedad adulta mira a un costado o se tranquiliza porque algún punguista se encuentra lejos de su billetera.
Preguntas finales:
Ante este estado de cosas, podemos seguir criticando, filosofando, encontrando algún informe en un diario y agarrándonos la cabeza. Mientras, miles de niños pierden su infancia asfixiados en un calabozo o se fugan para ser asesinados en un “enfrentamiento” acorde con nuestra definición de gatillo fácil. La sociedad adulta se lava las manos calificando como único recurso para lograr la “seguridad”, el encierro. En la nota anterior sobre menores, citamos un párrafo de Lloyd Demause que decía que el adulto proyecta en el niño sus frustraciones y sus miedos y que, incapaz de satisfacerlas, lo convierte en un objeto e intenta acallar o reprimir todo lo que le parece peligroso en él. Esto se traslada a las leyes. Un Estado que no atiende las necesidades de los niños luego debe reprimirlos y encerrarlos para no enfrentarse cotidianamente con su propio fracaso. Las leyes obedecen a este paradigma social de considerar a los niños como objetos, y de hecho, para protegerlos los criminaliza. Nos preguntamos qué responsabilidad reconocen los adultos en las conductas de los menores que deben salir a la calle sin otra expectativa que la de conseguir un arma para robar con mejores resultados. Nos preguntamos esto porque nuestros compañeros que trabajan en barrios carenciados conocen este dilema al querer acercarse a los chicos para brindarles un marco de contención, alguna salida distinta a la criminalidad. La sociedad no se las da. El estado mucho menos. No ven otras oportunidades de no pasar hambre. Sus padres están desempleados o subempleados y las mafias les ofrecen jugosas promesas a cambio de salir a robar y de consumir droga.
¿ Y la seguridad jurídica? ¿Esa que nos garantiza un trato igualitario para todos los niños, sean hijos de quien sean, y provengan de donde provengan? ¿La que nos garantiza la plena vigencia de los derechos constitucionales? ¿La que debe existir y cuyo garante es el estado a través de sus organismos descentralizados como el Consejo del Menor y la Familia o a través de la justicia, como la de menores?
Conocemos fuerzas de seguridad eficaces para matar delincuentes en enfrentamientos y de paso, pegarle algún tiro o matar a los rehenes, pero que no conocen la reglamentación en cuanto a la protección de los niños de la calle y los detienen por vagancia, toleran bandas que los explotan y los prostituyen, a veces cobrando parte de los réditos. Conocemos estadísticas de la justicia de menores que en vez de cumplir con su función de proteger al menor, lo condena al encierro promoviendo el éxito de su carrera criminal. Conocemos todas estas vejaciones de las que es objeto el menor institucionalizado y a sus responsables. Pero los adultos que deben velar por el futuro de los niños que los suceden, no son capaces de tener una mirada distinta que la que nace de la conveniencia de no reconocer sus propios errores y de demandar una mayor represión para los chicos que no conocen otro mundo que el que les ofrecen los mayores.