Nota Editorial

Correpi
15.Mar.04    ANTIRR - 2001 Mar

VIEJAS BATALLAS, NUEVO ESCENARIO

La lucha popular por las libertades públicas, la resistencia de la gente contra la represión, la demanda democrática de poner fin a la impunidad de los poderosos en Argentina, ingresan en un nuevo terreno. Las mismas batallas se libran en nuevos escenarios.

No habrá olvido ni perdón.

Miles compañeros y decenas de organizaciones sociales, culturales y políticas ganaron las calles porteñas y de las principales ciudades del país para conmemorar los 25 años del golpe genocida de marzo del ‘76 y ratificar la vigencia y actualidad del reclamo de castigo para los genocidas que secuestraron, torturaron, asesinaron y encarcelaron a miles de luchadores
populares.
El fallo del juez Cavallo -la misma persona que hace pocos años asistió legalmente a varios genocidas cumpliendo “profesionalmente”, según sus dichos, las tareas de defensor oficial- impulsa una nulidad de las leyes de impunidad que, de encontrar acogida en los tribunales superiores (casación, corte), implicaría la reapertura de miles de juicios contra genocidas de todo tipo y color: policías y militares, oficiales y suboficiales, represores en retiro o en actividad, famosos y desconocidos,
etc. Un organismo de derechos humanos (el CELS) que hace algunos años no vaciló en aceptar el envenenado convite de Balza de iniciar un camino de “diálogo y reconciliación” entre víctimas y victimarios, aparece hoy como el representante de la demanda popular ante la justicia.
Una vez más -como con el juez español que persigue a genocidas de acá y a luchadores de allá, como con el curioso partido de los lores versus Pinochet- cuesta distinguir, discriminar, ubicar donde está “lo bueno” y donde “lo malo” para los trabajadores y el pueblo. Es difícil imaginar que el fallo de la nulidad vaya mas allá del juzgado que lo dictó (tenemos
derecho a sospechar que si la sentencia fuera a quedar firme, quizás tampoco ese juez la hubiera redactado). Por ese lado y por el nombre de más de un sorprendente impulsor y adherente tardío de nulidades que ayer no reclamaron, se deducen claras maniobras orientadas no sólo a ganar prestigio individual o grupal, sino también a relegitimar un régimen político-institucional que cada vez se diferencia más de la dictadura sólo por aspectos de naturaleza formal.
Las lavadas de cara no logran sin embargo ocultar aquello “bueno” de lo que hablamos mas arriba. Los juicios en el mundo entero -y en ese marco hay que interpretar el fallo de acá- revelan que la lucha y la resistencia popular (nuestra lucha y nuestra resistencia) lograron mantener viva la exigencia de juicio y castigo, impidieron que se consolidara en el corazón y la cabeza de millones la idea de la “inevitabilidad” de la convivencia con los genocidas, que es también la “inevitabilidad” de un régimen
político en el que siempre deciden y ganan unos pocos banqueros, mientras las mayorías populares sólo somos base de arteras maniobras mediáticas y objeto de expoliación y explotación sistemática. En ese sentido, el fallo es también un logro de la pelea y contribuye a mantener abierta, cuando no a ampliar la grieta -una de las grietas- que hace vulnerable a la losa de la
impunidad.
La lucha contra el gatillo fácil desnuda las mentiras del discurso de la “mano dura” para “combatir la inseguridad”. Más de 800 personas muertas a manos de las policías federal o de las provincias se registran en los archivos de CORREPI desde 1983 hasta nuestros días. Los datos del año 2.000 son aún mas desalentadores: los 130 muertos en sólo doce meses no hacen mas
que ratificar una tendencia ascendente en cuanto al empleo brutal y sistemático de la violencia por parte de las “fuerzas del orden” cuando los que están en frente son, preferentemente, pobres, jóvenes y desarmados.
Quien quiere oir que oiga: no es una “asignatura pendiente” de la “joven” democracia ni es un flagelo que quedará atrás por la “autodepuración” de las policías. La clave de tanta muerte hay que buscarla en la función social que los sectores poderosos de la sociedad asignan a las policías para perpetuar y profundizar la desigualdad.
En abril se cumplirán 10 años del asesinato a manos policiales de Walter Bulacio y también de la impunidad de ese homicidio. La experiencia acumulada por el movimiento popular (y por la CORREPI como parte del mismo) nos autoriza (y del mismo modo nos obliga) a ganar las calles en este aniversario denunciando que detrás del discurso de la “seguridad” se esconden más gatillo fácil y más tortura policial. Será una excelente oportunidad para demostrar que el discurso de la “mano dura” no viene a
brindar seguridad ni tranquilidad a la vida de millones de personas, sino a buscar engañosamente su apoyo para mantener vigente una policía represora cuya única utilidad es la de amedrentar y controlar con dureza a millones de pobres y jóvenes socialmente excluidos.

