CORREPI - Coordinadora Contra la Represión Policial e Institucional

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INFORME 2003 SOBRE LA SITUACIÓN DE LOS DERECHOS HUMANOS EN ARGENTINA – ROL DE LAS FUERZAS DE SEGURIDAD

16.02.04

Sumario:
1. Introducción
2. Represión para el control social:
2.1. Gatillo Fácil (fusilamientos, encubrimiento, otras modalidades, escuadrones de la muerte)
2.2. Tortura
2.3. Detenciones Arbitrarias
3. Unas palabras sobre el Poder Judicial
4. Represión y Criminalización del conflicto social : Persecución judicial, Represión y muertes en movilizaciones, Amenazas e intimidaciones
5. Militarización de la represión
6. Organización popular contra la represión

1. Introducción:
El retorno al funcionamiento de las instituciones constitucionales en 1983 significó una enorme esperanza para el pueblo argentino, rápidamente frustrada frente al continuismo de un sistema político, económico, social y jurídico injusto, que institucionalizó la impunidad y conservó el aparato represivo, adaptándolo a las necesidades de la nueva etapa de democracia formal.
Las policías –federal y de las provincias- son noticia cotidiana por las torturas que se ejecutan en comisarías, por las detenciones arbitrarias de que son objeto diariamente miles de jóvenes y personas humildes y por los numerosos muertos del “gatillo fácil”. Las crecientes luchas sociales son reprimidas mediante el envío de “tropas especiales”, y los “servicios de inteligencia” -prácticamente intocados desde 1976- continúan con su labor de espionaje y hostigamiento a adversarios políticos y luchadores populares.
La administración de justicia goza de un creciente desprestigio, originado en su cada vez más abierta complacencia con las necesidades políticas del sistema. En las cámaras legislativas sólo han prosperado, en los últimos diez años, los proyectos restrictivos en materia de libertades individuales.
A ello se suma el llamado “discurso de la inseguridad”, que manipulando la opinión pública contribuye a identificar la delincuencia con los sectores pauperizados. La teoría de que para garantizar la seguridad de los ciudadanos se requiere “mano dura” se afincó definitivamente a fines de los ‘90, cuando el país se convirtió en terreno experimental para la doctrina de la “ventana rota” y otros emergentes de las usinas de pensamiento norteamericanas con William Bratton a la cabeza. Con el pretexto de los delitos contra la propiedad se fogonea desde los medios oficiales u oficiosos a las capas medias, buscando obtener y ampliar el consenso para facilitar el control social y la represión.
Pero la “guerra contra el delito” no está sola: a medida que crece la resistencia popular a las políticas socio-económicas de exclusión, aumenta la necesidad del sistema de ejercer el disciplinamiento a través de nuevas formas represivas, que se descargan contra quienes confrontan este sistema de hambre y exclusión. En este sentido, se ha generalizado lo que llamamos la “criminalización de la protesta”, mientras también avanza la represión directa contra militantes y organizaciones.
La República Argentina es signataria de la CONVENCION CONTRA LA TORTURA, de la CONVENCION INTERAMERICANA SOBRE DERECHOS HUMANOS, de la CONVENCION SOBRE DERECHOS DEL NIÑO y de otros tratados internacionales que, incluso, tienen desde la reforma constitucional de 1994 jerarquía de norma suprema en nuestro país. Nuestros textos legales se inscriben en la tradición garantista desde antes de la completa institucionalización del país, al punto que ya en a principios del siglo XIX fue abolida la tortura, entre otras aberrantes prácticas desterradas por la Asamblea del Año 13.
Sin embargo, esa supremacía formal no se traduce en una política de prevención por parte del Estado Argentino de la tortura, ni de homicidios y desapariciones cuya autoría es imputable a funcionarios de las fuerzas de seguridad federal y provinciales. Tampoco, acreditada la comisión del delito, sobreviene indefectiblemente el condigno castigo a los responsables. Por el contrario, de manera sistemática demuestra el estado argentino no sólo su desinterés por erradicar prácticas violatorias de los DDHH, sino un alto grado de aquiescencia que sólo puede atribuirse a la decisión institucional de brindar aval político a los perpetradores y que se realiza en la práctica a través del encubrimiento oficial que garantiza, aun cuando el hecho sea detectado, el máximo nivel posible de impunidad.
Entendemos que en la actualidad los sectores populares padecemos la combinación de dos metodologías relativamente diferentes. Aunque existen, entre ambas, zonas grises que impiden una diferenciación absoluta y tajante, lo cierto es que el distingo resulta ilustrativo para comprender las nuevas formas de control social, en permanente evolución.
Por un lado, las detenciones policiales arbitrarias, las torturas y maltratos en dependencias policiales o los homicidios del “gatillo fácil” y las desapariciones forzadas de personas, son prácticas que se descargan en forma indiscriminada en los barrios pobres, sobre los sectores juveniles y sobre minorías marginadas buscando infundir el temor a la “autoridad”, terror y disciplinamiento social. Se trata de violaciones a los más elementales derechos humanos de las que son víctimas actuales o potenciales millones de personas, sin otro criterio de selectividad que la pertenencia de la víctima las capas sociales oprimidas que deben ser controladas y disciplinadas.
Por otra parte, avanza en nuestro país la aplicación de lo que podemos llamar la represión contra quienes enfrentan el sistema, aunque sea en el marco de un pequeño reclamo concreto. Es amenazante y masiva la presencia policial en movilizaciones sociales; se incrementa el hostigamiento de las fuerzas de seguridad a dirigentes o militantes sindicales o sociales; se impone un discurso intolerante y amedrentador hacia los que demandan por salario, empleo o educación; se inician múltiples causas judiciales a protagonistas de demandas sociales por delitos supuestamente cometidos en razón de las protestas; ha ido en aumento el encarcelamiento de militantes por razones políticas, etc. Se trata de un accionar dirigido a sectores populares organizados, por lo general protagonistas de reclamos sociales, muchas veces con cierto desarrollo político.
Entre ambas vertientes represivas se ubica el desarrollo del discurso oficial sobre la denominada “inseguridad”, apelando a teorías importadas de los think tanks de Manhattan como la “tolerancia cero” que buscan consenso social para políticas de endurecimiento del sistema penal (”mano dura”). Así, mientras el Estado Social desaparece y millares se hunden en la exclusión, crece de modo inversamente proporcional el Estado Penal. En este aspecto, es creciente en todo el país el número de “sospechosos” de haber cometido un delito, las más de las veces un delito menor contra la propiedad, que son fusilados encontrándose desarmados, o incluso reducidos por la policía.

