Boletín informativo nº 768, 27 de agosto de 2015.

CORREPI

Sumario: 1. Los candidatos de la inseguridad. 2. El Mataguachos de Fiorito no duerme tranquilo. 3. Entre Ríos: Marcha de policías en defensa de la tortura. 4. El “Rubio”: Más preguntas que respuestas, y una certeza. 5. Los represores quieren sindicato. Los trabajadores, no. 6. Próximas actividades.

Los candidatos de la inseguridad.

Desde el inicio del año electoral, las distintas fracciones presidenciables de la burguesía centraron su discurso, plataformas y propuestas en la categoría de la “inseguridad” como principal problema social.

No sólo desde los palcos llegaron las expresiones, sino también en el terreno de lo práctico. En lo que va del año, más de 100.000 efectivos fueron sumados a las distintas divisiones por fuerza del aparato represivo. Los resultados son los que vemos todos los días.

Hacia las elecciones de octubre, son varias las noticias que cuadran en esta maniobra. En estos días, Daniel Scioli –actual gobernador de la Provincia de Buenos Aires y candidato del Frente Para la Victoria- declaró, a propósito de la “capacitación” de las fuerzas provinciales y municipales, que la policía “debe cumplir con las expectativas de la sociedad”. Bien. Al parecer, el ex-motonauta entonces también sería vidente, de lo que quiere y cómo quiere ver.

Pensemos en Massa entonces, ex-intendente de Tigre y candidato a presidente por el Frente Renovador, quien recientemente sacó un spot que sintetiza sus propuestas: sacar las fuerzas armadas a la calle, creación de una suerte de DEA, proliferación de cárceles (“no cualquiera: sino de máxima seguridad”), aumento de penas, eliminación de las excarcelaciones y la ejecución condicional, baja de la edad de imputabilidad y más cámaras de vigilancia en la vía pública.

No nos olvidemos de Macri. Seguramente recordarán cuando decía que “ahora todo el país quieren una policía como la Metropolitana. Este año vamos a llegar a 6 mil efectivos. Nos faltan tres años más. Se necesitan 10 mil efectivos para tener un control total de la ciudad”.

Desde luego, en ningún caso se atinó a analizar la problemática que subyace al nivel de pobreza, sus causas y efectos, ni mucho menos a proponer una solución; tampoco se habló de ofrecer una solución a los problemas fundamentales que atraviesa todos los días el pueblo trabajador, la falta de educación, vivienda, salud y trabajo pasan a un nivel secundario. Son problemáticas que ellos mismos generan y garantizan que así sea.

La inseguridad entonces, es la llave que permite militarizar el país. Mientras tanto, aquello de lo que hablan y de lo que no –el robo organizado, el narcotráfico, la prostitución, las redes de trata- siguen siendo administradas por la policía.

El Mataguachos de Fiorito no duerme tranquilo.

La historia es conocida para los lectores de este Boletín. El 3 de junio de 2003, Juan Antonio Pelozo, policía retirado de la comisaría 5ª de Villa Fiorito, conocido en el barrio como el “Mataguachos”, fusiló a Matías Barzola (16) con un disparo que entró detrás de su oreja. Pelozo trabajaba para el intendente de Ezeiza, Alejandro Granados, hoy ministro de Seguridad bonaerense, en el programa Tolerancia Cero, antecedente de las Policías Comunales. En la Casa Rosada había un presidente nuevito que se llenaba la boca con los derechos humanos. Se llamaba Néstor Kirchner. El gobernador de la provincia de Buenos Aires, que había ganado con la misma boleta electoral, era Felipe Solá.

Todo el aparato estatal se puso a disposición del Mataguachos, que siguió recorriendo el barrio tan cómodo con su Ford Falcon marrón claro como con la impunidad que ya había ganado en media docena de asesinatos anteriores, los que le valieron el apodo. Pero se había topado con Estela Velázquez, la mamá de Matías, que dedicó toda su energía a militar en CORREPI, a impulsar la causa y sacarle el miedo a los testigos.

En diciembre de 2007, Pelozo pasó las navidades preso, por primera vez en su vida. En julio de 2008, el Tribunal Oral en lo Criminal nº 1 de Lomas de Zamora lo condenó, por unanimidad, a 13 años de prisión. En la Casa Rosada ya no estaba Néstor, sino su esposa, Cristina Fernández, y el gobernador bonaerense era Daniel Scioli. Granados seguía en Ezeiza.