Todos los luchadores populares perseguidos son nuestros compañeros.
La lucha de muchísimos compañeros permitió que el dirigente social Raúl Castells recuperara recientemente su libertad. Sin embargo, a la prisión de Emilio Alí en Mar del Plata -que lleva más de nueve meses encarcelado- se sumó la del abogado de Lomas de Zamora Cesar Matoso y, aunque transitoria, la detención de Emerenciano Sena en el Chaco. El chaqueño es un representativo dirigente de los desocupados, mientras que Matoso ha actuado en una gran cantidad de casos de tierras “tomadas” por movimientos de gente muy humilde necesitada de algunos metros donde construir sus viviendas. Como sucedió antes con el metalúrgico “Lobo” Martínez en Tierra del Fuego, con Panario y Christiansen en Neuquen o con el propio Castells, el encarcelamiento de Sena, Alí y Matoso no es más que una burda persecución política de compañeros que defienden el interés popular disfrazada de investigación o proceso penal.
Estas nuevas agresiones no pueden analizarse al margen ni de la tendencia creciente a la organización y confrontación de los movimientos de trabajadores pobres y desocupados, ni de la decisión gubernamental de echar mano del macartismo y la represión violenta.
A partir del 23 de abril próximo libraremos una nueva batalla contra la “judicialización” de la protesta: comienza en Mar del Plata el juicio oral y público a Emilio Alí, y mediante la movilización popular debemos impedir que avance un sólo centímetro más la nefasta política de condenar a los que están en la primera fila de la lucha por trabajo y dignidad.

Decíamos al comienzo que las viejas batallas contra la represión y la impunidad ingresan en terrenos nuevos.
Y es que las exigencias de castigo a los genocidas, de cese del gatillo fácil y de fin de la persecución a la protesta popular colisionan cada día de manera mas frontal con una institucionalidad política, legislativa y judicial absolutamente funcional al ajuste neoliberal y su perpetuación política.
En diferentes países hermanos de Latinoamérica crecen, se extienden y se hacen fuertes corrientes de acción popular -sociales, políticas, culturales- que cuestionan severamente el curso que la banca financiera y las oligarquías locales impusieron a la economía y la política durante los últimos años, con el conocido y lamentable saldo de miseria por doquier y una desigualdad social sin precedentes. Es lo que se ha dado en llamar la “crisis del neoliberalismo”.
Ese clima, con las particularidades del caso, se respira también en nuestro país y el paro de 36 horas de fines del 2.000 y los cortes de rutas y movilizaciones conjuntas desarrollados por los movimientos de desocupados hace menos de dos meses, demuestran que hay fuerzas en el pueblo como para conmover al modelo de los financistas y los oligarcas que ayer encarnó
Menem, y representa de De la Rúa. No es cierto que la crisis abierta en el gobierno el 16 de marzo se haya resuelto a favor de una mejor distribución de la riqueza y de un relanzamiento industrial. Cavallo llega -con sus manos manchadas para
siempre de sangre del genocidio- a cumplir las tareas que siempre cumplió: aumentar las ganancias de los poderosos a costa de la miseria y el hambre de millones.
Resulta innegable entonces que se avecinan tiempos de confrontación. El bloque de poder, los grupos económicos concentrados y los políticos del ajuste tienen decidido lanzar un nuevo mazazo sobre las mayorías populares y el pueblo,cuya resistencia ya venía en ascenso, hará frente al nuevo ajustazo con movilización, paros y cortes. En un contexto, entonces, de mayor confrontación, seguiremos adelante con las viejas y nuevas batallas contra la impunidad y la represión.

                  

Nota Editorial

Correpi
06.Ene.04    ANTIRR - 2003 Ago

“…RUIDO METALICO DE PAZ…”

“No se hasta donde irán los pacificadores con su

ruido metálico de paz
pero hay ciertos corredores de seguros que ya
colocan pólizas contra la pacificación
y hay quienes reclaman la pena del garrote para los
que no quieren ser pacificados”
(Mario Benedetti, “Oda a la pacificación”)

LA GUERRA
Con insistencia hemos empleado estas páginas para reiterar la denuncia: la campaña contra la “inseguridad” es, esencialmente, un recurso de las clases dominantes para apuntalar la deteriorada gobernabilidad.

