EL MOVIMIENTO DE DERECHOS HUMANOS Y LA CONFLICTIVIDAD SOCIAL
1. Breve historia
Los derechos humanos son la gran creación del siglo XX. La DECLARACIÓN UNIVERSAL DE DERECHOS HUMANOS ha sido el resultado de la derrota del fascismo, de la influencia del bloque socialista -no obstante la abstención soviética en la Asamblea de la O.N.U. del 10 de diciembre de 1948- y de las luchas anticoloniales y antiimperialistas del Tercer Mundo. Si bien muchos de los estados estaban violando los derechos humanos en el mismo momento que signaban el instrumento, hay que reconocer que su texto es el reflejo de fuerzas progresivas y democráticas que pugnaban por cuotas de mayor dignidad para el hombre y para los pueblos. Se puede concluir que la DECLARACIÓN UNIVERSAL -piedra fundamental de los DDHH modernos- es la expresión de relaciones de fuerzas favorables a los procesos emancipatorios y un hecho auspicioso en un siglo de grandes catástrofes para la humanidad.
Durante el período 50-80 los derechos humanos tuvieron un amplio desarrollo en su textualidad, con la creación de numerosos instrumentos que siempre fueron vistos con desconfianza por los sectores retrógados, aunque esas proclamaciones guardaban cada vez menos proporción con la vigencia real y efectiva de los derechos que enunciaban: cada vez había más derechos humanos escritos en el papel y cada vez menos vigencia real, a tal punto que, en la actualidad, Argentina debería ser campeona mundial de los DDHH si hubiéramos de medirla por los instrumentos humanitarios que ratificó. De manera que no está en discusión la estimativa axiológica que inspiró la consagración de los DDHH, la dignidad humana como su horizonte. Lo que realmente nos importa es su vigencia, su eficacia societalista: las inmensas mayorías -un tercio de la población mundial que vive en el extremo más bajo de la exclusión y un tercio que vive por debajo de la zona de pobreza- no se conforman con la sola proclamación de derechos cada vez más amplios y elaborados, tanto individuales como colectivos, sino que reclaman con razón la efectiva vigencia del derecho a la salud, a la educación, a la alimentación, a la no discriminación por causas raciales o religiosas; en suma, del derecho a una vida digna y a todos sus desagregados. Lo que realmente pasaba en el mundo y muy especialmente en el Tercer Mundo y en Indoamérica (en los 70-80) era que los DDHH se violaban con mayor intensidad hasta alcanzar niveles sistemáticos e integrar verdaderas políticas de estado para implantar modelos que garantizaran eficazmente la reproducción ampliada del capital en la escala transnacional.
A esta altura, abandonamos cualquier análisis sobre la literalidad de los DDHH enfocando en lo sucesivo la cuestión realmente importante: LA VIGENCIA Y EFECTIVIDAD DE LOS DERECHOS HUMANOS TAN ABUNDANTEMENTE PROCLAMADOS.
No podemos separar el análisis del comportamiento de los estados, tomando como punto de partida la tercera década del siglo, cuando el capitalismo debió reaccionar con todas sus fuerzas para afrontar la crisis estructural que empieza en la Bolsa de Chicago en 1929. Para sintetizar todo lo posible el necesario enfoque histórico hay que afirmar que, tanto la contribución inefable de John Keynes para el salvataje del capitalismo, como el papel preponderante de la social-democracia reformista con sus partidos de masas en Europa en el período de entreguerras, acuñaron el modelo de ESTADO BENEFACTOR que sirvió de soporte real al desarrollo de los DDHH hasta la gran contrarrevolución conservadora de los 70-80. A modo de síntesis: los DDHH son, por un lado, el resultado de la lucha de las masas; y, al mismo tiempo, una concesión necesaria del capitalismo en su lucha por sobrevivir. Esto explica por qué, tras las derrotas populares a escala universal y la correlativa contrarrevolución conservadora de los 70-80, los DDHH empiezan a ocupar otro lugar en el escenario, comienzan a ser la cara “buena” del sistema en muchos casos, cuando no a sustituir las funciones “benéficas” del estado desde un gran número de organizaciones “no gubernamentales”.
2. Derechos humanos y capitalismo
Tras las tareas contrarrevolucionarias concluídas por el estado terrorista, eliminado y derrotado todo proyecto viable anticapitalista, e incluso aquellos que se sostenían en burguesías locales con relativa autonomía frente al capital transnacionalizado, las políticas dominantes instrumentaron la “institucionalidad” a través de transiciones “democráticas” con mayor o menor grado de condicionamiento, pero que como rasgo general apuntaban a continuar y profundizar el modelo de dominación, aprovechando la “paz social” lograda a sangre y fuego, pretendiendo consenso y legitimación.