Casi dos años después, en noviembre de 2009, el Tribunal de Casación provincial vino a poner orden a semejante atropello a la razón establecida. Los jueces Natiello, Piombo y Sal Llargués, dijeron que no los convencían los testigos que declararon en el juicio oral (que naturalmente ellos no escucharon); revocaron sin otro argumento la sentencia y absolvieron a Pelozo. El Mataguachos salió en libertad. Cristina y Daniel seguían en sus respectivos sillones, y Alejandro Granados todavía era intendente de Ezeiza. No se supo de ningún periodista o legislador “progre” que reclamara un jury de enjuiciamiento para los magistrados, que se harían famosos tiempo después por el fallo en el que redujeron la pena al violador de un nene con argumentos igual de escandalosos.

Pasaron los años y se sucedieron los recursos judiciales, a la par de las movilizaciones, para denunciar la maniobra y revertir la injusticia.

El Tribunal de Casación Penal bonaerense declaró inadmisibles los recursos de inaplicabilidad de la ley del ministerio público y la particular damnificada, Estela, con patrocinio de CORREPI. La Suprema Corte provincial rechazó el recurso extraordinario federal. Para 2012, llegó a la Corte Suprema nacional un recurso de queja directo. Cristina y Daniel seguían gobernando, y Granados pronto dirigiría toda la policía bonaerense desde el ministerio de Seguridad.

Pasaron tres años más, meta organización, denuncia, lucha, con Estela militando todos los días, en los plenarios del Encuentro Nacional Antirrepresivo, y en la primera fila de las movilizaciones. Pelozo había dejado el barrio, después que ningún pintor vecino quiso repintarle el frente de la casa, con la huella gráfica de cada escrache.

Hoy, cuando se acaba el turno de gobernar de Cristina, Daniel es uno de los candidatos posicionados para reemplazarla, y Granados sigue firme con su experimento policial en toda la provincia, a Pelozo se le fue la tranquilidad ganada a punta de pistola siempre lista para defender al patrón: en un verdadero sincericidio, tres jueces de la Corte Suprema de Justicia de la Nación dijeron que el fallo que rechazó el recurso extraordinario no tiene fundamento, que es “arbitrario porque carece de correlato con lo efectivamente actuado en la causa”, y ordenó a la Corte bonaerense que trate el recurso extraordinario rechazado.

Pelozo sigue libre, y no sabemos si finalmente se repondrá la condena, o si los cortesanos volverán a avalar la impunidad.

Pero suceda lo que suceda, en este agosto de 2015, el Mataguachos, ése que todo Fiorito sabe que le mató media docena de pibes, ése cuya hija atiende víctimas en la oficina de denuncias de la Fiscalía de Cámara en Lomas de Zamora, ése que patrulló Ezeiza con Granados y según cuentan los vecinos hoy anda “segureando” por otros lados, de vuelta no puede dormir tranquilo.

Entre Ríos: Marcha de policías en defensa de la tortura.

No es un error de tipeo. En la localidad de Rosario del Tala, Entre Ríos, el 20 de agosto hubo una marcha en apoyo de nueve policías acusados por torturar a dos pibes de 14 y 15 años.

En julio de 2012, la policía recibió la denuncia de un robo en una escuela. Detuvieron al primer adolescente que cruzaron. Lo llevaron a un descampado y lo sometieron a un simulacro de fusilamiento para que “confesara”. Luego, en la comisaría, lo apalearon y quemaron con cigarrillos. Otro chico, también seleccionado al azar para que se hiciera cargo del robo, fue torturado con picana eléctrica.

Ante la denuncia de la tortura, lo primero que debieron soportar los niños –acompañados por la Comisión de DDHH de Rosario del Tala- fue que los dieran vuelta como una media para verificar su relato. Como las víctimas de la dictadura, las de la democracia también tienen que probar que no mienten, y son indagadas más que los acusados. Pericias de todo tipo constataron que decían la verdad. Después de tres años, la causa llegó a juicio oral y tuvo sentencia el 25 de agosto.

Siete policías, Marcelo José Milezzi, Ludmila Natalí Soto, Héctor Leopoldo Mori, Claudio Marcelo Monroy, Gustavo Daniel Forneron y Neri Andrés Magallán, fueron condenados por tortura en concurso ideal con privación ilegitima de la libertad y vejámenes. Claro que les dieron el mínimo posible (8 años) y seguirán en libertad mientras tramiten los infaltables y eternos recursos de sus defensas. Pablo Leoncio Segovia, jefe de Investigaciones al momento del hecho, recibió dos años en suspenso como coautor de los mismos delitos, mientras que otros dos policías fueron absueltos.