2. Represión para el control social: Denominamos así las diversas formas que adoptan las políticas represivas del estado en su búsqueda por lograr mayor control social, y que se descargan prioritariamente sobre los sectores más desprotegidos (los jóvenes, los pobres, los discriminados por diversos motivos, etc.). Este tipo de represión cotidiana, cuya aplicación ha ido en franco aumento desde 1983, es principalmente ejercido por las policías –federal y provinciales-, aunque en los últimos tiempos es cada vez mayor la intervención de gendarmería y prefectura en esa suerte de “primera línea de fuego”, con presencia permanente en las calles.

2.1: GATILLO FACIL: A pesar de los denodados esfuerzos de una buena parte de la clase política argentina, en nuestro ordenamiento jurídico no existe la pena capital, y como país firmante de la Convención Interamericana de Derechos Humanos -incorporada a la cúspide de la pirámide jurídica con jerarquía constitucional-, tenemos vedado reimplantarla.
Sin embargo, las fuerzas policiales emplean cotidianamente la pena de muerte en las calles de todo el país. Denominamos “gatillo fácil” a las ejecuciones que configuran la aplicación por parte de la policía de la pena de muerte extra-legal. Se trata de “pseudoenfrentamientos” en los que se pueden distinguir dos etapas sucesivas en la perpetración del delito: el fusilamiento propiamente dicho, y el posterior encubrimiento.
EL FUSILAMIENTO: Prácticamente en todos los casos el hecho es relatado por los policías intervinientes de la misma manera, justificando su “legítimo accionar” en la agresión previa por parte de la víctima, que siempre es referida como “delincuente de frondoso prontuario” y quien, indefectiblemente en los partes policiales, disparó primero.
Sugestivamente, y como se ha señalado en infinidad de relevamientos estadísticos, hay datos objetivos que tornan inverosímil la repetida versión del enfrentamiento. La desproporción numérica entre los muertos civiles y policiales lleva a dos posibles conclusiones: o tenemos la policía con mejor puntería del universo, o ellos son los únicos que disparan. También es llamativo que no exista relación en la cantidad de muertos y heridos no uniformados. La casi inexistencia de sobrevivientes civiles en estos supuestos tiroteos demuestra que la policía tira a matar, sin efectuar disparos disuasivos ni a lugares no vitales del cuerpo, de modo de no tener que cargar con molestos testigos. En gran número de casos, aun los que la propia policía confiesa “accidentes”, argumentando armas que se caen al piso, golpean contra paredes, o se disparan en un forcejeo, es notable que las balas impacten en la sien, la nuca o la espalda, volviendo imposible la tesis del enfrentamiento.
EL ENCUBRIMIENTO: Inmediatamente después de cometido el delito, comienza la segunda etapa, destinada a garantizar la impunidad del camarada que “puso” a uno. Es indudable la existencia de un espíritu de cuerpo que se patentiza en los primeros informes de quienes arriban al lugar del hecho cuando las muertes ya se han consumado. Si el homicida no tiene un arma de más para “plantársela” al muerto, son sus colegas quienes la proveen, como se ha probado en muchos casos. A estas armas plantadas se suman a veces, por aplicación de la tesis de la “culpabilización de la víctima”, sobres conteniendo alguna pequeña dosis de drogas, tucas, ganzúas, y hasta efectos robados.
Es un clásico que en la instrucción inicial del caso, se consigne de inmediato que no se encontraron testigos del hecho, sin que conste diligencia alguna para hallarlos; así como que quienes espontáneamente se presenten para declarar sean rechazados con un elegante “ya los van a citar”.
La medida del encubrimiento da la pauta del carácter institucional de estos hechos, en los que el sumario policial -en particular en las provincias en las que instruye la policía- en lugar de investigar propone y da por cierta la tesis del enfrentamiento.
De la misma forma que se planta evidencia de lo inexistente, se destruye la que pudiera echar luz sobre el asunto. Así, es frecuente que los cuerpos sean lavados evitando toda posible prueba de deflagración de pólvora en las manos, que se limpien las armas, impidiendo saber si fueron disparadas o si tienen huellas. También hemos verificado casos de espontánea reproducción de la cantidad de proyectiles intactos en las armas policiales en el trayecto hasta la oficina pericial, o la repentina aparición de averías en armas o proyectiles recuperados inexistentes en el momento del hecho. Estos homicidios han crecido enormemente en los últimos tiempos, de la mano de las políticas resumidas en el “hay que meter bala a los delincuentes” .
Finalmente, y ya en el marco de las causas penales, la complicidad abierta o la ineficiencia oportuna de peritos y jueces permite la manipulación desembozada de las pruebas, derivando muchas veces la investigación en causas seguidas contra la víctima, cuyos antecedentes se rastrean hasta el infinito.
OTRAS MODALIDADES: Además de la clásica situación del gatillo fácil, existen variantes que denominamos “gatillo fácil culposo” y “gatillo fácil deliberado”, extremos opuestos de una misma política. En el primer caso, se trata de víctimas ajenas a un hecho real, que resultan muertas debido al desprecio por la vida humana de los uniformados, quienes no toman precaución alguna al desenfundar para proteger a los transeúntes. En el segundo, estamos ya frente a la deliberada eliminación de quienes representan un riesgo para algún colega, generalmente testigos de hechos de gatillo fácil.
ESCUADRONES DE LA MUERTE: En el curso de los años 2000 y 2001, y a partir de la investigación realizada en torno a seis causas judiciales de la misma zona en las que todas las víctimas tenían relación entre ellas, pudimos probar que por lo menos en el norte del conurbano bonaerense (Partidos de San Fernando y Tigre) existen escuadrones de la muerte en actividad. Logramos exponer a uno de ellos, integrado por policías del Comando Patrullas de Tigre y la Comisaría 3ª de Don Torcuato, responsables de siete muertes.
La existencia de un escuadrón dedicado a ajusticiar adolescentes ladrones en la zona norte fue reconocido por la Procuración General de la Suprema Corte Bonaerense, y descripta en un informe publicado en julio de 2002 como “modus operandi producto de la actividad ilegal de policías y agencias de seguridad que cobran a los vecinos de barrios de clase media y countries para preservar el orden y alejar ladrones”. En cada caso de la lista de víctimas los nombres de los policías se van alternando, pero siempre pertenecen al mismo grupo.
Fue más que llamativo el rol de los fiscales que llegaron al lugar de los presuntos enfrentamientos, y que renunciaron de antemano a investigar oda hipótesis diferente a la versión policial. Se trataba de fiscalías locales, descentralizadas, cuya connivencia con los policías motivó por parte del fiscal general de San Isidro una resolución que los excluye de toda investigación cuando los imputados son funcionarios policiales de la misma jurisdicción.
En dos de las causas hay policías detenidos y otros prófugos, y en uno de los allanamientos domiciliarios se encontraron fotos tomadas a los menores instantes antes de ser fusilados, en las que aparecen golpeados, con las manos atadas a la espalda, en un descampado. Se encontró también el arma que disparó los proyectiles “plantados” en uno de los hechos, y que fueron usados para justificar que el menor estaba armado.
MÁS DE MIL TRESCIENTOS MUERTOS EN “DEMOCRACIA”: Hemos recopilado en un archivo gran parte de los casos que, desde 1983 al 26/11/02 resulta en la cifra de 1.300 hechos verificados, con el escalofriante promedio para el año 2002 de más de 15 muertos por mes a manos de las Fuerzas de Seguridad Argentina. Cabe aclarar que sólo incluimos aquellos casos en los que, indiscutiblemente, la víctima fatal estaba desarmada y no revestía peligrosidad alguna para el funcionario público o para terceros al momento de ser ultimado, y sabemos que -en especial en los años ‘80, de los que contamos con pocos datos- resulta imposible asegurar que éstos sean todos los casos realmente ocurridos.
DESAPARICIONES: Con similar metodología a la aplicada durante la dictadura militar, siguen ocurriendo en Argentina desapariciones de civiles a manos de integrantes de las Fuerzas de Seguridad, en especial de la policía. En la mayoría de los casos, se trata de personas arbitrariamente detenidas que han sido torturadas o asesinadas en dependencias policiales, cuyos cuerpos se hacen desaparecer para evitar la investigación.