Una de las premisas que no debemos soslayar: la BÚSQUEDA MÁS O MENOS ORGÁNICA DE CONSENSO Y LEGITIMACIÓN de parte de las clases hegemónicas y el objetivo de gobernabilidad y disipación de la conflictividad social. Estas políticas han tenido y tienen sus contradicciones secundarias con el fin primordial del capitalismo -que está fuera de todo debate de ideas-: la acumulación más ampliada posible de capital y la obtención de la mayor tasa posible de ganancia en las mejores condiciones de perdurabilidad. Cualquier apartamiento de estos anclajes concretos nos limitará el análisis a perspectivas parciales, con el riesgo de teñir las conclusiones de maniqueísmo, como si la historia se construyera en los estudios de Hollywood con personajes buenos y malos. Omitir las condiciones materiales en que se desarrollan los DDHH nos puede llevar a una perspectiva sesgada, del mismo modo como se caracteriza la corrupción que, en rigor, no es una cuestión meramente eticista, sino que refiere a concretas disputas de fracciones de poder en algunos casos “seudo institucionalizados”. Que los DDHH hayan tenido en su desenvolvimiento histórico una ontología prioritariamente ética no quiere decir que operen en forma abstracta y ajena a las relaciones sociales y materiales concretas.
Sin embargo, nada es más auspicioso para formular políticas funcionales a la estabilidad del sistema y obtención de consenso que rodear al movimiento de derechos humanos de premisas falsas que disfumen las verdaderas intenciones, más o menos orgánicas y consensuadas, de los distintos centros de poder mundial del capitalismo.
Una construcción seudo-teórica sirve de soporte a esas políticas ambiguas que, a veces, sólo aparecen como claudicantes y, en rigor, son francamente consecuentes con sus propósitos gatopardistas. Vale precisar que algunos integrantes de los organismos “cooperadores” en grandes líneas con las políticas oficiales no son conscientes de esa “elaboración”, que ha dado en llamarse POSTMARXISMO y cuyos fundadores son ERNESTO LACLAU (argentino fundador del PSIN en la década de los 70) y su mujer CHANTAL MOUFFE. A decir verdad, su pretendida teoría no es otra cosa que un desleal contrapunto al socialismo científico con apariencia de consistencia. Esta breve aproximación teórica no deja de ser necesaria y útil si comprendemos que la consensuada “tercera vía”, como salida urgente a la crisis capitalista contemporánea, tiene a los DDHH como bandera fecunda a apropiar sustrayéndosela a los represaliados, explotados y excluídos, verdaderos titulares de la lucha por los DDHH. Esa “teoría post-marxista” tiene la oscura finalidad de sembrar la confusión y el desaliento entre las minorías realmente contestatarias al sistema, poniendo una vez más en evidencia que si bien son mayoría, los actores de la política “real” deben prodigarse para sostener el fetiche porque sencillamente carecen de razones teóricas.
JAMES PETRAS ha sintetizado los diez argumentos POST-MARXISTAS:
1. El socialismo fue un fracaso y todas las teorías generales sobre la sociedad están igualmente condenadas (critican todas las ideologías menos el post-marxismo y critican al sistema único de cultura como si ésta no fuera predominantemente única en el capitalismo globalizado);
2. El punto de vista de clase es reduccionista porque las clases se están disolviendo y los principales puntos de partida son culturales y se materializan en identidades (razas, género, etnias, preferencias sexuales). De allí que los conflictos sociales estén en un pie de igualdad: un enfrentamiento étnico, una no aceptación de minorías sexuales, una cuestión ecológica o un conflicto gremial valen lo mismo: la llamada LÓGICA EQUIVALENCIAL DE LOS CONFLICTOS;
3. El estado es enemigo de la libertad y de la democracia, es la “sociedad civil” la protagonista del mejoramiento social;
4. El planeamiento central conduce a la burocracia, por tanto los intercambios de mercado -acaso con regulaciones limitadas- permiten mayor consumo y mejor distribución;
5. La lucha de las izquierdas por el poder estatal conduce a regímenes autoritarios, por tanto reivindican las luchas locales con peticiones a las autoridades nacionales e internacionales como recurso democrático para el cambio;
6. Las revoluciones terminan mal o son imposibles, por lo tanto llaman a luchar por consolidar las transiciones democráticas para salvaguardar los procesos electorales;
7. La solidaridad de clases es categoría del pasado ya que no hay más clases sino situaciones fragmentadas donde grupos específicos (identidades) traban relaciones de autoayuda en aras de su supervivencia basada en la “cooperación” con partidarios externos (la solidaridad es un gesto humanitario interclasista);
8. La confrontación de clases conduce a la derrota y no resuelve problemas inmediatos, en su lugar la “cooperación” en torno a proyectos específicos redunda en desarrollo;
9. El imperialismo es categoría del pasado, en su lugar hay que entender que hay cada vez más interdependencia y hay mayor necesidad de cooperación internacional en cuanto a transferir capital y tecnología de los países ricos a los pobres (”inocentemente” desconocen los ritmos de exacción de utilidades de los países dependientes a los centrales como fuente de la mayor violación diaria de derechos humanos);
