Texto completo de la ponencia presentada por compañeros de la CORREPI en la Xª Conferencia de la Asociación Interamericana de Juristas -Santiago de Chile, septiembre de 1994- y en el IIº Encuentro Internacional sobre Ciencias Penales -La Habana, Cuba, noviembre de 1994.
SEGUNDA PARTE: LA DICOTOMÍA NORMATIVA Y EL CONTROL SOCIAL
El sistema jurídico normativo argentino presenta la particularidad de ser esencialmente dual en muchos aspectos. En todo lo relacionado a las libertades individuales y los derechos civiles y humanos existen profundas contradicciones entre el Derecho y el Hecho, entre el Deber Ser y el Ser, entre la norma y la realidad.
Pero también existe un perverso y muy perfeccionado sistema para que lo que ES no SEA, aunque debería serlo; un juego demasiado armónico de descuidos, ignorancias, irregularidades y confusiones que sólo ingenuamente puede creerse casual.
Si estudiamos la realidad argentina en este tema a partir de lo escrito, de las normas constitucionales, de los tratados internacionales receptados por el derecho interno, de las leyes nacionales y provinciales, concluiremos que pocos países tienen un sistema de garantías individuales tan completo y perfecto como el nuestro.
Si, por el contrario, nos atenemos a la realidad cotidiana del manejo policial y judicial en la materia, veremos que distamos mucho de ser un Estado en el que los habitantes gocen en plenitud de sus derechos. Y, triste corolario, lo confuso del sistema lleva a que esa contradicción se viva como natural, sin que la enorme mayoría de los afectados perciba su ilegalidad, ni reclame, por ende, contra lo que resulta “normal”.
La tesis de este trabajo es que la violencia policial e institucional no deriva de “errores” o “excesos” de “malos funcionarios”, sino que constituye una necesidad intrínseca del sistema, al cual resulta funcional. Por eso rechazamos toda idea de “casualidad” y resaltamos lo armónico del funcionamiento del sistema en la consecución de su objetivo básico, que no es otro que el control social. La necesidad de ese control social, además del sistema penal formal o legal (Código Penal, Códigos Procesales de la Nación y de las Provincias), ha generado otros sistemas para-legales o contra-legales, a los que llamaremos “paralelo” en el primer caso (edictos policiales, códigos de faltas y contravenciones) y “subterráneo” en el segundo (normas policiales secretas).
La vieja Constitución Nacional -ya reformada, aunque no en el capitulo dogmático de garantías individuales al que pertenece el art. 18- establece que “Ningún habitante de la Nación puede ser penado sin juicio previo fundado en ley anterior al hecho del proceso, ni juzgado por comisiones especiales, ni sacado de los jueces designados por la ley antes del hecho de la causa. Nadie puede ser obligado a declarar contra si mismo; ni arrestado sino en virtud de orden escrita de autoridad competente. Es inviolable la defensa en juicio de la persona y de los derechos. El domicilio es inviolable como también la correspondencia epistolar y los papeles privados; y una ley determinará en qué casos y con qué justificativos podrá procederse a su allanamiento y ocupación. Quedan abolidos para siempre la pena de muerte por causas políticas, toda especie de tormento y los azotes. Las cárceles de la Nación serán sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas, y toda medida que a pretexto de precaución conduzca a mortificarlos más allá de lo que aquélla exija, hará responsable al juez que la autorice”.
Hasta aquí la hermosa enunciación del Derecho, de la Norma, del Deber Ser. Pero, ¿cuál es la realidad, cuáles son los hechos en la Argentina frente a estas declamadas garantías individuales? ¿Cuáles son los recursos de que se vale el poder para violar sistemáticamente estos derechos sin derogarlos formalmente? ¿Cómo se logra crear el espejismo de una pseudo-legalidad que genera desconocimiento e impotencia en el cuerpo social frente a la reiteración de las arbitrariedades?
De esta larga historia son protagonistas todos los actores de la comedia del poder: la policía, el poder judicial, el poder ejecutivo, el poder legislativo. Las víctimas, en cambio, son quienes, ajenos al poder económico y político, deben ser inducidos a reconocer sin hesitar un “principio de autoridad” de jerarquía práctica superior a la Constitución misma.
Retomando el concepto de dualidad al que nos referíamos supra, debemos decir que, conforme la Constitución Nacional, sólo pueden ser detenidas aquellas personas cuya captura es solicitada por escrito por un juez competente, o quienes son sorprendidas “in flagrante delicto” por la autoridad de prevención.
