Notas de Prensa
Notas de prensa sobre el escuadrón de la muerte de zona norte.
POLICIAS Y AGENCIAS DE SEGURIDAD DEDICADOS A MATAR ADOLESCENTES
La larga vida del escuadrón de la muerte
Por Cristian Alarcón
Página/12 accedió en exclusiva al adelanto de un informe en el que por primera vez aparece reflejada la relación entre el “escuadrón de la muerte” de Don Torcuato y el negocio de la seguridad privada en la zona norte del Gran Buenos Aires, donde la limpieza social continúa. Se trata de una investigación realizada por un equipo de la Procuración General de la Suprema Corte bonaerense que señala los puntos oscuros de siete muertes de menores. Ni las denuncias de la Corte ni las de Human Rights Watch y Amnistía Internacional han frenado la sistemática eliminación de menores. Y en el informe publicado aquí aparece un nuevo caso, demasiado parecido a los anteriores: a Leandro “El Mono” García, un chico de 16 años, lo eliminaron el 30 de enero.
Al adolescente le dieron tres balazos cuando aspiraba pegamento en un descampado de la villa Bayres de Don Torcuato. Era vecino de varios de los muertos ya conocidos y los policías que lo “bajaron” son los mismos que asesinaron en agosto a Juan “Duende” Salto, quien había avisado a la Justicia que estaba condenado a muerte. Un testigo del crimen de García ya declaró: dijo que le pusieron la remera en la cabeza para que no viera, que García pidió por favor que no lo mataran porque lo esperaban su mamá y sus nueve hermanitos, pero que enseguida sonaron los disparos de la bonaerense, eternos en las villas donde la matanza se impone de la mano de los negocios que da la seguridad de los que más tienen.
La existencia de un escuadrón dedicado a ajusticiar adolescentes ladrones en la zona norte surge como una de las primeras conclusiones del trabajo de la Procuración. Se lee en cada caso lo que una altísima fuente de la Corte llamó ante este diario un “modus operandi producto de la actividad ilegal de policías y agencias de seguridad que cobran a los vecinos de barrios de clase media y countries” para preservar el orden y alejar ladrones. En una primera etapa –el informe es parcial– fueron investigados siete casos. Seis de ellos fueron siendo hilados por la investigación de Página/12 a partir del crimen de los chicos de Bancalari Gastón “Monito” Galván, de 14, y Miguel “Piti” Burgos, de 16, fusilados el 24 de abril de 11 y 7 tiros. Los investigadores marcaron en un mapa las muertes de estos menores: son siete puntos de colores en un triángulo perfecto formado por la Panamericana, al oeste; la avenida Belgrano al este y la Avenida Libertador San Martín al sur. En uno de los vértices marcaron el barrio Los Dados, donde funciona la sede de la agencia de seguridad Tres Ases, manejada por el personaje más popular para los vecinos inseguros y más temido por los adolescentes: el sargento Hugo Alberto Cáceres, alias “El Hugo Beto”. El, en sí mismo, sería el vértice del escuadrón y es el hombre más mencionado en el informe que este lunes tendrá en sus manos el ministro Luis Genoud y el gobernador Felipe Solá.
Los muchachos de siempre
Galván y Burgos eran parte de un grupo que solía robar en la zona para la compra de pegamento para “la bolsita” con la que pasaban los días “colgados” en las esquinas del barrio. Fueron “levantados” por un patrullero de la comisaría 3ª de Don Torcuato la tarde del 23 de abril cuando habían ido a comprar una lata a una ferretería de la ruta 202. Habían estado decenas de veces presos y habían denunciado a los hombres del grupo de calle de la Crítica –como se conoce a la 3ª– por torturas y apremios. Los encontraron al día siguiente a orillas del Puente Negro en José León Suárez. Tenían las manos y los pies atados. Al Monito, el de 14, le habían colocado una bolsa de nylon en la cabeza cuando ya estaba muerto: un inequívoco signo de la Bonaerense y su clásico método de tortura, el submarino seco. “El Monito y el Piti no son los primeros. Ya bajaron a varios y mandaron a decir que nos cuidemos porque somos los próximos”, le dijeron a este cronista los chicos que lloraban a sus amigos en el cementerio de Boulogne. Luego la búsqueda de este diario dio en los pasillos de las villas con los muertos que antecedían a “los pibes de labolsita”: Guillermo “Nuni” Ríos, Fabián Blanco, David Vera Pintos. Y luego con el posterior, Juan “El Duende” Salto, asesinado en agosto.