10. Es necesaria la financiación externa para organizar los grupo locales.
Como sostiene Petras “las transformaciones del capitalismo hacen más pertinente que nunca el análisis de clase, que es la clave para comprender el proceso combinado y desparejo de la tecnología y mano de obra y dentro del análisis de clase el de raza o el de género” .
Del análisis reseñado se desprende la íntima conexión entre estos “post-marxistas” y las ONG como verdaderas organizaciones que tienden a disolver el conflicto social, despolitizándolo y fragmentándolo mientras se vinculan con donantes internacionales y, por tanto, se subordinan a la agenda neo-liberal.
3. Materialización de un cisma anunciado.
Esta breve incursión teórica nos permite ubicar ciertos fenómenos contemporáneos del movimiento local de DDHH, sin tener que anatemizar por ello a las personas que lo integran, sino explicarnos las razones profundas, no siempre tan conscientes, que nos imponen corrernos de una lectura nada más que apasionada. Un breve recorrido de situaciones políticas dentro del vasto y hasta ahora heterogéneo movimiento nos permite reconocer que el cisma viene incubándose de muy lejos.
El ámbito al que solemos referir como “el movimiento de DDHH de la Argentina” contiene organizaciones que se relacionan de muy diversa manera con el Estado y el sistema. Hay quienes, por ejemplo, reconocen públicamente que reciben subsidios oficiales del mismo Parlamento que dictó las leyes de punto final y de obediencia debida y que, posteriormente, en una maniobra de suma hipocresía, derogó esas leyes en lugar de anularlas. No podemos obviar la fecunda tarea que realizan en la restitución de los niños apropiados por los genocidas. Nadie podría reclamarles otras tareas políticas ajenas a sus objetivos explícitos. Sin embargo es legítimo señalar que su accionar y sus resultados no se verían menoscabados si ahorraran algunas loas a jueces como Marquevich o Servini de Cubría, o fueran claras en las críticas al PJ y a la Alianza por sus políticas de impunidad, ni si reconocieran el carácter revolucionario de muchos de sus hijos, que combatieron con la más clara entrega y dignidad contra las mismas causas e intereses que hoy regentean los funcionarios con quienes ellas no vacilan en cooperar.
Otros se sostienen con fondos internacionales como los de la Fundación Ford que, a su vez, se nutre de dineros que desgrava de su deuda fiscal y, que por cierto, no va a destinar a ONGs que encaren una lucha obstinada por la vigencia de los DDHH a través de la confrontación y el cuestionamiento del sistema. Esto no significa que no podamos algunas veces trabajar en acuerdo en ciertas causas contra las policías y que no lo hagamos en el futuro. Sin embargo es poco probable que nuestra perspectiva a largo plazo sobre la vigencia de los DDHH pueda coincidir.
Con la llegada de CLINTON en 1997 la Comisión de DDHH de una Asociación profesional de Buenos Aires se pronunció en forma unánime por el repudio pocas horas después que Graciela Castañola de Fernández Meijide manifestara que era “del mismo palo” que el presidente norteamericano. Pocos días después, directivos de esa institución poco menos que intervinieron su Comisión de DDHH por esa “antigua reminiscencia” antiimperialista en tiempos de “cooperación internacional”.
Podríamos seguir con los ejemplos, recordando dirigentes reunidos con Corach y Toma, con quienes “no tuvieron cortocircuitos” en materia de políticas de seguridad, mientras condenaban los escraches por “antidemocráticos”, o a quienes se candidateaban para ser “ombudswoman” del gobierno radical de la ciudad, o a los que hicieron todo lo posible para disimular que entre los proyectos de Ley Antiterrorista, además de los peronistas, había varios de origen frepasista y radical. Quedan también algunos que porque no pueden o no saben resolver sus conflictos internos tienen un pie de cada lado del abismo.