Sin embargo, y desde hace décadas, junto a la normativa garantista constitucional coexisten en la Argentina “instituciones” de variado pero espurio origen que justifican la enorme mayoría de los arrestos realizados por el personal policial: la detención “en averiguación de antecedentes”, las faltas o contravenciones policiales y las normas policiales respecto de los menores de edad. Se trata en todos los casos de prácticas tan difundidas y habituales que la propia población, deliberadamente mantenida en estado de desinformación, las tiene incorporadas como legítimas.
DETENCIÓN EN AVERIGUACIÓN DE ANTECEDENTES:
En 1958, y con la firma del entonces “presidente provisional”, eufemística designación del general que detentaba el poder tras el golpe de estado de 1955, se dictó el decreto/ley 333/58, “Estatuto de la Policía Federal”. En su articulo 5º, inciso 1º, se establece que es facultad de la policía federal para el cumplimiento de sus funciones “detener con fines de identificación, en circunstancias que lo justifiquen, y por un lapso no mayor de 24 hs., a toda persona de la cual sea necesario conocer sus antecedentes”.
Salta a la vista lo genérico del lenguaje empleado y la imprecisión de la definición. Es el propio ejecutor de la norma, la policía, quien califica de “justificadas” o no las circunstancias de la detención, o si resulta “necesario” conocer sus antecedentes. Merced a la amplitud mencionada, esta facultad de la detención para averiguar antecedentes se convirtió en la herramienta habitual para realizar arrestos sin causa, tanto en períodos de gobierno constitucional como durante las sucesivas dictaduras.
A través de la exégesis de casos concretos y de la experiencia personal en el tema podemos afirmar que, en la mayoría de los casos, la detención para “identificar” es utilizada por la policía como una sanción en si misma. Existiendo -y funcionando en las comisarías- sistemas informáticos, bases de datos intercomunicadas, aparatos facsimilares, y otras maravillas de la tecnología moderna, los antecedentes son rara vez solicitados; otras veces, aunque lleguen al instante y la persona detenida carezca de requerimiento judicial alguno, se la retiene igualmente el máximo de tiempo, e incluso más.
Desde una óptica más teórica, este instrumento policial invierte en la práctica el principio de inocencia reconocido por la Constitución Nacional, estableciendo en su lugar el “estado de sospecha”, conjetura meramente subjetiva del funcionario que decide practicar una detención, y que obliga al individuo a demostrar que carece de antecedentes o que tiene medios lícitos de vida.
En muy contadas oportunidades la Justicia ha declarado, para el caso concreto, la inconstitucionalidad de la facultad policial de detener en averiguación de antecedentes, basándose en los argumentos aquí señalados. El Juez Ernesto M. Navarro de la Provincia de Santa Fe, por ejemplo, declaró la inconstitucionalidad del art. 10º inciso b) de la ley provincial 7395 (ley orgánica de la policía de la pcia. de Santa Fe) considerando que “la simple sospecha que fundamenta el ejercicio de esta facultad policial de detención no es congruente ni se ajusta al estado de inocencia de raigambre constitucional”, además de violentar el ya citado articulo 18 de la Constitución Nacional.
Muchas veces, en especial a partir de la restauración de las instituciones democráticas en 1983, se presentaron en las cámaras legislativas nacionales -y provinciales- proyectos para derogar o limitar esta amplia facultad policial. El “lobby” policial siempre fue más fuerte, y solo en 1991, durante la conmoción social originada por la detención y muerte de un estudiante de 17 años en un recital de rock (Walter Bulacio), el Congreso Nacional sancionó uno de los proyectos que más suavemente reglamentaba los alcances de la detención por averiguación de antecedentes.
La dilucidación de la Causa Bulacio motorizó a la opinión pública, en especial a los segmentos jóvenes y estudiantiles, en protesta contra las arbitrariedades cometidas por el personal policial, y cuyo blanco predilecto son esos sectores.
De esta movilización social, que exigía un mayor control sobre la fuerza de seguridad y reclamaba una efectiva y plena vigencia de las libertades individuales, se hizo amplio eco el Congreso Nacional. No prosperaron los proyectos que derogaban la cuestionada facultad policial, pero se aprobó uno que reglamenta el art. 1º de la Ley Orgánica de la Policía Federal, restringiendo las facultades para detener y retener ciudadanos mayores de edad en averiguación de antecedentes, y reafirmando los deberes legales de los funcionarios policiales, como la inmediata intervención judicial.