2.2: TORTURA: Desde lo legislativo, la tortura es un delito grave, penado con la misma escala que el homicidio en su forma simple (de 8 a 25 años de prisión o reclusión), aumentando el mínimo en dos años cuando resultan lesiones gravísimas, y reprimido con prisión o reclusión perpetua cuando el resultado es la muerte.
Sin embargo, junto a la figura de la “tortura” coexisten tipos penales atenuados, como los apremios ilegales y las severidades que tienen penas de un máximo de 5 años de prisión (6 en la forma agravada por el resultado). El máximo de la pena impuesta habilita a la inmediata excarcelación de los imputados, y a una eventual condena de ejecución condicional. Son muchísimos los casos que, siendo sin dudas aplicación de tormentos, son tipificados judicialmente como apremios o severidades y resultan penados con insoportable levedad, o directamente resultan impunes debido al corto plazo de prescripción de la acción dada la pena prevista.
Así, podemos ejemplificar que, según un informe de la Procuración General de la Nación publicado por el diario Clarín en enero pasado, durante el año 2000 en la Justicia de Capital Federal se recibieron 676 denuncias de apremios ilegales, torturas y privación ilegal de la libertad. Pero sólo cuatro llegaron a la etapa de juicio oral y no hubo condenas. El panorama de los primeros seis meses de 2001 repitió la tendencia: de las 271 causas iniciadas de enero a julio apenas se concretaron dos juicios orales y una condena.
El promedio de procesos por violación a los derechos humanos indica que muy pocas logran esquivar el archivo: sólo 1 de cada 200 prospera, mientras que en el resto de los delitos la proporción es de 4 de cada 100. Dicho de otro modo, el índice de esclarecimiento de las causas por violaciones a los DDHH es del 0,5 % y el de los delitos comunes del 4 % (fuente: Diario Clarín, 23/07/02).
No es más alentador el panorama en el interior del país. En la provincia de Buenos Aires, la más poblada del país y la que cuenta con el cuerpo policial más numeroso (más de 50.000 efectivos), se verificaron oficialmente 1236 casos de torturas en comisarías y cárceles desde marzo de 2000 (Banco de Datos de la Cámara de Casación).
Desde 1983 a la fecha de este informe hubo en todo el territorio nacional sólo 7 condenas a prisión perpetua por el delito de tortura seguida de muerte (Casos Durán, Sargiotti, Bouchon, Pazos, Figueredo, Campos y Bru). El resto de las causas han sido sobreseídas o se condenó por delitos menores.
Muchas veces los propios jueces se encargan de forzar los textos legales para condenar por homicidio simple o por homicidio en riña las torturas seguidas de muerte, evitando las condenas a prisión perpetua, o como en el caso Domínguez Domenichetti, condenar por torturas pero dejar impune la muerte, con el argumento absurdo de que como eran varios pegándole no se pudo discernir cuál de los torturadores aplicó el golpe que resultó fatal. El año pasado, por ejemplo, el tribunal oral nº 4 de San Martín condenó a un cabo de la policía (Juan Carlos Botrón) a la pena de 5 años de prisión por apremios ilegales y vejaciones, cuando se acreditó en el juicio que junto a otro oficial que se encuentra prófugo (Marcelo Palleroni) torturaron a siete jóvenes con golpes y submarino seco en el curso de escasas 48 horas. El fiscal había solicitado 18 años de prisión y la querella representada por abogados de CORREPI, 24 años.
Otro problema constante es que las torturas se cometen –por su propia naturaleza- en el interior de dependencias policiales o carcelarias, por lo que la prueba del hecho es sumamente difícil. Aunque las lesiones estén acreditadas, la arbitrariedad con que la propia policía preconstituye los elementos probatorios que pondrá a disposición del juez impide salvo excepciones develar la verdad. Inmediatamente la maquinaria del encubrimiento se pone en marcha, utilizando alguno o todos los siguientes recursos:
a) Lavado o limpieza del cuerpo, en especial para eliminar rastros de aflojamiento de esfínteres típicos de las largas agonías.
b) Cambio de la ropa de la víctima para evitar que se detecte el sudor, la sangre o los demás líquidos corporales liberados por el dolor (orina, semen).
c) Simulación de “suicidios” por ahorcamiento, caída al vacío o incineración -este último especialmente en el ámbito carcelario-.
d) Complicidad más o menos manifiesta de los auxiliares de la Justicia, como los médicos legistas, que sin demora certifican autopsias imputando la muerte a “sobredosis de drogas”, “coma alcohólico”, “descompensación del aparato cardiorrespiratorio”, etc. En igual o mayor medida se antedatan las lesiones, de modo que no coincidan con el tiempo de la detención, o se tergiversan sus causas.
e) Simulación de intentos de fuga o motines.
f) Presión sobre los pocos testigos civiles, normalmente otros detenidos.

2.3: DETENCIONES ARBITRARIAS: Las policías de prácticamente todo el país (federal y provinciales) tienen facultades que les permiten detener personas en forma arbitraria, sin intervención judicial inmediata y sin asistencia letrada. Se trata en algunos casos de las llamadas “contravenciones” o “faltas”, que tipifican como punibles conductas que no son delitos, conformadas por figuras descriptas de modo impreciso, tipos abiertos (”el que promoviere desorden…”), situaciones de peligrosidad sin delito, derecho penal de autor, etc.
En la Ciudad de Buenos Aires, a partir del debate público generado por el caso BULACIO, se llegó muchos años después a la derogación de los Edictos Policiales, y la sanción de un Código Contravencional, que si bien contempla ciertas garantías (como el control judicial) no reconocidas en el régimen de los edictos, mantiene algunas figuras ambiguas. Por lo demás, luego de su promulgación sufrió ciertas modificaciones sustanciales. La primera, a los cuatro meses de sancionado, esto es, el 2 de julio de 1998, incorporando el art. 71 de “alteración de la tranquilidad pública”. La segunda, el 5 de marzo de 1999, cuando se incorporó la oferta y demanda de sexo en la vía pública, ambas figuras imprecisas que continúan la “racionalidad” política autoritaria y positivista de los edictos policiales.
Son práctica habitual las “razzias”, que consisten en la detención masiva y programada de personas sin causa legal, o con base en la aplicación arbitraria de la ley. Sin analizar caso por caso la conducta de cada una de las personas (en función de leyes que fijan con antelación las causales de detención), la policía detiene en el mismo operativo un conjunto de personas que se encuentran en determinado lugar (partidos de fútbol, recitales de rock, locales de baile, etc.).
También es uniforme en el país la facultad policial de detener personas “para averiguar sus antecedentes”, invirtiendo en la práctica la garantía constitucional del principio de inocencia, pues la persona “demorada” (entre 10 y 24 horas, según la jurisdicción) en esas condiciones debe demostrar que no es requerida por la Justicia y que posee medios lícitos de vida. Es el “atinado criterio del funcionario policial” el que determina el “estado de sospecha” que origina la detención para identificar, sin control jurisdiccional alguno.
La justificación eufemística “establecer la identidad”, reposa sobre el discrecional criterio del policía interviniente y tiene, en realidad, un triple objeto:
• “Mejorar” los indicadores estadísticos en materia de seguridad (”realizar estadística”), demostrando con el elevado número de detenciones un nivel de efectividad en la labor de prevención del delito, siendo que las personas demoradas por esta causa rara vez tienen alguna vinculación con un hecho delictivo concreto y las detenciones casi nunca derivan en la afectación concreta a una causa penal preexistente, salvo cuando por casualidad se encuentra a un prófugo que nunca antes fue debidamente buscado.
• Imponer en los barrios y en los sectores sociales más desprotegidos el temor reverencial a los uniformados, que pueden realizar estas detenciones en cualquier momento y así implementar eficazmente una de las formas más extendida de control social a través de las policías.
• Recaudar ingresos ilegales, sea individualmente o para las denominadas cajas chicas policiales, a través del poder de hecho que ejercen los policías sobre quienes realizan trabajos irregulares en la vía pública: o sea vendedores ambulantes, prostitutas, o chicos que limpian vidrios.