Reconocemos, en cambio, que resulta más compleja la discusión sobre la legitimidad de las indemnizaciones para los familiares de desaparecidos. Si bien por una parte es incuestionable la transparencia ética que resulta de no convertir en dinero la sangre de los luchadores populares, también es cierto que las indemnizaciones no deben ser vistas en sí mismas sino por la función mediadora del dinero. No importa, creemos, que se cobre, sino cómo vuelve a la lucha consecuente ese dinero o, si en cambio, sólo va a reemplazar la memoria cristalizada de una lucha pasada.
A horas de la materialización de la fractura del movimiento de DDHH es conveniente reconocer las verdaderas causas que son bastante lejanas y anclan todas ellas en cuestiones políticas y no personales.
La derecha del movimiento siempre renegó de la violencia como si el resto fuera de por sí inexorablemente violentista. Silencian que -aunque no todos- muchos de los desaparecidos formaban parte de organizaciones revolucionarias armadas, lo que no hace otra cosa que enaltecer su memoria y su persistencia en las luchas actuales. La violencia popular, vale recordarles, no nació espontáneamente de los oprimidos ni en Argentina ni en ninguna parte del mundo: tras largos años de represión, explotación y hambre, llegó el tiempo en que los pueblos decidieron resistir, defenderse. En nuestro país lo hicieron a través de las organizaciones revolucionarias de la década del 70 que fueron el producto de un largo proceso de resistencia. No fue una decisión mesiánica, como muchos acusan, sino un producto histórico complejo que no se hubiera podido dar sin el respaldo -así haya sido transitorio- de las masas populares. La respuesta del estado ha tenido entre nosotros la más violenta de todas sus expresiones, primero con el terrorismo de estado, y luego con un verdadero estado terrorista que concretó la contrarrevolución conservadora y puso a la Argentina en el lugar que las clases dominantes locales y de afuera pretendieron.
Exterminada física e ideológicamente la verdadera oposición, no había razón alguna para no conceder desde el estado la “salida democrática”, manteniendo un aparato represivo directamente proporcional a los conflictos sociales que pudieran mover el escenario de estabilidad deseado para mantener la tranquilidad de la cadena capitalista, que aumenta su tasa de ganancia en la medida que no encuentre obstáculos en la lucha social, como la precarización actual del trabajo. Ese fetiche de la violencia política se completa con el fetiche de la extorsión democrática: ninguna acción de las masas debe poner en peligro la democracia, así que “sacar los pies del plato” es considerado por el “posibilismo” como actitudes de inadaptados que “carecen de responsabilidad política”. Es rigurosamente falso que la democracia se reduzca a las posibilidades electorales que, por ejemplo, en la actualidad, se circunscriben a de la Rúa, Duhalde o algún menemista ortodoxo, ninguno de ellos con vocación de realizar los DDHH en democracia, que se sepa.
En suma, no quedan dudas de que una política coherente y consecuente por la vigencia plena de los DDHH debe trascender las opciones capitalistas del sistema, cualquiera sea su ropaje o cosmética. Ni siquiera queda en pie la vieja discusión entre revolucionarios y reformistas, por cuanto no parece probable que la llamada “tercera vía” vaya a concretar “reformas” significativas en beneficio de las clases subalternas que no sean las estrictamente distraccionistas para disolver el conflicto social, muchas veces verdaderas mentiras de coyuntura como las asignaciones para los desocupados del Plan Trabajar de $ 200 que -además- no se les paga. La reforma de la policía bonaerense no hizo bajar los índices de gatillos fáciles, ni el remanido Código de “Convivencia” disminuyó la cantidad de detenciones arbitrarias. Entre tanto, las tendenciosas campañas de prensa y de agencias del estado que pretenden buscar consenso y legitimación, propagan “necesidades” represivas tildando de permisivas las leyes de fondo y procesales vigentes. Machacan tanto por derecha que algo siempre queda. A esas maniobras resultan utilísimas las políticas pusilánimes de los “posibilistas” que invocan las dificultades para insistir por más espacios democráticos. Los organismos sociales y de derechos humanos que no tengan una política clara frente a las mentiras del sistema corren el peligro de ser cooptados, cuando ya no lo han sido, para políticas contrarias a la vigencia irrestricta de los DDHH, pero que se quieren quedar con las banderas de lucha aduciendo un cierto “progresismo”. No entrar en ese juego no es necesariamente maximalista, es sencillamente no degradar la verdad.