Es que a los poderosos de la economía, la política y la TV no les ha resultado sencillo -al menos durante los últimos años- modelar una Argentina a la medida del FMI, Bush y compañía. Tampoco han tenido éxitos fáciles ni contundentes en su intento de paralizar o desnaturalizar el proceso de construcción y fortalecimiento de las revitalizadas organizaciones del pueblo, en particular las que hicieron propias los desocupados y las que se extienden por los barrios.

Casi sin fuerzas la mentira de que “los mercados” nos llevaban al paraíso, odiados como nunca los políticos a dieta (y cometa) de oligarcas y banqueros, sin aval interno ni internacional para imaginar un nuevo genocidio, los grupos económicos que tienen la manija en el país fueron convirtiendo a la “inseguridad” y al “combate contra la delincuencia” en destacadas banderas de contención política y ordenamiento social.

De Ruckauf y el “meta bala” para acá el discurso de ley y orden -miedo, delincuencia, más miedo, policía, leyes penales, más policía- ha sido uno de los principales recursos políticos enarbolados por los defensores de la desigualdad y el saqueo para intentar que nada (en lo esencial) se modifique.

Entre 1997/1998 y el momento en que escribimos estas líneas vimos a los políticos del régimen abrazar la causa de la “tolerancia cero” al influjo de medios que se “hadadizaban”. Cabalgando sobre la violencia social que ellos mismos construyeron -robos, secuestros, uso y abuso de armas y drogas-, los que no se quieren ir pese al clamor popular obtuvieron no pocos triunfos sobre la mal llamada “mano blanda”.

Así, desde la CORREPI fuimos testigos privilegiados de un ascenso alarmante en los números de víctimas -casi siempre jóvenes y humildes- del gatillo fácil. El próximo 29 de noviembre cuando reiteremos por séptima vez la presentación del archivo de casos, el número de muertes arbitrarias a manos de policías y fuerzas de seguridad superará los 1.300 desde 1983…

Pero la “mano dura” no sólo se refleja en los muertos. Las proclamas “aniquiladoras” de la supuesta delincuencia redundaron en multiplicación de malos tratos y amenazas, submarinos secos, picanas y golpizas en las comisarías de todo el país. Para muestra de la gravedad basta un botón: durante el año 2001 la Corte Suprema de Justicia bonaerense se vio en la obligación de crear un registro de casos de denuncia de torturas a menores de edad detenidos. Ello grafica la magnitud del flagelo y el crecimiento de las denuncias.

El ensanchamiento del aparato represivo transitó por caminos de ilegalidad (fusilamientos, torturas) pero también legales o pretendidamente legales. Desde la derogación del “dos por uno” hasta la implementación de la figura del arrepentido, pasando por la creación de nuevos delitos y por el aumento de penas en otros ya existentes, presenciamos un inocultable endurecimiento de la legislación penal (con la única y conocida excepción del indulto que los legisladores confirieron a los banqueros al modificar la ley de subversión económica).

Menem, Cavallo, Mathov, Gastaldi y Alderete recuperaron su libertad; De la Rúa y Mestre nunca fueron detenidos pese a la masacre del 20-12; Nazareno y la siniestra banda de la Corte están prontos a ser indultados… Pero a no confundirse: el “manodurismo” se expresó también en las leyes de procedimientos penales, lo que se reflejó en un escandaloso crecimiento de la población carcelaria. Solamente “salieron por la otra puerta” los peligrosos delincuentes que mencionamos más arriba, pero la suerte de los presos “comunes” fue bien distinta. Entre 1997 y el 2002 la población carcelaria total del país ascendió de 30 mil a cerca de 55 mil y sólo en la provincia de Bs. As. en los últimos 4 años pasó de 16 a 25 mil la cantidad de personas que se hacinan en penales y comisarías.

Hay síntomas, sin embargo, de que progresivamente algunos velos van cayendo. Propugnaban más penas, más presos, más cárceles, más dureza policial. Pocos lo decían en voz alta pero se les notaba en las miradas: había que “aniquilar” a los chorros, “hacer cantar” a los sospechosos. No fue poco lo que consiguieron: el sistema penal y la acción estatal violenta -legal e ilegal- se han ensanchado y endurecido, la represión ha ganado en extensión e intensidad.