Las detenciones por averiguación de identidad, de antecedentes o “para averiguar los medios de vida” aparecen con ligeras variantes en las leyes orgánicas de la mayoría de las policías provinciales. Entre ellas: la provincia de Buenos Aires (ley 12.155/88 art.9 inc.c); Catamarca (decreto-ley 4663/91); La Pampa (norma jurídica de facto nro. 1064); Santa Rosa (6 de abril de 1981. Texto ordenado decreto nro. 1244/95. Santa Rosa. 30 de mayo de 1995); Río Negro (ley 1.965 Viedma, 16 de abril de 1985); Salta (ley 6.192, 27 de octubre de 1983); San Luis (Ley Orgánica de Policía, Boletín Oficial, 5 de abril de 1972); Córdoba (ley 6.701); Mendoza (ley 6.722); Misiones (ley 3389); Santiago del Estero (ley 4.793).
Solamente en la ciudad de Buenos Aires se detienen centenares personas por día en averiguación de antecedentes, mientras que en la provincia de Buenos Aires es de aplicación permanente el Código de Faltas, además de la detención para identificar, lo que da un fabuloso total que supera las trescientas mil detenciones anuales.
Estas herramientas represivas, que en modo alguno tienen una función preventiva de la criminalidad, sirven como instrumento para aplicar el control social a los sectores más desprotegidos de la sociedad, a los jóvenes, los pobres, los inmigrantes de países limítrofes, y a quienes se ven obligados, para evitar la detención, a “contribuir espontáneamente con la cooperadora policial” como es el caso de prostitutas, travestis y vendedores ambulantes.
La intervención formal de un magistrado en uno u otro caso sólo sirve para legitimar el procedimiento, ya que esas intervenciones se producen tardíamente y sin tomar contacto de visu con el detenido. La mayoría de las veces, la intervención judicial se limita a una mera puesta en conocimiento, incluso posterior a la soltura del detenido, de que la detención existió, sin que exista un verdadero control jurisdiccional de la tarea policial. El contraventor, como el detenido para identificar, goza en la práctica de menos derechos que aquél que ha sido detenido por haber cometido un delito aún mas grave. No tiene, por ejemplo, derecho a contar con el inmediato contacto con un abogado de confianza.

En el caso de niños y adolescentes las causales de detención arbitrarias se amplían en gran medida. La ley 10.903 de Patronato de Menores habilita la disposición judicial de menores de edad sin justa causa y por tiempo indeterminado, violando las exigencias de la Convención sobre Derechos del Niño de Naciones Unidas. Tampoco existe regulación específica en materia de detención de niños y adolescentes que establezca la duración máxima de dicha medida y las medidas legales que necesariamente debe cumplir el funcionario que la adopta para que ésta no se torne ilegal por no cumplir con los procedimientos estrictamente previstos.

3. UNAS PALABRAS MÁS SOBRE EL PODER JUDICIAL:
Un obstáculo que encontramos permanentemente en la denuncia de estos casos ante las instancias regionales e internacionales es la existencia de una formal investigación judicial en el país, lo que muchas veces motiva que se omita toda medida con el argumento de que “un tribunal independiente entiende en la investigación”. “Entender” en la investigación, a veces, sólo significa recepcionar la denuncia y ordenar el archivo de las actuaciones sin producir actos investigativos. Otras veces, cuando los familiares de las víctimas logran constituirse en parte en el proceso, asumiendo el carácter de querellante o particular damnificado, “conocer” o “entender” implica, para la justicia argentina, desestimar cuanta medida procesal sea solicitada por el acusador privado, o en el mejor de los casos, proveer reluctantemente esas medidas, llegándose a veces, ante su insistencia, a algo parecido a la administración de justicia.
Muy pocas de esas causas han llegado, ante la inacción de los tribunales locales, a las instancias internacionales como la CIDH. El escaso número se debe fundamentalmente a la carencia de recursos materiales de las víctimas, sus familiares y las organizaciones populares que los patrocinan, para acceder a la jurisdicción internacional ante la rémora de la justicia nacional.
De manera recurrente se comprueba la selectividad de clase de la justicia argentina. Los pocos casos que han sido medianamente esclarecidos y sancionados sin el impulso preponderante del particular afectado corresponden a aquellas situaciones en que la víctima responde al paradigma de “ciudadano honesto”, es decir, a la clase media.
La utilización por parte del Estado Argentino de herramientas represivas como el gatillo fácil, la aplicación de torturas y las detenciones arbitrarias, todas ellas instrumentos de control social y disciplinamiento, es creciente. Las distintas modalidades que analizamos en este informe se aplican cada vez con mayor frecuencia, avaladas por el consenso obtenido en amplias capas sociales al amparo del discurso de la seguridad ciudadana que difunde doctrinas represivas como la mano dura, la tolerancia cero, la teoría de la ventana rota y otros emergentes de las tesis nacidas de los think tanks norteamericanos.