4. CONCLUSIONES
Varios de los organismos tradicionales auspiciaron el 24 de marzo de 1999 la colocación de la piedra fundamental del monumento a los desaparecidos conjuntamente con el Gobierno radical-frepasista de la Ciudad, muchos de cuyos cuadros fueron intendentes o funcionarios de la dictadura y cuyos legisladores votaron las leyes de impunidad o forman parte del gobierno que indultó a los genocidas. Ese tipo de homenajes -las flores tiradas al río, las placas- no siempre, pero la mayoría de las veces en ese contexto, implican la nueva desaparición de los luchadores y combatientes populares inmolados: silenciar las razones de su lucha, que son las mismas que actualmente motivan su continuación, es volver a desaparecerlos. Consagrarlos por su lucha pasada, “porque ahora estamos en democracia” y nada que no sea funcionar en el marco del cretinismo parlamentario es democrático, es un posicionamiento ajeno a los principios inclaudicables que merece un movimiento consecuente de DDHH.
La ASOCIACIÓN MADRES DE PLAZA DE MAYO, los HIJOS POR LA IDENTIDAD Y LA JUSTICIA CONTRA EL OLVIDO Y EL SILENCIO, la ASOCIACIÓN DE EX DETENIDOS DESAPARECIDOS y la CORREPI repudiamos esa iniciativa el 24 de marzo por la mañana.
A la noche, esas mismas organizaciones y toda la izquierda, vaciamos la PLAZA DE MAYO, para culminar con otro acto frente al Congreso. De hecho tuvo que darse por terminado el acto “oficial”, que si bien contenía muchos de los reclamos de los que se iban, se negaba a denunciar frontalmente las políticas conniventes del PJ y de la Alianza. Es real que ese cisma aún no ha llegado al conjunto de la sociedad. Pero dos primeras cuestiones deben asumirse: primero, que el cisma no lo generamos nosotros, sino ellos al negarse al debate amplio y democrático y esconder hasta último momento el proyecto oficial del monumento en el espacio de convocatoria MEMORIA, VERDAD Y JUSTICIA. En segundo lugar, que la división viene de muy lejos, y que no es posible la unidad de quienes en última instancia tienen políticas funcionales al sistema con los que entendemos que la lucha consecuente por los DDHH lleva inexorablemente a confrontar. Los políticos que llenaron cargos de la dictadura militar y que votaron las leyes del perdón no tienen legitimidad política, histórica ni ética para constituirse en artífices de la memoria. Pero más grave es la participación activa de organismos tradicionales de derechos humanos que no debieran tener compromiso alguno con los gerentes del sistema, continuadores orgánicos de la política que realizó el genocidio de nuestros compañeros desaparecidos y asesinados.
Queda por delante el gran desafío: Comprender con sinceridad que son más las preguntas que las recetas, y que se hace imprescindible la formulación de políticas positivas y consistentes que no se vinculen con las maniobras electoraleras ni con las coyunturas políticas subalternas, siendo cierto que los organismos de DDHH no propenden al poder sino al testimonio, y tienen el deber de verdad y transparencia ante la sociedad. Quizás la mejor manera de medir la consistencia de las políticas que deberán acordarse con las organizaciones fraternalmente unidas por la lucha sea cuanto más nos acerque cada acción concreta a la efectiva vigencia de los DDHH.
La otra cuestión es no mantener en el lugar de lo personal lo que es esencialmente político, y tener presente que no todos los miembros de los espacios funcionales son totalmente conscientes sobre cuál es el objetivo de la política de sus organizaciones. Es y será nuestra consecuencia y firmeza en la lucha lo que contribuirá a la unidad, teniendo como único límite de los acuerdos aquellas políticas que nos alejen de nuestros objetivos preeminentes. La única lucha que se pierde es la que se abandona y, acaso, la que se traiciona. Probablemente de una política consecuente con los DDHH no surjan candidatos para los puestos del sistema, pero sí surjan candidaturas a puestos de lucha, resistencia y dignidad que, con el tiempo, serán mejor considerados por la historia que la tibia pequeñez mezquina de los artífices del posibilismo y del “realismo” político. Porque la lucha es tan larga y la historia no se preocupa demasiado en gratificar nuestras egolatrías en vida. Los procesos emancipatorios de los pueblos duran más que nuestro deseo biológico de protagonizarlos. Probablemente se nos acuse de iluminados y de irresponsables. No somos iluminados, sino que no podemos silenciar la realidad tal como quedó de manifiesto a lo largo de estos años sin otro auxilio que el de la dignidad. En cuanto a nuestra responsabilidad, la tenemos en la medida que seamos consecuentes con la práctica y no con la conveniencia politiquera de los empleados de los grandes capitales que hacen las veces de aprendices de brujos, intentando apropiarse de las banderas de lucha por las que murieron demasiados hombres y mujeres a lo largo de la historia.