Nota Editorial

CORREPI - Antirrepresivo, abril 1999
01.Abr.99    ANTIRR - 1999 Abr

En el último tiempo ocurrieron varios homicidios de agentes policiales que recibieron profusa atención de la prensa en un contexto que merece algunas reflexiones.
En primer lugar, debemos ver con claridad la diferencia que existe entre una conducta que lesiona un derecho subjetivo y aquella que vulnera los derechos humanos. La muerte de cualquier persona, sea o no policía, cometida por otra persona, constituye el delito previsto y castigado por el art. 79 del Código Penal: Homicidio. Dependiendo de las circunstancias, puede configurarse alguno de los tipos agravados, pero siempre será delito de homicidio, que -calificado o no- tiene por bien jurídico protegido la vida humana, en tanto derecho subjetivo de las personas, y como tal, es penalizado y debe ser castigado.
Los Derechos Humanos, como categoría social distinta y superadora de los derechos individuales o subjetivos, y por tanto universales, sólo pueden ser violados por el Estado, ya que éste, además de la obligación genérica de no dañar a otro que tenemos todos los individuos, tiene el deber funcional de garantizar la plena vigencia de esos derechos subjetivos de las personas. El estado tiene, por otra parte, el monopolio de la fuerza en el actual estado de la organización social, lo que convierte el homicidio perpetrado por sus agentes en una doble violación: a la vez que se afecta el derecho subjetivo del individuo, se lesionan los Derechos Humanos. El sujeto activo de la violación a los DDHH es un funcionario público “al servicio de la comunidad”.
Por ende, los homicidios cometidos por civiles contra policías son hechos que no constituyen violaciones a los derechos humanos, y no deberían ser materia de análisis de los organismos de DDHH. Por lo mismo, es incorrecto hablar de “gatillo fácil” de los delincuentes o de “derechos humanos tuertos”. El único victimario de los derechos humanos es -y sólo puede ser- el Estado. Pretender ampliar la definición es desvirtuarla.
En segundo lugar, no debemos olvidar que las muertes de funcionarios policiales en hechos relativos a su actividad no dejan de ser un riesgo cierto de su tarea, que no pueden ignorar al momento de decidir ingresar a la institución. Sin minimizar en absoluto lo que significa la pérdida de cualquier vida humana, va de suyo que un policía tiene mayores posibilidades de recibir una herida de bala en el ejercicio de su función que un operario, un maestro o un diariero en sus actividades cotidianas.
Es cierto, finalmente, que en los últimos meses murieron más policías que en años anteriores. Murieron más policías en servicio y muchos más que estaban de franco, como lo señala el reciente informe del CELS. Y murieron, en general, muchas más personas en hechos de violencia que involucran el uso de armas. Este contexto general de más muertes incluye más policías y más delincuentes o presuntos delincuentes muertos, y también más víctimas del gatillo fácil. Porque el aumento de muertes de policías y delincuentes en enfrentamientos reales no ha disminuido la cantidad real de delitos, del mismo modo que las “reformas” policiales no han bajado los índices de muertes por gatillo fácil, ni el código “de convivencia” disminuyó las detenciones arbitrarias. Lo que estas muertes policiales muestran, en todo caso, es el primer saldo concreto de la implementación cotidiana de las políticas de mano dura y tolerancia cero, que lejos de dar mayor seguridad a la población aumentan el riesgo para todos los que circulan por las calles.
El aumento de la violencia social y de la violencia horizontal, que los medios suelen destacar entrevistando enfurecidos vecinos convertidos en “justicieros” o armados como privados “vigilantes”, responde directamente a la profundización de la exclusión, que recibe como única “solución” oficial mayor represión. Sólo en la provincia de Buenos Aires hay 100.000 jóvenes entre 15 y 25 años que han abandonado la escuela y no tienen -ni tendrán en el futuro inmediato- trabajo. Esos chicos son la vieja consigna punk “no hay futuro” hecha carne. Si a esa realidad sumamos la desvalorización progresiva de la vida impuesta desde arriba y el énfasis mediático y social en buscar salidas individuales, no puede extrañar que algún porcentaje de ellos, por mínimo que sea, responda a la sociedad con la misma violencia que recibió de ella desde que nació.
Frente a la exclusión social, las respuestas del sistema son siempre represivas. No se discuten estos temas con el ministro de trabajo, de salud o de economía, sino con el de interior. Si mueren más policías, de inmediato se aprovecha para propagandizar y lograr consenso para más “profesionalismo”, que en buen romance significa mejores armas, mayor poder de fuego, y más represión. Ya trataron de hacerlo, campaña mediática por medio, cuando murió el cabo Ayala, en aquel asalto en Saavedra. Pero se olvidaron del pobre Ayala luego de comprobar que fueron balas policiales las que lo mataron. Si se comprueba el rumor de que el arma que mató al cabo Salomón Stambulli era un “perro” que él mismo olvidó en el asiento del patrullero, y que llevaba preparada para plantarla a los menores luego de “ajusticiarlos”, quizás pronto se olviden de él también (ver Página/12, 4-4-99 nota de H. Verbitsky).
Lo que no puede pasarse por alto es que, mano dura y tolerancia cero por medio, son cada vez más las muertes, son cada vez más las ejecuciones extrajudiciales, son cada vez más los gatillos fáciles, aunque la prensa mire para otro lado.