La ley, que lleva el nº 23.950, limitó a 10 horas el tiempo de detención, cantidad a la que se llegó luego de un vulgar “regateo” entre los legisladores y el poder ejecutivo.
Con ligeras modificaciones, la ley fue aprobada casi por unanimidad en ambas cámaras legislativas. Su discusión y sanción tuvieron amplia cobertura periodística, y se suscitaron múltiples debates entre la amplísima mayoría que la apoyaba y la solitaria pero no menos “comunicativa” voz de un diputado oficialista convertido en vocero policial. Las encuestas mostraron un general acuerdo de la población con su sanción, excepción hecha de quienes, integrando el mencionado “lobby” policial, presionaron al Poder Ejecutivo para vetarla, argumentando la necesidad de mayor seguridad y mano dura.
El presidente Carlos Saúl Menem, en una muestra más del autoritarismo que caracteriza su gestión, vetó la ley por decreto 1203/91. Vuelta a la cámara de origen, la ley fue nuevamente discutida y aprobada por la mayoría constitucionalmente necesaria para su sanción y promulgación (art. 72 C. N.), lo que se repitió en el Senado. Así, el 11 de septiembre de 1991 fue publicada en el Boletín Oficial, entrando en vigencia.
La palabra “vigencia”, no obstante, tiene un sentido casi surrealista en la Argentina. Que una ley esté vigente no significa, necesariamente, que las autoridades competentes efectivamente la apliquen. A titulo de ejemplo, y pese al tono anecdótico que es necesario adoptar, debemos referir dos casos puntuales que nos constan:
En una ocasión, varios meses después de la sanción de la ley 23.950, uno de nosotros concurrió a la Comisaría 15ª de la Policía Federal, ubicada en pleno centro de la ciudad de Buenos Aires. Un vendedor ambulante había sido detenido y conducido a esa dependencia. Al inquirir acerca del motivo de la detención, se nos informó que estaban investigando los antecedentes, pues este individuo les había resultado sospechoso. Recordamos al personal que nos atendía que, estuviesen o no los antecedentes en su poder, sólo podían mantener detenido a nuestro cliente 10 horas. Para nuestra indignación, nadie en esa seccional policial había oído hablar de la ley 23.950. El subcomisario, en ese momento superior jerárquico a cargo de la dependencia, se confesó sorprendido y confuso, argumentando “nos cambian las reglas y nadie nos avisa”…
Frente a lo kafkiano de la situación sugerimos conseguir, teléfono mediante, una copia de la mentada ley. Finalmente, y luego de largas deliberaciones entre la oficialidad de la comisaría, fuimos anoticiados de que, en realidad, nuestro preso no estaba detenido en averiguación de antecedentes sino que había cometido una contravención, pero que en atención a nuestra presencia continuarían las actuaciones otorgándole la libertad provisional.
Salimos de la comisaría con un profundo desasosiego: si esto ocurría en el corazón del Barrio Norte, la zona más distinguida de Buenos Aires, ¿cómo actuarían en los barrios marginales? ¿Cuánto tiempo hubiese estado privado de su libertad ese hombre si no hubiera tenido la posibilidad de recurrir de inmediato a un abogado?
Pero poco después, el episodio de la comisaría 15ª quedaría reducido a su mínima expresión, frente al dislate jurídico del que seríamos testigos.
Como mencionáramos anteriormente, en abril de 1991 se produjo una razzia en un recital de rock que culminó con la muerte, luego de permanecer 12 horas en una comisaría, del menor Walter Bulacio. En la causa penal que nos fuera encomendada por sus padres, y que continúa en trámite después de tres años y muchas vicisitudes, la Sala VIª de la Cámara de Apelaciones en lo Criminal y Correccional de la Capital Federal dictó una resolución el 19 de mayo de 1992, en la cual tangencialmente mencionaba la ley 23.950, indicando que … no estaba vigente, por haber sido vetada por el poder ejecutivo!
Pese a la publicidad recibida por el proceso antes descripto, los Sres. Camaristas desconocían la vigencia de la ley 23.950, señalando en su fallo que fue vetada por el poder ejecutivo. Además, al leer la resolución, se advierte que, en primer lugar, ignoran la falta de aplicación de esta ley a temas de menores, que tienen un régimen propio (ley 10.903, etc.) En segundo lugar, desconocen el procedimiento constitucional de sanción y promulgación de las leyes, que sabiamente permite al poder legislativo insistir con la suficiente mayoría si un proyecto es vetado por el ejecutivo.