4. REPRESIÓN Y CRIMINALIZACIÓN DEL CONFLICTO SOCIAL:
Los gobiernos que se sucedieron desde 1983 desarrollaron políticas económicas y sociales que han dejado como saldo una Argentina con millones de indigentes, de desocupados y de subocupados. Nuestro pueblo no fue testigo pasivo del saqueo y la explotación. A lo largo de todo ese período, pero muy especialmente desde 1993, año en que se produce la rebelión bautizada popularmente como “Santiagueñazo”, se desplegaron todo tipo de luchas sociales en el país, protagonizadas por diferentes expresiones populares en defensa de legítimos derechos que se nos iban cercenando.
La expresión más elevada de esa resistencia que generó nuevas formas organizativas y de protesta la protagonizamos el 19 y 20 de diciembre del año 2001, cuando cientos de miles ganamos las calles para decir basta a la injusticia y a la soberbia de los poderosos.
Los grupos económicos dominantes y los gobiernos que representaron sus intereses ubicaron en esa resistencia social, política y cultural del pueblo a un enemigo a combatir, y una cruenta represión se descargó sistemáticamente sobre la dignidad y el coraje popular.
El saldo sangriento de estos años nos habla de más 50 muertos en movilizaciones desde 1995: Víctor Choque, Teresa Rodríguez, Mauro Ojeda, Francisco Escobar, Aníbal Verón, Carlos Santillán, José Barrios, Petete Almirón, Pocho Lepratti, Graciela Acosta y 34 muertos más del 19 y 20 de diciembre, Darío Santillán y Maximiliano Kosteki el 26 de junio. Tuvimos centenares de heridos en este tiempo, y padecemos constantes campañas de amenazas, intimidaciones y otras formas de amedrentamiento.
Los resultados que más lamentamos –los muertos, los heridos- no son, sin embargo, el único saldo del accionar represivo. Desde el poder se echó mano del aparato judicial para propugnar desde juzgados y tribunales una continuidad de la persecución que las fuerzas de seguridad desplegaban en las calles, imponiéndose una metodología de enfrentamiento estatal a la lucha popular que las organizaciones del pueblo calificamos como “criminalización de la protesta social”. De ese modo miles de dirigentes, activistas, luchadores del pueblo fueron sometidos a procesos criminales, extendiéndose el encarcelamiento de muchísimos compañeros y sujetando al resto al desarrollo de causas que penden sobre sus cabezas como amenaza de pérdida de su libertad en el futuro.
La magnitud del fenómeno ha determinado que a los reclamos que enarbola cada sector popular –trabajo, comida, salarios, educación, etc.- se agregue siempre la exigencia del “desprocesamiento” de uno u otro compañero o bien de todos los luchadores populares.
En el marco general de criminalización de la pobreza que incluye el endurecimiento del sistema penal de manera selectiva y el crecimiento del aparato carcelario en relación a los delitos cometidos por los marginados y excluidos, se agrega este ingrediente novedoso incorporando activamente al poder judicial y al poder legislativo en la persecución y castigo de quienes resisten las políticas económico-sociales que impulsan enormes cantidades de gente a la desocupación y la miseria.
A principios de 1995 CORREPI, analizando la situación represiva en aquel momento, afirmó: “Mientras se consolida el uso por parte del estado de una política represiva que caracterizamos como indiscriminada, por cuanto se utiliza contra cualquiera que responda a los parámetros sociales de los sectores más desprotegidos y cuyo objetivo es esencialmente el control social de esos segmentos juveniles, marginados o de minorías discriminadas, es evidente el surgimiento de una nueva vertiente represiva, más explícita, y dirigida puntualmente contra quienes luchan o se defienden de la violencia económica del sistema”. Desde entonces hemos podido comprobar cómo, sin dejar de emplear herramientas de control social como el gatillo fácil, la tortura o las detenciones arbitarias, el sistema aumentó la represión directa a las movilizaciones populares, a las luchas sindicales o estudiantiles, tanto de manera explícita con palos, balas de goma y de plomo, como adecuando el aparato judicial y legislativo para la criminalización del conflicto social.
Los jueces han cumplido su rol reprimiendo con el código penal en la mano a luchadores populares, aplicando generosa y forzadamente figuras como el atentado y resistencia a la autoridad, la coacción agravada, la interrupción del tránsito vehicular, la asociación ilícita, la prepotencia ideológica, la instigación a cometer delitos, el daño, la usurpación, etc.
