La masacre de Ramallo y el burro de Grondona
El 9 de septiembre de 1999 el Dr. Mariano Grondona presentaba a su audiencia una vez más el “dilema de la seguridad”: Mano Dura o Mano Blanda son las dos opciones, lo peor es no elegir, fue la síntesis de su planteo, que ejemplificó con la fábula del burro enfrentado a un fardo de avena y otro de alfalfa, que muere de inanición por no ser capaz de decidir cuál de los dos alimentos es mejor.
Un burro al cual le dan de comer, y tiene que elegir sólo ante las opciones que otros deciden, parece ser en principio, además de un burro, un burro domesticado. Un burro no domesticado, no subordinado, o que se sepa insubordinar ante lo injusto, escapa de la situación sin salida de las sólo dos opciones; busca su alimento por otro lado, traza una línea de fuga, escapa a las alternativas excluyentes que el otro le propone.
Hemos sido durante casi dos años testigos y víctimas de una campaña mediático-política basada en el fraude de plantear como opciones binarias las garantías individuales y la lucha contra la delincuencia. La mayoría de los burros, domesticados, pendularon entre una y otra respuesta, sin replantearse el problema y sin detenerse a escuchar las voces -pocas, es cierto- que clamábamos por una formulación clara del problema por fuera del discurso impuesto desde el poder.
Dos situaciones recientes fueron el marco fáctico usado hasta el agotamiento: los asaltos con toma de rehenes por delincuentes adolescentes en Victoria y Villa Adelina, transmitidos en directo por la televisión, centrando el debate en las críticas a la jueza de menores Piva de Argüelles que en el primer caso liberó a los ladrones en resguardo de la vida de la abogada Ure y su familia.
Reclamo de juicio político a la jueza que priorizó la vida, y exigencia de “seguridad” para la “gente sana y honesta” fueron el eje de aquel programa, como lo viene siendo desde que se instalara en los medios el discurso de la tolerancia cero, la mano dura y la inseguridad. De dos horas de programa, apenas 5 minutos para que los Dres. Zimerman y Ferioli intentaran instalar el tema desde otro ángulo, superando el dilema binario del burro, y alguna oportunidad de la periodista Mónica Gutiérrez y del Dr. Soares de hacer un aporte lúcido en el mismo sentido.
¿Querían mano dura? Pues en Ramallo la tuvieron, y como los muertos son un gerente de banco y un contador no les gustó. “Es la primera vez que mueren rehenes” mintió descaradamente el gobernador presidenciable Duhalde. No es la primera vez, ni es tampoco la primera vez que un auto del que no salen disparos recibe 85 balas policiales -o 39, como en el caso Maione Míguez. Es que, en términos del sistema, la muerte de los rehenes fue un “daño colateral” no deseado.
Los hechos ocurridos en Villa Ramallo los días 16 y 17 de septiembre culminaron con dos rehenes muertos, la tercera gravemente herida, un delincuente abatido, otro herido, y el único ileso curiosamente ahorcado en la comisaría con una tira de tela. “La gente” y “los medios” parecen haber descubierto con el episodio de Ramallo que la policía no tira a las cubiertas de un auto que se escapa sino a la cabina; que hay ausencia total de coordinación entre los distintos segmentos de las Fuerzas de Seguridad al punto que hoy federales, bonaerenses y grupos especiales de unos y otros se tiran la papa caliente, incluyendo en el juego al ya ex Ministro de Seguridad Osvaldo Lorenzo y al Juez Federal Villafuerte Ruzo; que detener a un ladrón que huye vale la vida de cualquiera; que las comisarías tienen un índice de “suicidios” oportunos imposible de explicar racionalmente.
Nadie ha dejado de criticar el procedimiento policial. Duhalde, Menem, De La Rua, Fernández Meijide y los demás candidatos han coincidido en afirmar que “no quieren hacer campaña usando los muertos”, para hacer exactamente lo contrario a continuación. Lo que ninguno de ellos dijo ni dirá es que ESTA ES LA POLICÍA QUE EL SISTEMA QUIERE Y NECESITA y reproduce constantemente, aunque esta vez los haya puesto en un problema que los muertos sean de esa gente “sana y honesta” que los vota.
¿En qué hubiera cambiado el panorama si el auto verde sólo hubiera llevado a los ladrones? Los titulares ya no hablarían de Masacre ni preocuparía tanto que las gomas no tengan uno solo de los 85 tiros. Se hubiera hecho justicia fusilando a los delincuentes. El problema no es que mataran personas, sino que mataron “inocentes”.
Más de uno está pensando en “reformas legislativas” para evitar que “hechos de este tipo se repitan”. Si de legalidad se tratara, las normas existen, en este doble juego permanente de garantías formales y realidad represiva que supieron instalar. La ley orgánica de la policía de la provincia de Buenos Aires ordena a la policía usar sus armas sólo en defensa propia o de terceros cuando resulta imprescindible debido al estado de necesidad, y expresamente establece que si existe peligro para la vida de las personas, el policía debe anteponer el resguardo de ese bien superior al éxito de su tarea y a la defensa de la propiedad. El tema no es la legalidad, sino la legitimidad que el aparato represivo recobró en los últimos tiempos al calor de la “guerra contra la delincuencia”.