Y, corolario de lo anterior, suponen sin vigencia a una ley de permanente aplicación en el fuero para el que han sido designados.
Hubiera sido grave que un juez o un camarista laboral desconocieran una ley penal. Pero que los camaristas en lo criminal desconozcan una ley que atañe específicamente su área, es francamente aberrante. La ignorancia del derecho penal por quienes integran el Tribunal de Alzada Criminal es, sin exagerar, una descarada burla a todos los justiciables.
Los jueces que integraban la Sala VIª de la Cámara del Crimen en mayo de 1992 fueron designados para velar por los derechos de sus ciudadanos, pero ignoraban la vigencia de una ley que, precisamente, garantiza esos derechos.
La medida de la ignorancia acusada la daba el absurdo de que citaban en el fallo la ley 23.950 indicando que no la aplicaban por estar vetada, cuando en realidad no debían aplicarla porque no se refiere al caso de detención de menores, regido por normas específicas que ni siquiera mencionan (ley de Patronato, Convención Internacional de Derechos del Niño, Reglamento para el Fuero Criminal y Correccional, etc.). Es decir, no sólo ignoraban su vigencia efectiva desde su publicación el 11/09/91, sino también su contenido.
Con fecha 16 de julio de 1992, en similares términos a los aquí resumidos y acusando el grosero desconocimiento del derecho que deben aplicar, denunciamos a estos jueces ante el Congreso de la Nación, solicitando a la Cámara de Diputados la sustanciación del juicio político, único modo previsto en la Constitución entonces vigente para remover a un juez por indebido desempeño de sus funciones. Desde entonces a la fecha ninguna novedad se produjo en el tema. Nuestro pedido jamás fue tratado en la Comisión de Juicio Político. Sólo uno de los tres jueces permanece hoy en el mismo cargo. Las otras dos fueron ascendidas recientemente. (10)
Los dos episodios reseñados muestran cómo cierra el círculo de la impunidad en la Argentina, hasta dónde llega la situación de indefensión del individuo frente a la omnipotencia, cómo se ejerce desde el poder una suerte de “gatopardismo” cuando una situación social concreta reclama un cambio. El Poder Legislativo se vanaglorió de responder a la demanda popular de limitación de las facultades policiales, dictando 19 ley 23.950. El Poder Ejecutivo, de quien depende funcionalmente la Policía Federal, no controla siquiera que sus subordinados conozcan y apliquen la legislación que les atañe. El Poder Judicial ignora supinamente la existencia y ámbito de aplicación de una ley nacional. Denunciado el hecho a quien corresponde, nuevamente el Poder Legislativo, no sólo se ignoró el pedido de juicio político, sino que se aprobaron los ascensos en la carrera judicial de dos de las denunciadas.
Por nuestra parte, ya no nos sorprende que las detenciones por averiguación de antecedentes se prolonguen mucho más allá de las 10 horas permitidas. En todos los casos en los que intervenimos, promovemos la denuncia por privación ilegítima de la libertad. En los últimos dos años (1992/1994), y pese a la alarmante frecuencia de las denuncias efectuadas, ni uno sólo de los damnificados ha sido notificado de que se formara una causa para investigar el delito de que fue víctima.
LAS CONTRAVENCIONES, FALTAS Y EDICTOS POLICIALES:
El proceso de organización nacional culminó con la sanción, entre 1853 y 1860, de la Constitución Nacional. Inmediatamente se dictaron, siguiendo el mandato constitucional, los códigos de fondo. Sin embargo, sólo medio siglo después se sancionó el primer código penal nacional.
Pocos se han preguntado cómo se ejercía el control social sin legislación penal ni proyectos siquiera en esa media centuria. El Dr. Eugenio Zaffaroni formula el interrogante y lo responde citando al poema nacional de José Hernández, el Martín Fierro, que describe la aplicación, por los jueces de paz, de leyes surgidas de los códigos rurales, reprimiendo la vagancia, los juegos de azar, la mendicidad o el abuso de armas blancas.
Esas normas rurales post-coloniales fueron evolucionando hasta convertirse, ya a fines del siglo XIX y principios del siglo XX en la perfecta herramienta de control social de los marginales urbanos. Tanto el código de procedimientos de la Nación, aplicable en la ciudad de Buenos Aires, como el de la provincia de Buenos Aires, establecieron con variantes mínimas que las “faltas” o “contravenciones” eran exclusivo resorte policial.