Así ocurrió, por ejemplo, en las causas seguidas a los dirigentes de la Coordinadora de Desocupados de Neuquén Panario, Christiansen y Estrada, al secretario de la UOM de Río Grande Oscar “Lobo” Martínez, a los piqueteros de Comodoro Rivadavia Nattera y Gatti, a Raúl Castells, del Movimiento Independiente de Jubilados, a Emilio Alí, de la Unión de Vecinos Organizados de Mar del Plata, a Ricardo Berrozpe y más de medio centenar de militantes del Movimiento de Trabajadores Desocupados Teresa Rodríguez. La Central de Trabajadores Argentinos calcula que son alrededor de 2.800 los militantes populares sometidos a diversos procesos en causas directamente derivadas del conflicto social.
Las legislaturas nacional y locales han acomodado sus normas para dar mejor cabida legal a las conductas que el Estado quiere tipificar como delictivas porque lo ponen en potencial riesgo. Desde los proyectos de leyes antiterroristas luego derivadas en hijos putativos como la ley del arrepentido, pasando por el Decreto 150 del Poder Ejecutivo Nacional que penalizó los “escraches”, llegamos al establecimiento del discurso de la “inseguridad” como prioridad máxima, óptima y efectiva herramienta para endurecer -tratando de obtener consenso de las capas medias- aun más el sistema penal, dificultando las excarcelaciones durante el proceso y elevando las penas para los delitos contra la propiedad, además de incluir nuevas figuras que permitan reprimir prolija y legalmente a los que protestan.
En la Ciudad de Buenos Aires, cuyas autoridades intentan presentar el relativamente reciente Código de Contravenciones (mal llamado de Convivencia) como un avance democrático respecto de los célebres Edictos Policiales antes vigentes, existen varios proyectos de reforma al mencionado código reglamentando el Derecho de Reunión, reconocido desde 1853/60 en la Constitución Nacional. Estos proyectos –alguno todavía con estado parlamentario- proponen sustituir el actual sistema, conforme el cual quienes deseen manifestarse en la vía pública en defensa de un derecho constitucional sólo deben dar aviso a las autoridades, cuyo silencio se interpreta como consentimiento, por otro que significará, una vez sancionado, un toque de queda en el centro de la ciudad, área de la ciudad en la que tradicionalmente se realizan todas las manifestaciones populares, reclamos de trabajadores, de jubilados, de estudiantes, de desocupados, de familiares de víctimas de la represión, de asambleas populares, etc., además de aumentar las hipótesis de detenciones por contravenciones e incorporar figuras claramente represivas como el acecho o el merodeo.
Alertamos especialmente sobre dos cuestiones puntuales y en alguna medida novedosas, por lo menos en cuanto a su generalización. Por una parte, han recrudecido de manera notable las amenazas e intimidaciones dirigidas a integrantes de los sectores más movilizados y de activismo más visible, como las asambleas populares, el estudiantado, el movimiento de trabajadores desocupados y las organizaciones de derechos humanos más comprometidas en su defensa. En segundo lugar, hemos verificado la existencia de causas judiciales dirigidas contra luchadores populares basadas exclusivamente en “informes de inteligencia” de las fuerzas de seguridad, que con imputaciones genéricas como la de “pertenecer” o “ser referente” de determinada organización han sido utilizadas por jueces y fiscales para imputar e indagar compañeros por delitos con los que ninguna conexión tenían.
Si bien en los primeros meses de la nueva gestión gubernamental no tomamos conocimiento del inicio de nuevas causas orientadas en el sentido expuesto, sí verificamos en distintos lugares del país la reactivación de expedientes que avanzaron repentinamente hacia procesamientos o elevaciones a juicio oral, incluso en casos que tanto las organizaciones como los imputados ignoraban que había una investigación en trámite. Promediando el año 2003, y en particular a partir del mes de octubre, se produjo una notoria avanzada represiva caracterizada por la instalación de un discurso agresivo por parte de referentes gubernamentales llamando a reprimir la protesta social, acompañada de nuevas causas, en muchos casos con detenciones, contra militantes populares.