Pero no son pocos los que comienzan a preguntarse: ¿y la “mano dura” no iba a traer seguridad?; ¿no era que el “combate a la delincuencia” desembocaba en la tranquilidad?.

ALGUNOS TIROS POR LA CULATA
De la Rúa, Mestre, Santos y el resto de la banda pensaron que con gases arreglaban “el asunto” el jueves 19 de diciembre por la noche, cuando la Plaza se llenaba de repudio al estado de sitio, al hambre y al corralito. Gasearon mientras lanzaban una furibunda campaña macartista con la idea de replegar a la gente y aislar a los mas combativos. Lograron mandar a su casa a algunos asustados dirigentes seudoprogresistas (que atribuian la pueblada a una “manipulación” de derecha), pero la respuesta popular fue la movilización y el enfrentamiento a la policía en las calles. Lo que quedaba del gobierno aliancista -ya en franco plan criminal- imaginó zafar infundiendo terror en el mediodía y la tarde del 20. Así asesinaron a “Petete” Almirón y a 5 compañeros más en el centro de Buenos Aires, y a más de 30 en todo el país, pero el plan también falló y al anochecer dejaban la Rosada por los techos. El repiqueteo de años de la campaña de “ley y orden” y el macartismo de esos días no dio a la derecha los resultados esperados: en la memoria popular el gobierno y la policía son los responsables de la masacre y los caídos parte del pueblo luchando por sus derechos…

El 26 de junio de 2002 al que le salió el tiro por la culata fue a Duhalde. En nombre del orden, de la seguridad, de los “derechos de todos” montó una maniobra para aislar y amedrentar a lo más consecuente y combativo del movimiento piquetero. Durante los días previos vimos al presidente, a Alvarez (”Juanjo”, para los amigos), a Atanasof, preparar el terreno con mentiras, falsas acusaciones a los luchadores y calculadas dosis de terrorismo ideológico para la teleaudiencia. El comisario Fanchiotti -junto a otros bonaerenses, la prefectura, la gendarmería y la federal- fueron los ejecutores de la parte mas oscura, los verdugos -literalmente- de Maxi y a Darío. Cuando la sangre de los compañeros aún estaba caliente los multimedios -con el Grupo Clarín y Crónica a la cabeza- ya difundían una distorsionada versión de los hechos que, obviamente, demonizaba a los piqueteros y justificaba la represión desatada. El 27 se jugó una pulseada brava: las fuerzas combativas ganaron la calle poniendo el pecho al macartismo (al que otra vez hicieron el juego ciertos seudoizquierdistas que llamaban a “desensillar…”) y forzaron la verdad, hasta allí oculta, mediante las fotos que revelaban los asesinatos.
PARRAFO TANO
El discurso de la “mano dura” no logró impedir que millones vieran la realidad. Una vez más los asesinos fueron asesinos y los caídos, el pueblo…

Cuando el asesinato policial se descarga relacionado con el “combate al delito” las cosas suelen aparecen muy confusas en la percepción generalizada, pero el temor y la bronca por robos, secuestros o violencias varias no ha impedido a los sectores populares rebelarse activamente -como en El Jagüel cuando lo de Diego Peralta- o tomar partido con claridad -como frente al cobarde homicidio de Ezequiel Demonty por la brigada de la comisaría 34ª PFA- contra el gatillo fácil, la tortura y la corrupción policial.

Pese a la tremenda angustia que se vive en millones de hogares por la desocupación y la pobreza, pese al miedo que se ha ido extendiendo en los barrios, pese a la tremenda campaña por más represión y “mano dura” que padecemos desde hace años, en las mayorías populares siguen deslegitimadas las fuerzas represivas estatales, llegando en muchos casos a niveles inéditos en nuestra historia. A ello debe sumarse, en el momento del análisis, que comienza a advertirse -si no masivamente, al menos en sectores más críticos e informados- que el discurso del endurecimiento penal, el “combate contra la delincuencia” y la “tolerancia cero” no ha redundado en ningún tipo de resultados si lo que se espera es tranquilidad, o, como gusta a nuestros dirigentes, “seguridad”…

TIEMPOS DE PAZ…
Alguna vez sostuvimos que la campaña de más-y-más-sistema-penal no había irrumpido en 1997/1998 porque sí. Mencionamos entonces algunos factores que habían determinado a las clases dominantes a privilegiar este curso de acción: a) comenzaba a estancarse la economía e ingresábamos en la fase recesiva aún vigente; b) irrumpían las puebladas y los cortes de ruta de los movimientos de desocupados; c) tanto las fuerzas policiales (crisis de la bonaerense, caso Cabezas) como las demás fuerzas de seguridad (gendarmería reprimiendo en el interior del país) se encontraban seriamente deslegitimadas; e) los 20 años del golpe habían dejado en evidencia que “no había olvido ni perdón” para los militares.