De ese modo se generó un sistema penal que Zaffaroni con acierto llama “paralelo”, mediante una minimización formal, mucho más efectiva a la hora de reprimir que el sistema penal formal.
En la Capital Federal existe un complejo plexo de “edictos policiales”, compuesto por arcaicas normas que reprimen los juegos de agua en carnaval, la prostitución, la vagancia, los juegos de azar, salivar en el suelo, provocar escándalo público, y otras misceláneas similares. La laxitud de las definiciones, una vez mas, deja librado al “criterio” policial el encuadre en el tipo legal. Así, por ejemplo, se aplica a los homosexuales o a los travestis el edicto referido al “escándalo en la vía pública”, cuya amplitud es tal que refiere términos como “pervertidor”, “reglas de decencia y decoro”, “proferir palabras torpes”, etc.
El mismo edicto suele aplicarse a los vendedores ambulantes, prostitutas, lustrabotas o kioskeros que se niegan -por principios algunos, por carencia de recursos otros- a colaborar económicamente con la “cooperadora policial”, cediendo un porcentaje de sus ganancias a cambio de trabajar sin ser molestados. Estos “arreglos” son de público conocimiento y hasta están “tarifados”, a punto tal que algunas dependencias policiales -como la existente en la Estación de trenes Constitución- tienen un “valor llave” que cada nuevo comisario debe abonar al ser nombrado, como si adquiriera un fondo de comercio, debido al monopolio de ingresos ilícitos que esa particular repartición tiene.
Regresando una vez más a la Carta Magna, y pese a la reciente reforma destinada fundamentalmente a habilitar la posibilidad de reelección del presidente Menem, no se han modificado los principios republicanos esenciales. El viejo articulo 95 de la Constitución prohíbe expresamente al Poder Ejecutivo ejercer funciones judiciales. El articulo 29 anatemiza la suma del poder público, incluso si quien la confiere es el propio Congreso.
No obstante, y sin solución de continuidad desde lo narrado por el Martín Fierro hasta nuestros días, el jefe de policía de la provincia de Buenos Aires y el jefe de la policía federal -al igual que sus pares de muchas otras provincias, en mayor o menor medida- reunen las atribuciones de los tres poderes del estado, al legislar, juzgar y aplicar los edictos policiales y las faltas contravencionales.
Mucho se ha discutido acerca de la constitucionalidad de unos y otras. Durante décadas se acumuló jurisprudencia en uno u otro sentido, ora admitiendo su validez, ora negándola. Los argumentos a favor de la legalidad de los edictos y contravenciones, que integran ese sistema penal paralelo que con razón preocupa a Zaffaroni, son en su mayoría cuantitativos. Sostienen que se trata de hechos y penas menores, que por su escasa entidad no justifican poner en marcha el aparato judicial. También se ha recurrido, en favor de la postura legitimadora, al argumento del federalismo: la legislación sobre delitos es nacional, la de las faltas es provincial. Por ende, si las provincias han legislado, como la de Buenos Aires en 1915, que el juez de faltas es el Jefe de policía, ello es perfectamente válido y no ataca principios constitucionales.
En la Capital Federal se resolvió la cuestión habilitando una segunda instancia judicial, permitiendo la revisión de las condenas policiales ante la justicia correccional. El plazo de apelación es de 24 horas. La enorme mayoría de los afectados desconoce que el plazo es tan breve. Más aún, ignora que la resolución es apelable. En muchos casos, inclusive, el condenado no sabe siquiera que se labraron actuaciones contravencionales y que se le aplicó una pena. Sólo sabe que lo detuvieron, y que unas horas o días más tarde fue puesto en libertad. Al ser interrogado sobre los instrumentos que firmó durante la detención, suele narrar que firmó formularios en blanco, o que no los leyó por temor a que se prolongara su arresto si creaba problemas.
La existencia de una instancia de revisión judicial es, pues, casi ilusoria. De más de 30.000 resoluciones condenatorias que dicta la policía federal en la ciudad de Buenos Aires en un año, sólo 500 son apeladas ante los jueces correccionales. De esas 500, en cambio, prácticamente la totalidad son revocadas y el imputado absuelto.