5. MILITARIZACIÓN DE LA REPRESIÓN:
Con el pretexto de la “guerra a la delincuencia” se ha militarizado el ámbito urbano, mediante la creación de un “Estado Mayor contra el Delito” que reúne bajo un mismo comando operativo a las policías federal y bonaerense, gendarmería y prefectura, quienes despliegan “retenes” de vigilancia y control vehicular en autopistas, avenidas y accesos a la ciudad de Buenos Aires.
Desde el 2 de julio la Policía Federal, la Gendarmería, la Prefectura y la Bonaerense actúan de manera conjunta en Capital Federal y el conurbano bonaerense. Esta medida, que institucionaliza el accionar conjunto de las fuerzas - como cuando reprimieron el 26 de junio de 2002 asesinando a Darío Santillán y Maximiliano Kosteki - es un avance en la militarización de las calles y es acompañada por una serie de reformas legales.
El ministro de Justicia y Seguridad, Gustavo Beliz, anunció que 2.000 gendarmes patrullarán las calles de la ciudad y el conurbano junto al resto de las fuerzas, porque “o la democracia termina con el delito o el delito jaquea y pone en riesgo el estilo de vida”.
Estos grandes operativos, anunciados de manera pomposa y con fuerte impronta mediática, usan como pretexto la existencia de grandes redes delictivas especializadas en robo de automotores y su posterior desguace y venta de partes, secuestros extorsivos o “express”, asaltos comando a bancos o camiones blindados, narcotráfico, etc. Paradójicamente, no hay banda de “piratas del asfalto”, de distribuidores de droga, tratantes de blancas, asaltantes de bancos o secuestradores, ni desarmadero de autos, que carezca de uno o varios integrantes de las fuerzas de seguridad en su seno.
Desde noviembre de 1997 más de 700 gendarmes y unos 600 prefectos pasaron a ocupar custodias en entidades judías y musulmanas para que los policías que cumplían esas funciones “salieran a la calle”. En 1998 Clarín informaba sobre ejercicios conjuntos realizados en Salta, Chaco, Santa Fe y Santiago del Estero. En este operativo, denominado “Tatú 98″, actuaron 2.000 efectivos federales y provinciales, con el objetivo de reprimir centralmente el narcotráfico y “movimientos terroristas”. En abril de 1999, bajo el menemato, Clarín titulaba: “Gendarmería y Prefectura listas para salir a la calle”.
Hacia fines de marzo de 2001 el entones ministro de justicia bonaerense, Jorge Casanovas y el ministro de seguridad, Ramón Verón, anunciaban un plan provincial con “operativos sorpresas” y participación de fuerzas federales. El 28 de mayo de 2002, a pocos meses de las jornadas del 19 y 20 de diciembre, Clarín decía: “Gendarmería ya controla los accesos a Capital”. El objetivo era “el hallazgo de armas de fuego no autorizadas, la comprobación de propiedad de vehículos, y el apoyo logístico en casos de fuga de delincuentes”, según La Nación.
En agosto de 2002 Página/12 relataba: “Los gobiernos nacional y provincial crearon un comité de crisis por la inseguridad. Gendarmería y Prefectura actuarán en territorio bonaerense. Y la Federal hará inteligencia en los grandes delitos”.
Con una rapidez inusitada meses atrás los legisladores bonaerenses convirtieron en Ley los decretos de Felipe Solá en materia de seguridad. La votación fue realizada sin ningún debate y desoyendo la oposición de organismos de derechos humanos y representantes del Poder Judicial. Las medidas dan poder de policía a gendarmes y prefectos, que podrán patrullar, requisar y detener personas; otorgan a los fiscales facultades para allanar y detener sin previa autorización judicial; los jueces de paz (que en algunos casos ni siquiera son letrados) podrán reemplazar a los jueces de Garantías para ordenar detenciones y allanamientos; y los fiscales podrán intervenir en casos de drogas, hasta ahora exclusivos del fuero federal. Otras medidas apuntan a la restricción de venta de alcohol en quioscos y estaciones de servicio y, como muestra última de cinismo, se establece que el registro de control de ventas de autopartes va a funcionar en cada comisaría.
La Gendarmería Nacional, que tiene la facultad de actuar en seguridad interna frente a un colapso de las fuerzas policiales, tiene largos antecedentes en represión de puebladas y protestas sociales. El levantamiento de los zafreros desocupados en Ledesma, la represión en Tartagal y Mosconi, el asesinato de Mauro Ojeda y Francisco Escobar en el desalojo del puente Chaco-Corrientes (operativo conjunto con Prefectura), y la cacería del Puente Pueyrredón del 26 de junio de 2002, son sólo algunos de los casos. Además son responsables de por lo menos 21 casos de gatillo fácil de nuestro Archivo. Las denuncias más recientes contra gendarmes por amenazas, secuestro y torturas tienen como escenario los trenes de Buenos Aires, cuyos andenes custodian en virtud de un jugoso contrato con las empresas privatizadas,
Mientras tanto las fuerzas armadas comienzan a abandonar su rol pasivo de las últimas décadas, y avanzan también en la búsqueda de consenso viciado con propuestas como comedores populares en Campo de Mayo, la reimplantación del servicio militar obligatorio mediante ficciones “educativas” o “sociales”, a la vez que se declaran a disposición del gobierno para intervenir en la represión interna.
En las legislaturas son recurrentes los proyectos de leyes “antiterroristas”, explícita exigencia del departamento de estado norteamericano, que con la excusa del “narcoterrorismo” o del “terrorismo fundamentalista” proponen inaceptables limitaciones a las libertades individuales.