Cinco días antes de la sentencia, un conjunto de familiares y amigos de los policías acusados, junto a policías en actividad, jubilados y retirados, venidos incluso de localidades aledañas, y comerciantes locales, se congregaron frente al edificio de los tribunales de Rosario del Tala. La convocatoria era bien explícita: solidaridad con los policías y repudio a la delincuencia (no a la de uniforme, claro). El único orador fue el comisario general retirado de la Policía de Entre Ríos, José Luis Schmunk, que según publicaron los medios locales “cerró la marcha con una frase que sintetizó el pedido común de los presentes: ‘No somos golpistas ni avalamos la tortura, nos manifestamos porque apoyamos y nos solidarizamos con nuestros funcionarios y sobretodo, sólo queremos vivir en una ciudad tranquila’.”

No, no son golpistas (no les hace falta). Son la mejor muestra de que no es un policía (ni nueve), sino una institución que tiene por función garantizar eso que el comisario llamó la “tranquilidad” de los “ciudadanos de bien” que lo acompañaron en la marcha. La tranquilidad de la burguesía, que bien vale torturar a pibes de 14 o 15 años.

El “Rubio”: Más preguntas que respuestas, y una certeza.

El imaginario popular supone que, cuando una causa judicial llega a la instancia del juicio oral, se conocen los detalles del crimen y “se devela la verdad”. La realidad, en cambio, muestra que en más de una ocasión, y especialmente cuando se trata de crímenes de estado, el debate es el broche de oro de la impunidad. La expectativa, concentrada en una serie de jornadas que prometen verdad y justicia, termina en una mayúscula frustración que, en el mejor de los casos, conduce, como en el viejo juego de la Oca, de vuelta a la salida, como si fuera el primer día. Sólo que, con años transcurridos desde el hecho, la viabilidad del reinicio de la investigación ya está perdida antes de recomenzar.

El recurso funcionó con causas de prioridad nacional y trascendencia internacional, como el atentado criminal en la sede de la AMIA, en la que el juicio oral sólo “sirvió” para probar que todo se hizo tan inexplicablemente mal, que semejante torpeza sólo pudo ser deliberada. Veintiún años después, reina la impunidad. No puede sorprender, entonces, que recurrentemente suceda lo mismo con las víctimas del aparato represivo estatal.

En estos casos suele usarse la táctica del “perejil”, preferentemente alguien vulnerable, sin recursos, y, mejor aún, con algún retraso mental. El 9 de septiembre de 1997, en Cipolletti, Río Negro, desaparecieron las hermanas Paula y Emilia González y su amiga Verónica Villar. A los dos días, aparecieron muertas en un terraplén. El caso, popularizado en los medios como “triple crimen de Cipolletti”, tuvo todos los ingredientes del encubrimiento policial y político. Rápidamente se acusó a dos indigentes, que tuvieron que ser liberados, para volver a elegir a otros dos, uno de los cuales fue curiosamente condenado por el secuestro, pero no por los asesinatos, que 18 años después siguen impunes. Al término del juicio oral, un familiar de las chicas declaró: “Fue un juicio que nos dejó más preguntas que respuestas”.

Algo semejante está mostrando el juicio oral por la desaparición de Facundo Rivera Alegre en Córdoba. La Cámara 11 del Crimen ya escuchó todos los testigos aportados en apoyo de la inverosímil tesis de la fiscalía, que supone que Facundo, “el Rubio del Pasaje”, fue asesinado en un barrio alejado del lugar donde se lo vio por última vez (el estadio del centro, donde tocaba un cuarteto que le gustaba) porque intentó pagar drogas con dinero falso. Luego, los dos presuntos autores del crimen, hijos de una conocida transa del barrio –uno de 15 años-, habrían escondido el cuerpo con tanta habilidad que nunca fue descubierto, y seis u ocho meses después lo habrían cremado en el cementerio municipal de San Vicente. Allí, el cerebro habría sido un empleado que no sabe leer ni escribir y tiene una discapacidad mental que no le permite operar maquinaria alguna, menos aún un complejo horno crematorio. Un cementerio, además, con constante presencia de cuatro a seis policías de guardia a metros de los hornos, que no funcionan sin que se note.

Frente a un tribunal que sólo parece interesado en saber si Facundo tomaba alcohol, consumía drogas o era peleador, ya es evidente que su madre no obtendrá ninguna respuesta, así como ni siquiera tuvo una explicación razonable de por qué fue su teléfono celular el que se mandó intervenir al inicio de la “investigación”.

Mientras tanto, el Rubio integra el listado de más de 200 personas desaparecidas en “democracia”. La enorme mayoría, como él, como Luciano Arruga, Iván Torres, Luciano González o Julián Antillanca, pibes de barrio sistemáticamente acosados por la policía.

Llegarán los alegatos y una sentencia anunciada, que, con o sin condena, no contendrá ni verdad ni justicia, aunque sí confirmará lo que ya sabemos: ¿Quién, sino el propio aparato estatal, puede desaparecer un cuerpo por años? ¿Quién, sino el propio aparato estatal, puede urdir una falsa trama y obturar toda posibilidad de investigación real?