No es habitual que en la comisaría adviertan al detenido que tiene derecho a apelar. Es frecuente, en cambio, que si el detenido está informado y adelanta su voluntad de apelar, se lo libere sin notificarlo. Cuando se presenta días más tarde a hacerlo, sistemáticamente se le informa que “aún no está dictada la resolución”. Finalmente un día aparece el expediente, con la resolución fechada mucho antes, y una serie de “infructuosos” intentos de citar al interesado para que se notifique. De sus comparecencias personales, ni una letra. Consecuentemente, y ante la “falta de presentación” se declara firme la sanción y se archivan las actuaciones.
La doctrina actual de la Corte Suprema de la Nación es favorable a la constitucionalidad de los edictos, postura reforzada -por si fuera necesario- con la expresa mención que de ellos se hace en el código de procedimientos penal recientemente reformado, de aplicación en la ciudad de Buenos Aires y lugares de jurisdicción federal.
Al igual que la facultad policial de detención en averiguación de antecedentes, los edictos policiales -y sus símiles provinciales, faltas y contravenciones- son el eficaz instrumento de opresión para aquellos que no pueden ser alcanzados por el sistema penal formal. El universo de aplicación de los edictos se circunscribe a los jóvenes, a los pobres, a los diferentes.
Rara vez se detiene “para identificar” a un prolijo ejecutivo de traje, corbata y teléfono celular. Tampoco se le aplican edictos policiales, aunque esté en la misma situación que, para un trabajador de tez morena o para un joven de pelo largo y barba, significa un arresto que puede llegar a los 30 días.
Todo el sistema contravencional funciona como herramienta de control social. Se aplica en canchas de fútbol, en recitales de rock, en manifestaciones de protesta, conjunta o alternativamente a la detención para averiguar antecedentes.
“Si el poder de juzgar estuviera unido con el legislativo la vida y la libertad de los súbditos veríanse expuestas a una acción arbitraria, porque el juez seria entonces el legislador. Reunido al ejecutivo, el juez podría proceder con toda la violencia de un opresor”. La evidente simpleza y verdad de la máxima de Montesquieu suena, en la Argentina de los ‘90, como una utópica expresión de deseos.
Decíamos al comenzar este capitulo que el sistema argentino se caracteriza por la contradicción y la dualidad, no sólo entre lo real y lo jurídico, sino dentro de la misma normativa. ¿De qué autoridad competente emanan las ordenes escritas para detener a varias decenas de miles de habitantes de la ciudad de Buenos Aires por año? ¿Qué juez ampara y garantiza los derechos de los 30.000 condenados anuales a penas privativas de la libertad en resoluciones suscritas por el jefe de policía o los funcionarios inferiores en quienes delega la tarea? ¿Porqué quien es detenido “in flagrante delicto”, o perseguido y arrestado inmediatamente después de cometerlo, goza de la garantía -indiscutible- de ser puesto a disposición de un juez, mientras que quien resulta “sospechoso”, sin conexión con delito alguno, carece del amparo del Poder Judicial?.
Nuestros escolares estudian y repiten concienzudamente el articulo 18 de la Constitución Nacional que transcribimos supra. Luego aprenden en la realidad que no siempre son así las cosas, que, parafraseando libremente a George Orwell, todos somos iguales, pero algunos somos menos iguales que otros.
Los edictos policiales no se estudian en la Facultad de Derecho -por lo menos, no en la Universidad de Buenos Aires. Deliberadamente se los omite en los programas de estudio y en los índices de los libros y tratados sobre derecho penal. Existen por y para los marginales, los excluidos, los que hay que controlar eficazmente, los que hay que reprimir cotidianamente. Pero en el reclamo popular su derogación es una reiterada petición, en puntos tan alejados como la Capital Federal, Rosario, La Plata o Córdoba.
Es que quienes a diario reclaman la derogación de los edictos policiales saben que, más allá de la discusión teórica acerca de su constitucionalidad, su existencia convierte a todos los habitantes en potenciales sospechosos que, llegado el caso y contrariando el principio de inocencia, deberán probar que no son culpables. (11)
DETENCIONES DE MENORES DE 18 AÑOS:
No sólo la averiguación de antecedentes y las contravenciones son facultades arbitrarias de la policía que lesionan principios esenciales del sistema republicano como la división de poderes y que violan derechos y garantías individuales.