Desde hace no pocos días y (para sorpresa de algún desprevenido) desde muchas de las mismas voces que ayer pedían leña y leña, hemos comenzado a escuchar llamados por la “paz”. Buena parte de lo más reaccionario de la Iglesia, alguna dirigencia de la DAIA que coqueteó con Menem, las corporaciones oligopólicas de la información en pleno, empresarios como Cornide (hasta ayer nomás socio de Massera) y hasta las jefaturas policiales y de prefectura se han unido para llevar adelante una serie de actividades planteadas públicamente como “jornadas por la paz”.

¿Es que acaso los que hasta ayer promovían la guerra ahora se arrepintieron y, volviendo sobre sus pasos, se tornaron democráticos, tolerantes e igualitarios?¿O estamos frente a una maniobra gatopardista para que, en definitiva, siga su curso la violencia represiva estatal?

¿O sucede que el discurso de la “mano dura” encuentra límites para sumar adeptos y en la polarización que provoca aparece más pueblo con los cartoneros que junto a Macri, más apoyo del lado de los piqueteros que del del gobierno, más repudio que aval para la policía…?.

El momento histórico y político en que irrumpen las convocatorias “por la paz” y buena parte de sus principales impulsores obligan, por sí solos, a desconfiar de sus propósitos. Si además se trata de una “paz” asociada a la “seguridad” o a la “ley y el orden”, amiga de policías y prefectos y no una paz planteada -como debe ser- resultado de la justicia social, entrelazada con las necesidades y reclamos de los más marginados y olvidados, tenemos derecho a decir que esa “paz” no es más que la misma guerra pero con otro envoltorio.

Como dijimos en nuestro pronunciamiento del 08-09-02, cuando dejábamos en claro que no éramos parte de las convocatorias “pacificadoras”, debemos preguntarnos “¿Qué tipo de paz queremos? … ¿La paz de los cementerios que quieren las fuerzas policiales y sus hacedores, la “paz” del meter bala a los pobres, de las razzias en las barriadas populares, de la sumisión frente a las arbitrariedades de los uniformados y los poderosos?”.

Que los de arriba construyan un discurso tramposo que despierte algún tipo de ilusiones en millones de honestos compañeros, no hace verdadera a la mentira ni modifica nuestras posiciones.

Habrá paz cuando se vayan todos; habrá paz si hay trabajo, educación y salud para todos; habrá paz cuando se acabe la represión.

                  