El tema es también que nos presentan una sociedad dividida entre ciudadanos honestos y delincuentes, resultando siempre los segundos pobres, negros, feos y sucios, cuando no sidosos, y los primeros altos, rubios y propietarios. Pero ni unos ni otros tienen una etiqueta o marca de fábrica que los distinga, y cuando se produce el “error” el sistema entra en crisis.
El día que asumió el Dr. Lorenzo como Ministro de Seguridad, el gobernador Duhalde dijo “Nadie puede hablar de gatillo fácil ni de policía de brazos caídos. La policía (bonaerense) abatió 90 personas e hirió a más de 600 en enfrentamientos en lo que va del año”. Ninguno de los que hoy se rasgan las vestiduras en memoria de los rehenes fusilados se horrorizó entonces por esos 90 ejecutados. Ni siquiera se preguntaron para qué nos enorgullecemos de no tener vigente la pena de muerte, que se aplica en algunos países a condenados por delitos gravísimos, si en la práctica, en seis meses y en una sola provincia, se ejecutó a casi un centenar de sospechosos de haber cometido delitos contra la propiedad.
Si esa es la justicia que “la gente” quiere o “los medios” proponen, deberían terminar con la hipocresía, derogar todos los códigos, y legalizar la ya legitimada “defensa por mano propia”, sin abusos ni excesos posibles, al estilo de la ley de Mississipi que permite al conductor de un automóvil matar sin preguntas previas a quien le parezca sospechoso de querer robarle el vehículo. En una palabra, decir lo que piensan como hizo el candidato Ruckauf al llamar a “meter bala” a los delincuentes.
Esa “gente”, que prefiere llamarse así y no PUEBLO, hizo propio el discurso de la inseguridad por culpa, sucesivamente, de las travestis, de las prostitutas, de los inmigrantes, de los menores, de los taxistas violadores, de los asaltantes de restaurantes y ahora de los tomadores de rehenes. Es la caracterizada “opinión pública” de las encuestas que necesitó la muerte de Carrasco para descubrir que los milicos “bailaban” a los colimbas, muchas veces hasta la muerte; que sólo creyó en la existencia de la Maldita Policía cuando el asesinado fue un fotógrafo de una revista importante; que ignoró las denuncias del genocidio de la dictadura hasta que se lo contaron Magdalena y Sábato, o peor aún, le creyó más a Scilingo que a sus víctimas, y que se tragó el cuento de la Reforma de la Bonaerense.
La enorme mayoría de quienes hoy quieren crucificar a los desaforados policías que dispararon contra el gerente y el contador del Banco Nación no reaccionaron igual con la masacre de Wilde, o la de Andreani, ni se acuerdan cómo murieron Vanessa Perinetti (6 años) o Jesús Martínez Monzón (7 años), acribillados por las balas dirigidas a presuntos delincuentes.
Son los que reclamaron indignados el alejamiento del Secretario Lufrano porque fue abogado del “Gordo” Valor, pero no se indignan igual porque el mismo Lufrano, y su jefe Osvaldo Lorenzo, hayan sido también defensores de policías asesinos y torturadores.
Son los que hoy claman al cielo por Justicia para los muertos de la masacre de Ramallo, y silencian que los preceden 550 muertos por las fuerzas de seguridad desde 1983. Son los que cuando están asustados resultan tan peligrosos que desatan guerras y después no saben cómo explicar las “víctimas inocentes”.
Son los que se hacen verdaderamente el burro cuando decimos que la Violencia Económica producida por el Poder baja verticalmente a las clases más desprotegidas y genera violencia social. Esta, en lugar de subir como una violencia revolucionaria y producir un estallido social, se horizontaliza entre pares (los pobres les roban a los pobres, como en las villas actualmente, rompiendo tácitos principios antes respetados), y rebota verticalizándose hacia las clases medias y media-alta.
Es el modelo económico el que comienza un tipo de violencia que se esparce luego, metamorfoseándose, en lo social. Una de esas formas, solamente una, que los medios muestran tanto como una punta de iceberg en un primer plano, es el robo y el asesinato. Tal vez quieran ignorar los medios que cuanto más lo muestren, más podrían contribuir a reproducirlo.
Durante décadas hemos recibido, de militares y neoliberales, dos mensajes claros del sistema: el poder está en las armas, y el poder está en el dinero. El delincuente encarna la síntesis de estos dos mensajes: toma armas para tomar dinero. Estas actuales formas del delito pueden leerse como la reproducción de lo que el sistema social y el modelo económico están enseñando hacer, para ser exitosos, para no quedar excluídos, para salir de la impotencia. Sólo que se reproduce como un síntoma: emerge de modo fallido, tarde o temprano fracasa, se excluye más, se marginaliza. Pero en la escalada no pueden parar, ni pueden pensarse.
Llamemos las cosas por su nombre. Lo que pasó en Ramallo pasa todos los días, sólo que sin cámaras y sin muertos VIP. No hay comisaría argentina que no tenga su preso ahorcado o quemado vivo de formas inverosímiles. No hay policía que priorice la vida -de nadie, ni la propia- sobre lo que constituye su rol social. No hay reestructuración, ni descabezamiento de las cúpulas, ni discurso político bonito y sentimental que impida la reproducción de lo que es inherente y funcional al sistema. Hay 550 muertos iguales a Cabezas, al gerente y al contador de Ramallo, al preso ahorcado y al delincuente fusilado. Hay un aparato represivo intacto, y una sociedad que lo legitima, aunque a veces proteste por esos “daños colaterales”.
CORREPI - Septiembre de 1999.-