La investigación de la detención y muerte de Walter Bulacio puso en descubierto un sistema que ya no es “paralelo” como los anteriores, sino “subterraneo”, clandestino, compuesto por órdenes del día y memorándums policiales, de carácter secreto o reservados para los “iniciados” en el mejor de los casos.
Se trata en general de viejas “costumbres” arraigadas en la Policía, que se plasman en directivas internas desconocidas por magistrados y legisladores, cuidadosamente mantenidas en tal estado de clandestinidad mediante el uso de una jerga muy codificada propia de la institución.
Desconocemos hasta el momento si hay, además de las que analizaremos, otras normas sobre el tema vigentes en el ámbito policial. Ello es posible, dado que el llamado Memo/40 que se aplicaba a los menores de 18 años funcionó 26 años en la sombra. Tampoco sabemos si existe un sistema normativo secreto en otros temas, lo que no sería impensable.
Más allá de las violaciones concretas a los derechos individuales, resulta atentatorio al propio sistema republicano que un organismo administrativo tenga las más amplias facultades autorregulatorias, pudiendo dictar las normas dentro de las cuales “cumplirá” sus funciones.
Existía hasta 1991 en la ciudad de Buenos Aires un doble sistema normativo referido al trato de los menores de 18 años: uno “blanco”, constituido en el caso de menores por la ley de patronato (10.903), la Convención Internacional de Derechos del Niño, ratificada por ley del Congreso en septiembre de 1990, los arts. 171 a 177 del Reglamento para la Justicia Criminal y Correccional, etc., y otro “negro” o subterraneo, conformado por las normas que veremos a continuación, surgidas de un organismo sin facultades para legislar o derogar leyes vigentes. El sistema “blanco” gira en torno de un principio básico rector: la inmediata comunicación al juez de menores de turno de toda detención o simple concurrencia de un menor de 18 años a una comisaría, dada la función tutelar que primordialmente cumplen tales magistrados.
En su primera presentación escrita en la causa Bulacio, el comisario imputado nos sorprendió -y sorprendió al juez interviniente, Dr. Victor Pettigiani- al explicar que la multitudinaria detención, y en particular el arresto de Walter Bulacio sin ponerlo a disposición del juez competente, eran legales pues había aplicado el Memo 40. Esta expresión resultó ser el nombre de uso familiar dado por los policías al MEMORÁNDUM (SECRETO) N° 40, una comunicación del Director Judicial de la Policía Federal al Director de Seguridad de la División Orden Público, fechada el 19/04/65.
El Memo 40 -desde 1965, repetimos- dejaba librado “al atinado criterio de los funcionarios instructores” la determinación de la necesidad real y objetiva de intervención judicial. En resumen, autorizaba al Jefe de la dependencia a decidir si daba o no aviso al Juez cuando detenía a un menor.
El Memo 40 fue ratificado y completado por numerosas normas policiales internas en esos 26 años de vigencia secreta: la Orden del Día n° 27 del 6/02/80, la Orden del Día n° 127 del 29/06/81, o la Orden del Día de fecha 30/12/77 que creó el Libro Memo 40, en realidad 2.3, originalmente destinado a restituir a sus dueños llaveros y perros extraviados. Por analogía se utilizó hasta el 2/05/91 para entregar menores detenidos a sus padres.
Cuando el Comisario Espósito justificó la falta de comunicación de las detenciones al juez competente con este Memo, el Juez Pettigiani envió un oficio a la Cámara solicitándole un pronunciamiento sobre su legalidad. Se inició el expediente 15.067/91, que culminó con la Acordada del 13 de junio de 1991 que reitera la obligación de dar intervención al juez, sin adentrarse en el fondo de la cuestión, lo que remarca uno de sus miembros, la Dra. Catucci, en solitaria disidencia.
La Acordada no admitió expresamente haber descubierto un memorándum secreto violatorio de las normas legales, aunque su trascendencia pública fue interpretada por los medios de comunicación como derogación del sistema policial.
En el interín, y demostrando una capacidad de reacción muy superior por parte de la Policía, el Memo 40 fue reemplazado por el Memo 106-11-000036/91, que era una variante prolija del anterior. Reconociendo formalmente que el principio general es el de la intervención judicial, establecía que excepcionalmente el jefe de la dependencia “podrá disponer la intervención oficiosa siempre que no se presuponga la situación de abandono o desamparo del menor y no exista una necesidad real y objetiva de sustanciar actuaciones”. Es decir, lo mismo que el Memo 40.