Nota Editorial

CORREPI - Antirrepresivo, agosto 1999
01.Ago.99    ANTIRR - 1999 Ago

La llamada “inseguridad” se transformó en uno de los principales ejes políticos- sociales del país. Bajo este rótulo se han desarrollado múltiples temáticas que, fundamentalmente, ponen en cuestión la vigencia de libertades democráticas. Salvo excepciones -casi siempre impuestas por sus altavoces, que han procurado estigmatizar a los defensores de los DD HH como los defensores de los delincuentes- el debate de la inseguridad no ha ingresado en la agenda de los “derechos humanos”.
Sea por la monumental campaña destinada a relegitimar el aparato policial - judicial punitivo, sea por la manipulación mediática de la “administración del miedo”, o por reiteración de la dificultad de relación con los sectores pobres -reales blancos del manodurismo-, lo cierto es que no ha habido un propuesta popular pues no hubo un análisis popular de la “inseguridad”.
Así, no fueron pocos los dirigentes sociales -honestos y democráticos- que, aunque percatados de la gravedad del fenómeno, se han visto compelidos a proponer “soluciones concretas” para el “problema de la seguridad” sin cuestionar la propia formulación “oficial” del problema: La seguridad depende de la proliferación de los delitos, los únicos delitos son aquellos que cometen los pobres, la solución al delito pasa por más facultades policiales (no atarles las manos), mayores penas, jueces que no permitan que los delincuentes “entren por una puerta y salgan por la otra”, etc.).
Se ha (quizás también hemos) reproducido el discurso jurídico- penal falso, ya que no hemos tenido otra alternativa dialéctica para enfrentarlo. Debemos ser capaces de construir uno propio que deseche el temario impuesto por la televisión, el neoliberalismo, las necesidades imperialistas. Sobre la base de nuestras herramientas de lucha, de nuestras propias preocupaciones, despojándonos de ciertos prejuicios clasistas (al derecho y al revés), como punto de partida de una formulación programática que sirva para la pelea y el debate, los organismos de DD HH más el bloque que se alinea en esa defensa, debemos encontrar la “respuesta” que nos reclaman la coyuntura y el futuro.
Creemos que este debate debe partir de la superación de dos taras limitativas: En primer lugar, el mero garantismo o legalismo. El otro, el puro politicismo. Entendiendo por garantismo apelar a normas vigentes de carácter democrático o que ponen contrapesos al poder, ello puede resultar sumamente efectivo en circunstancias concretas, donde la cuestión principal en disputa es una acción represiva en contra o al margen de la ley; sin embargo, el garantismo adoptado como única y principal fuente para enfrentar la campaña vigente y la que se viene con el próximo gobierno, surge al menos estéril y hasta complaciente. La relevante sentencia condenatoria obtenida en la Causa Gianinni, en el que se debatieron pública y jurídicamente los alcances de los “deberes” policiales frente al delito contra la propiedad, con una defensa policial que sostuvo la ruptura de la “legalidad”, ha sido una victoria importante frente a la ideología de la “mano dura”, pero que no altera su esencia ni su difusión.
El endurecimiento del sistema penal que se propugna desde el establishment empuja a la legalización de la barbarie, por vía de reforma a las leyes o de reinterpretación reaccionaria de las ya vigentes. La simple legalidad muchas veces conduce a soluciones totalmente reaccionarias o inmorales.
Debemos armarnos teórica y doctrinariamente no ya para cuestionar sólo la ilegalidad, sino también LA LEGALIDAD o LA SEUDOLEGALIDAD que deja impune el crimen cometido por el poderoso o que tiende a la instauración de un estado policial.
Carecer de una visión superadora del mero garantismo puede desarmarnos (aún más) frente a los cambios políticos que se vienen en el país: todas las versiones de recambio político del menemismo juegan un mix “mano dura + legalidad” persiguiendo la legitimación y el represtigio de la represión, sacándola de las manos de personajes impresentables como Corach o Toma, para que queden en manos de quienes parecen intachables pero no son menos derechistas.

El otro factor es un confuso “obrerismo” que prefiere ver los síntomas de la violencia social horizontal como manifestaciones de un “lumpenaje” sin relación alguna con la clase trabajadora. La resultante de esta visión es previsible: los asuntos de marginales (siempre manipulables por los valores sistémicos) no guardan relación con los segmentos sociales llamados a protagonizar la transformación estructural de las relaciones sociales, económicas y políticas.
Así, cárceles, drogas, armas, violencia familiar o robos, serían asuntos ajenos a los vecinos que se organizan por sus reclamos, a los desempleados que pujan por reingresar al sistema productivo, o a los trabajadores que reinvindican mejores condiciones laborales. “Delincuencia”, “inseguridad” o “mano dura” pasan, entonces, a ser materia de preocupación, y por tanto análisis y propuesta desde este enfoque, sí y solo sí se sospecha que se “reprimirán las luchas contra el ajuste o el sistema”. Quienes así razonan ven sólo el costado político de la represión, cuando empiezan a caer los primeros gases lacrimógenos. Mientras tanto, que condenen a prisión perpetua a menores de edad, que se amplíen las facultades policiales o que se restrinjan las libertades públicas, no les resulta de preocupación ya que atañen al lumpenaje.
Esta mirada, que pudo tener más asidero en tiempos de industrialismo y pleno empleo, parece no reflejar la delicada línea que hoy separa -por desesperación o necesidad-, el reconocimiento de clase y la salida individualista. Pero tampoco percibe el tremendo perjuicio que la propia campaña de “ley y orden” tiene con la organización, la toma de conciencia y la movilización de los trabajadores y el pueblo. Que la gente viva enrejada y encerrada frente a la TV, que sienta la necesidad de una fuerte y permanente presencia policial, que se acepte la solución judicial-punitiva para el enfrentamiento de problemas de inocultable origen social, repercute hoy y ahora en la vigencia de los derechos humanos, con absoluta independencia que la represión se descargue (o no) mañana sobre la protesta o reclamo popular.