Frente a las verdades que, por oposición, nos muestra este juicio, cobra fuerza y se impone como certeza la necesidad de profundizar la organización y la lucha, sin depositar ni un tantito así de confianza en el estado, sus gobiernos y sus promesas.

Los represores quieren sindicato. Los trabajadores, no.

El SIPOBA (“Sindicato” de Policías de Buenos Aires) llegó a la Corte Suprema con su reclamo para que el Estado lo reconozca como organización gremial de los policías bonaerenses. En una audiencia pública, en la que se destacó la presencia de Facundo Moyano en apoyo de los represores, el abogado de los policías explicó por qué quieren que se reconozca su derecho a la agremiación sindical.

Pero el pez por la boca muere. Puesto a explicarlo, el Dr. Alberto Lugones, abogado del SIPOBA, literalmente confesó: “…las órdenes que se dan son ilegítimas, entre ellos recaudaciones ilegítimas, medidas que favorecen el narcotráfico, recaudaciones respecto de la prostitución, del juego, del narcotráfico también, en las cuales una parte de la policía no tiene más remedio que aceptar órdenes que le dan por parte de superioridades que detentan el poder político” y agregó: “Es público y notorio que las recaudaciones suben a través de un mecanismo espurio ideado para sustentar las apetencias de ciertos funcionarios que tienen poder”.

¿Reaccionaron en algo los jueces de la Corte que lo escuchaban? ¿Le preguntaron quién da esas “ordenes ilegales” o quiénes son esos “ciertos funcionarios con poder”?

No. Lo que hicieron los jueces Maqueda y Lorenzetti fue competir para ganar aplausos de la abundante concurrencia de policías y otros represores, con comentarios como “la Constitución garantiza el derecho a agremiarse sindicalmente”, y patear la pelota hacia el Congreso, al grito de “¿por qué no hay una ley que habilite la sindicalización policial?”.

Nosotros respondemos: el que abandona su clase para convertirse en un represor, es un desclasado al servicio de los opresores. No es un trabajador organizado, porque la represión no es un trabajo, es una función necesaria para la explotación.

Aunque Moyano, Yasky, Micheli u otros reciban a los represores con los brazos abiertos, no cambia la realidad: las agrupaciones de policías, gendarmes, prefectos, servicios penitenciarios, vigiladores privados, en fin, represores organizados, no pueden se buena noticia para los trabajadores.

Los “sindicatos” policiales argentinos funcionan en la misma línea que sus pares del resto del mundo. En muchos casos, sus objetivos quedan claros con solo leer sus propias Declaraciones de Principios o Estatutos. “La finalidad y propósito de APROPOBA es desarrollar una acción reivindicatoria y beneficiosa para los trabajadores policiales, sus familias, la Policía de la Provincia de Buenos Aires y para toda la sociedad”, dice una de las agrupaciones de la bonaerense, declarando sin disimulo que se nuclean en defensa y reivindicación de la fuerza policial. Luego agregan, quejosos: “Nadie nos defiende de los injustos ataques, nadie se ocupa de brindar una buena defensa en juicio de nuestros compañeros que en cumplimiento del deber se ven atrapados en los laberintos del derecho”.

El Sindicato del Personal Superior de la Policía Federal Argentina emitió un comunicado en diciembre de 2001 defendiendo lo actuado por sus hombres en Plaza de Mayo el 19 y 20 de diciembre, y APROPOL exige “la participación de los trabajadores policiales en el diseño de políticas, planes y demás instrumentos que tengan relación con la seguridad pública”. No les alcanza con reprimir, también quieren que sus jefes los escuchen sobre cómo hacerlo mejor.

El pueblo trabajador no puede equivocarse en esto. Un represor NO ES un trabajador. Es el instrumento de nuestro enemigo.

Próximas actividades. (¡Agenda completa!)

Viernes 28, 15 HS – Radio abierta en la Estación de Burzaco del FFCC Roca

Sábado 29, 14 hs – Jornada cultural, grupo de improvisación teatral “Conurbamo Maldito”, música, stencils y comidas en nuestro local (Humberto 1° 1692)

Sábado 29, 11 hs - Muraleada por Víctor Avila en plaza de Moreno

Viernes 4, 19 hs - En La Toma (Estación de Lomas) Actividad de formación sobre el manual del pequeño detenido, convocando a jóvenes de las escuelas de la zona, abierta. Organiza Correpi e invita Biblioteca Social Gramínea

Viernes 4, 17 hs – Charla sobre el manual del pequeño detenido en Corralón de Floresta (Gaona 4660)

Sábado 5, 12 hs. - Mural en Maciel por el aniversario de Hugo