De modo que, pese a la Acordada (reunión en pleno de todos sus miembros) de la Cámara de Apelaciones en lo Criminal y Correccional, cuyo presidente ejerce junto al presidente del Consejo del Menor el Patronato de Menores, la policía federal seguía deteniendo menores sin intervención judicial, sin que ningún funcionario, legislador, Juez o fiscal se preocupara siquiera por corroborar las vibrantes denuncias, fundados en constancias de la causa penal, que a través de los medios hicimos al respecto.
La presión ejercida por la opinión pública logró finalmente que con fecha 5/7/91 el Jefe de la Policía Federal, Comisario Jorge Passero, dictara la Orden Interna n° 122 que resuelve: 1- En todos los casos en que se encuentren involucrados menores de 18 años, la Policía Federal debe dar estricto cumplimiento a la ley 10.903 y a los artículos 171 a 177 del Reglamento para la Justicia Criminal y Correccional remarcando que en todos los casos y sin excepciones se debe dar intervención al Juez Correccional de Menores de turno. 2- Se deja sin efecto el procedimiento policial ordenado por el Memorándum 40 del 19/4/65, las Ordenes Internas del 6/2/80 y 29/6/81, y el Memorándum 106-11-000036/91.
Esta derogación policial terminó aparentemente, en lo normativo, con las “razzias” y detenciones ilegales como las ocurridas en el Estadio Obras el 19/4/91 y con el sistema policial subterraneo, por lo que festejamos su firma, pero no sin formularnos una reflexión hasta hoy válida: Fue la propia policía, quien, al ver hecho público su sistema secreto lo derogó. No hubo una clara señal de los poderes del Estado, en cuanto garantes de los derechos civiles y humanos de la población, ordenando la inmediata derogación; o mejor aún, declarando que tal sistema fue siempre inconstitucional y que las detenciones -millones, en 26 años- en las que se aplicó, fueron todas ilegales.
Logramos la declaración de su inconstitucionalidad en el caso especifico de Walter Bulacio y en el marco de la causa judicial, llegando a la máxima instancia nacional, cual es la Corte Suprema de Justicia, a través del ultimo recurso que era posible interponer. Pero la sociedad no tiene la certeza de que, al día siguiente de esa derogación, la policía federal no haya instaurado un nuevo y perfeccionado sistema secreto, o que no exista en otros ámbitos diferentes al de los menores.
Menos aún sabemos si existen similares “normas” secretas contra legem en las provincias. Lo grave, y lo que confirma que nada de lo analizado es casual, es que ningún legislador, ningún juez, ningún fiscal, ningún funcionario se hayan planteado esta duda. Y si se lo preguntaron, nada hicieron por encontrar una respuesta.
Nunca ha sido tan evidente el divorcio entre el Ser y el Deber Ser. Este doble sistema subsistió y fue efectivo a través de las décadas no sólo merced a la “eficiencia” policial en el tema, sino fundamentalmente gracias a la complicidad deliberada o por omisión de los garantes del sistema, especialmente Jueces y Legisladores. Por comodidad, ignorancia o desinterés facilitan la labor de los transgresores y la perpetúan. El eclecticismo también colabora, al igual que la burocracia judicial y legislativa.
Un párrafo aparte merecen los funcionarios del Poder Ejecutivo que son los superiores jerárquicos de la Policía Federal. Sólo hay dos hipótesis posibles: o conocen la situación, y por ende la avalan, convirtiéndose en cómplices, o la desconocen y son por lo tanto ineptos para hacer cumplir las leyes a sus subordinados. El Comisario Espósito, quien organizó y dirigió la razzia en la que se detuvo a Walter Bulacio, está procesado por privación ilegítima de la libertad.
Sus superiores, el Jefe de la Policía y el Ministro del Interior, por nombrar sólo dos, son tan responsables como él, aunque por supuesto sin morigerar su responsabilidad primaria directa.
El Estado de Derecho no admite grados: existe o no existe. Mientras subsistan situaciones amparadas por sistemas normativos extra o para-legales, es evidente que no podremos decir que en nuestro país existe un Estado de Derecho.
CONCLUSIONES:
Gatillo fácil, desapariciones, torturas, razzias, edictos policiales y detenciones ilegales son algunas modalidades de lo que llamamos violencia institucional, destinada a lograr el disciplinamiento social de individuos y grupos. De tal forma la violencia institucional resulta funcional, inherente e imprescindible para el modelo socio económico imperante en Argentina y Latinoamérica.