NUESTRA PROPIA LECTURA SOBRE EL FENOMENO DE LA “INSEGURIDAD”
Nos preocupa, por un lado, el progresivo crecimiento, endurecimiento y salvajización del sistema penal, que los poderosos pretenden profundizar y acelerar en un doble sentido:
Primero, desde lo obvio, la acción de los policías, los jueces, los penitenciarios y los medios no es inocua ni cuando “previene” ni cuando “castiga”: deja tendales de víctimas.
El sistema penal es siempre una acción violenta del estado y cuanto más violenta y extendida es, menos democrática y libertaria es una sociedad.
Aumentar el número de presos es incrementar la “delincuencia” como alternativa de vida (retroalimentando, consecuentemente, el sistema penal) y es sumir a más y más familias en la marginación y el abandono, sin que exista atisbo alguno de “resocialización” en el actual sistema penitenciario.
Ampliar las facultades policiales es propugnar el “gatillo fácil” y la tortura.
Multiplicar la “prevención” (presencia policial, escuchas telefónicas, consejos vecinales, mapas del delito, guardias en interior de comercios o viviendas) supone aceptar mansamente el recorte de nuestra libertad.
No es cierto que la sociedad pueda ser individualista y antidemocrática para enfrentar al “chorro”, pero solidaria y combativa para enfrentar el ajuste. Hay un principio democrático básico: a más sistema penal, menos vigencia de derechos civiles y políticos.

Nos preocupa, además, la función del sistema penal ya no en su faz prohibitiva sino también en la configurativa, en aquella que incide en la determinación de prácticas y conductas, en la conformación del imaginario, ideario o conciencia popular.
La sola jerarquización del tema habla por sí sola de los valores dominantes: que no te roben el pasacassette o la televisión es (o pareciera) más importante que tener trabajo, obra social, educación o casa propia.
La acción del sistema penal impone ideas y valores, difunde mitos, oculta problemas, distorsiona conflictos. En estos días, se ha visto lo colosal de esta función: la “seguridad” es más reclamada que el trabajo; los pobres (más sospechados que nunca) se ven arrinconados para opinar o movilizarse; el sangriento aparato represivo encuentra oxígeno porque se construyó un “enemigo” -la delincuencia- que vino a re-legitimarlo.

Nos preocupa la perspectiva política de un ampliado, renovado y poderoso aparato represivo -en plena construcción y aggiornamiento- y su previsible accionar sobre el pueblo en situaciones de agitación, movilización y organización política y social.
Como contrapartida al aparente desplazamiento de los militares como “garantes de la seguridad de los intereses occidentales”, se verifica un ostensible pertrechamiento y preparación de las policías para adaptarlos a las nuevas necesidades del capital, todo bajo la batuta de EE UU.
Como en los tiempos en que los generales, almirantes y brigadieres se “perfeccionaban” en West Point o en Panamá, hoy está a la orden del día la preparación de federales, provinciales, gendarmes y prefectos por agencias yanquis. En cada capital sudamericana ya existen oficialmente oficinas del F.B.I. o la D.E.A., supuestamente para combatir al narcotráfico, al terrorismo (encarnado por el campesinado o los movimientos indigenistas) o al curioso invento de un embajador yanqui en Colombia, el “narco-terrorismo”.

Y nos preocupa, desde luego, el incremento de la violencia horizontal, de los robos violentos, del uso generalizado de armas entre particulares. Fundamentalmente, porque se vive con miedo, porque se ingresa en una espiral de violencia, porque no hay problema social que se resuelva individualmente ni victimizando a los explotados, porque se siembra el odio y la división entre quienes debieran estar unidos por la solidaridad y porque -como aprendimos del discurso alfonsinista post-dictadura o del menemista post- hiperinflación- para los de arriba somos mucho más dominables cuando nos obnubila, nos confunde o nos paraliza el miedo.

                  