6.- ORGANIZACIÓN POPULAR CONTRA LA REPRESIÓN
Pero también somos protagonistas y testigos de un aprendizaje popular que enfrenta el intento del sistema de avanzar hacia formas de terrorismo de estado. Cada vez son más los casos de gatillo fácil o torturas que generan movilizaciones de denuncia pública y exigencia de castigo, aglutinando a los familiares de las víctimas que coordinan sus luchas y en su mayoría se han incorporado a organizaciones populares.
Los hechos puntuales de represión masiva al campo popular como las masacres de Corrientes, del 19 y 20 de diciembre y del 26 de junio de 2002 en el Puente Pueyrredón no han pasado sin inmediatas muestras de repudio, como la multitudinaria movilización del 27 de junio de 2002 que en este último caso, contribuyó decisivamente a desbaratar el operativo represivo, judicial y mediático montado ex profeso para destruir a los sectores populares más combativos.
La lucha antirrepresiva y la defensa de los Derechos Humanos en toda su extensión se han incorporado a las agendas cotidianas de las organizaciones populares, que masivamente se manifestaron, como el 26 de noviembre pasado, bajo la consigna ORGANIZACIÓN Y LUCHA CONTRA LA REPRESIÓN . Lo que hace apenas una década era tema exclusivo y excluyente de los organismos de DDHH hoy es carne en los sectores sociales organizados que movilizan masas, como el movimiento piquetero, que participa activamente en campañas nacionales como la descriminalización de la protesta social o la nulidad de las leyes de impunidad.
Buenos Aires, diciembre de 2003

CORREPI – COORDINADORA CONTRA LA REPRESIÓN POLICIAL E INSTITUCIONAL (Buenos Aires, Argentina)


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