No hay mecanismo que frene la tortura

CORREPI

En la última sesión del año, la Legislatura de la ciudad de Buenos Aires aprobó un proyecto de ley presentado por el Frente para la Victoria y Nuevo Encuentro para implementar un “Mecanismo Local para la Prevención de la Tortura y Otros Tratos y Penas Crueles, Inhumanos y/o Degradantes”, una de las formas habituales con que los estados se lavan las manos para sacarse las manchas que deja el mango de la picana.

En diciembre de 2002, las Naciones Unidas adoptaron el “Protocolo Facultativo de la Convención contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles Inhumanos o Degradantes”, que propone, a los países que lo aprueben, la organización de visitas a los lugares de detención “con el fin de prevenir torturas” y el habitual etcétera del título de la Convención, que más que oscurecer aclara. Es que la larga enumeración implica que una cosa es la tortura, y otras –distintas, porque si fueran sinónimos carecería de sentido el agregado- son los “tratos y penas crueles, inhumanos y/o degradantes”.

Esa distinción terminológica es el nudo de una gran trampa, que se cristaliza en muchas legislaciones nacionales, como la nuestra, con la abundancia de figuras penales como los apremios ilegales, las severidades y vejaciones, que suenan gravísimas, pero tienen penas bien leves (máximo de 5 años de prisión, 6 en la forma agravada por el resultado muerte), lo que permite la hipócrita y muy funcional coexistencia de una práctica penal que garantiza la impunidad de los torturadores -que es lo mismo que avalar el tormento- con un sistema normativo que aparentemente lo condena.

La enorme mayoría -más del 95%- de los casos de torturas que llegan a ser juzgados (que son los menos) son tipificados judicialmente con alguna de esas otras figuras, lo que facilita dos objetivos concurrentes. Por una parte, aun cuando se evite que opere el breve plazo de prescripción para estos delitos, y se llegue a una condena por apremios, vejaciones o severidades, la pena resulta de insoportable levedad, y es casi siempre excarcelable. Por la otra, cuando se produce la muerte de la víctima, el recurso judicial es apelar al homicidio, incluso, a veces, calificado, lo que evita que las estadísticas reflejen la comisión del delito de lesa humanidad, y permite apelar a la tesis del “hecho aislado” cometido por un individuo, independientemente de su condición de agente del estado.

La utilidad práctica de esas figuras de “tortura menor” es a veces explicada por los propios jueces en sus sentencias, que, aunque seguramente no sea su intención, confirman con sus elaboradas teorías que los apremios y demás tipos atenuados existen para que ellos tengan una alternativa punitiva más liviana frente a funcionarios públicos que, en definitiva, cumplieron su deber “en exceso”. Hace casi 30 años que venimos confirmando, juicio tras juicio, que el delito de tortura, y su forma agravada, la tortura seguida de muerte, sólo existe en el código penal para crear una ilusión, mientras oficialmente se defiende y protege al que aplica los tormentos, al que los ordena y al que los avala.

El análisis de la realidad en la Argentina, demuestra que la única diferencia tangible que existe entre los tiempos en que la tortura era un método universalmente válido y legal para interrogar o castigar prisioneros, y nuestros días, es la invisibilidad, potenciada precisamente por la enorme distancia que existe entre la textualidad normativa y la práctica real. Una distancia que no es, por cierto, fruto del insuficiente desarrollo de los mecanismos democráticos de control, sino que resulta de la necesidad del sistema, que requiere tanto la norma que prohíbe formalmente la tortura, como su práctica cotidiana, en una “clandestinidad” que es plena luz del día para quien abra los ojos, y quiera ver.

Es en este marco que se debe analizar el proyecto que se aprobó en la legislatura de la ciudad, siguiendo los pasos de la Nación, que aprobó el Protocolo con la ley 25.932, en 2004, sin que por ello se moviera ni medio milímetro el amperímetro de la tortura en el país. La CABA no es pionera en el tema. Para empezar, hay proyectos legislativos similares presentados en las provincias de Buenos Aires, Santa Fe, Neuquén, Entre Ríos, San Luis, Catamarca y La Rioja. En Misiones y Tucumán ya fueron aprobados, y ya “funcionan” en Chaco, Salta, Mendoza, Corrientes y Río Negro. La recurrencia de muertes por tortura en cárceles y comisarías de cualquiera de las provincias mencionadas, y en particular las del último grupo, con Mendoza a la cabeza, es prueba suficiente de que no hay “mecanismo” que frene la tortura.

Lo que habrá en la ciudad de Buenos Aires a partir de la aprobación de este proyecto, será un nuevo y ornamentado párrafo para agregar en los informes anuales que el Estado Argentino presenta ante el Comité Contra la Tortura de la ONU.

Porque la tortura sigue siendo imprescindible, para el estado burgués, como medio para lograr el disciplinamiento, el control social tan necesario para que unos pocos puedan dominar a una mayoría oprimida. Mejor lo explicó Franz Fanon, en un breve párrafo de “Los condenados de la tierra”: “…después de varios días de vanas torturas, los policías se convencieron de que se trataba de un hombre apacible, totalmente ajeno a cualquiera de las redes del F.L.N. A pesar de este convencimiento, un inspector de policía dijo: ‘No lo dejen ir así. Apriétenlo un poco más. Así cuando esté afuera se mantendrá tranquilo’”.

La tortura, como toda práctica represiva, sólo desaparecerá cuando mande el pueblo trabajador.