Nota Editorial

CORREPI - Antirrepresivo, abril 1999
01.Abr.99    ANTIRR - 1999 Abr

En el último tiempo ocurrieron varios homicidios de agentes policiales que recibieron profusa atención de la prensa en un contexto que merece algunas reflexiones.
En primer lugar, debemos ver con claridad la diferencia que existe entre una conducta que lesiona un derecho subjetivo y aquella que vulnera los derechos humanos. La muerte de cualquier persona, sea o no policía, cometida por otra persona, constituye el delito previsto y castigado por el art. 79 del Código Penal: Homicidio. Dependiendo de las circunstancias, puede configurarse alguno de los tipos agravados, pero siempre será delito de homicidio, que -calificado o no- tiene por bien jurídico protegido la vida humana, en tanto derecho subjetivo de las personas, y como tal, es penalizado y debe ser castigado.
Los Derechos Humanos, como categoría social distinta y superadora de los derechos individuales o subjetivos, y por tanto universales, sólo pueden ser violados por el Estado, ya que éste, además de la obligación genérica de no dañar a otro que tenemos todos los individuos, tiene el deber funcional de garantizar la plena vigencia de esos derechos subjetivos de las personas. El estado tiene, por otra parte, el monopolio de la fuerza en el actual estado de la organización social, lo que convierte el homicidio perpetrado por sus agentes en una doble violación: a la vez que se afecta el derecho subjetivo del individuo, se lesionan los Derechos Humanos. El sujeto activo de la violación a los DDHH es un funcionario público “al servicio de la comunidad”.
Por ende, los homicidios cometidos por civiles contra policías son hechos que no constituyen violaciones a los derechos humanos, y no deberían ser materia de análisis de los organismos de DDHH. Por lo mismo, es incorrecto hablar de “gatillo fácil” de los delincuentes o de “derechos humanos tuertos”. El único victimario de los derechos humanos es -y sólo puede ser- el Estado. Pretender ampliar la definición es desvirtuarla.
En segundo lugar, no debemos olvidar que las muertes de funcionarios policiales en hechos relativos a su actividad no dejan de ser un riesgo cierto de su tarea, que no pueden ignorar al momento de decidir ingresar a la institución. Sin minimizar en absoluto lo que significa la pérdida de cualquier vida humana, va de suyo que un policía tiene mayores posibilidades de recibir una herida de bala en el ejercicio de su función que un operario, un maestro o un diariero en sus actividades cotidianas.
Es cierto, finalmente, que en los últimos meses murieron más policías que en años anteriores. Murieron más policías en servicio y muchos más que estaban de franco, como lo señala el reciente informe del CELS. Y murieron, en general, muchas más personas en hechos de violencia que involucran el uso de armas. Este contexto general de más muertes incluye más policías y más delincuentes o presuntos delincuentes muertos, y también más víctimas del gatillo fácil. Porque el aumento de muertes de policías y delincuentes en enfrentamientos reales no ha disminuido la cantidad real de delitos, del mismo modo que las “reformas” policiales no han bajado los índices de muertes por gatillo fácil, ni el código “de convivencia” disminuyó las detenciones arbitrarias. Lo que estas muertes policiales muestran, en todo caso, es el primer saldo concreto de la implementación cotidiana de las políticas de mano dura y tolerancia cero, que lejos de dar mayor seguridad a la población aumentan el riesgo para todos los que circulan por las calles.
El aumento de la violencia social y de la violencia horizontal, que los medios suelen destacar entrevistando enfurecidos vecinos convertidos en “justicieros” o armados como privados “vigilantes”, responde directamente a la profundización de la exclusión, que recibe como única “solución” oficial mayor represión. Sólo en la provincia de Buenos Aires hay 100.000 jóvenes entre 15 y 25 años que han abandonado la escuela y no tienen -ni tendrán en el futuro inmediato- trabajo. Esos chicos son la vieja consigna punk “no hay futuro” hecha carne. Si a esa realidad sumamos la desvalorización progresiva de la vida impuesta desde arriba y el énfasis mediático y social en buscar salidas individuales, no puede extrañar que algún porcentaje de ellos, por mínimo que sea, responda a la sociedad con la misma violencia que recibió de ella desde que nació.
Frente a la exclusión social, las respuestas del sistema son siempre represivas. No se discuten estos temas con el ministro de trabajo, de salud o de economía, sino con el de interior. Si mueren más policías, de inmediato se aprovecha para propagandizar y lograr consenso para más “profesionalismo”, que en buen romance significa mejores armas, mayor poder de fuego, y más represión. Ya trataron de hacerlo, campaña mediática por medio, cuando murió el cabo Ayala, en aquel asalto en Saavedra. Pero se olvidaron del pobre Ayala luego de comprobar que fueron balas policiales las que lo mataron. Si se comprueba el rumor de que el arma que mató al cabo Salomón Stambulli era un “perro” que él mismo olvidó en el asiento del patrullero, y que llevaba preparada para plantarla a los menores luego de “ajusticiarlos”, quizás pronto se olviden de él también (ver Página/12, 4-4-99 nota de H. Verbitsky).
Lo que no puede pasarse por alto es que, mano dura y tolerancia cero por medio, son cada vez más las muertes, son cada vez más las ejecuciones extrajudiciales, son cada vez más los gatillos fáciles, aunque la prensa mire para otro lado.