En cada caso de la lista (ver nota aparte) los nombres de los policías se van alternando. Cáceres por ejemplo es el que participó de los supuestos enfrentamientos con Ríos y con Blanco. Los investigadores lograron determinar que en el caso de Ríos “no hubo enfrentamiento”. Aquel 11 de mayo Cáceres estaba acompañado de Marcelo Anselmo Puyo, sargento 1º del Comando Patrullas Tigre. En la muerte de Blanco otra vez el protagonista es Cáceres, acompañado en esa oportunidad por el agente Horacio Gallardo, del Comando Patrullas Tigre. Los pesquisas destacan en su reporte que el homicidio, ocurrido el 1º de noviembre del 2000, se empezó a investigar tres meses más tarde. Con Juan Salto, muerto en agosto del 2001, ya no aparece el propio Cáceres: los que lo matan son el sargento 1º Juan Esquivel y el cabo 1º Enrique Chacón, los dos del Comando Patrullas Tigre. Una de las primeras dudas que los investigadores confiaron a este cronista cuando iniciaron la revisión de las causas fue que no encajaba en la hipótesis de una eliminación sistemática el hecho de que en algunos homicidios los matadores resultaban ser no de la comisaría 3ª, sino del Comando, y que por lo tanto esa diferencia podía derrumbar la idea de la existencia de un escuadrón. “Lamentablemente ustedes tenían razón”, fue lo primero que una altísima fuente de la Procuración le dijo a Página/12 cuando le confió el informe.
Perros de la calle
Sucede que esa diferencia parece no ser tal en la zona del “triángulo de la muerte” monitoreado por Cáceres y Compañía. Y también “lamentablemente” la sospecha sobre la persistencia del sistema de eliminación la da un nuevo posible fusilamiento: el de Leandro García, el 30 de enero pasado, un chico que vivía a cuatro cuadras de las casas de Monito y Piti. Sus asesinos fueron el sargento Esquivel y el cabo Chacón. La casualidad no es sólo esa. Los pesquisas señalan en el documento con énfasis que como médico de policía la autopsia la realiza el doctor Eugenio Aranda, y el fiscal que llega al sitio es Rodríguez de la UFI 3 de Tigre: “todos los mismos del caso Salto”. Es más que llamativo el rol de los fiscales que llegan al lugar de los presuntos enfrentamientos. En ninguno de los homicidios se ordenó realizar el dermotest para determinar si en realidad los chicos dispararon contra los policías o no. “La relación entre los miembros de la agencia de seguridad de Cáceres –con testaferros–, el Comando Patrullas de Tigre y la comisaría 3ª de Don Torcuato queda clara a través de la relación de amistad y sociedad entre Cáceres y Anselmo Puyo”, sostiene la abogada Andrea Sajnovski, de Correpi, representante de los familiares de las víctimas. Sajnovski adelantó a Página/12 que dos testigos dispuestos a declarar “saben que el escuadrón, como una práctica metódica, cuando detenía, golpeaba o asesinaba chicos les tomaba fotos para llevar una especie de archivo propio”.
Tres Ases: ese es el nombre de la agencia que funciona en el propio domicilio de Cáceres, un sitio lleno de aparatos de comunicación que monitorea, como si se tratara de una comisaría privada, el recorrido de alrededor de diez móviles de color blanco que usan, como si fueran patrulleros del Estado, una baliza azul en el techo. En el informe de la Procuración, se resalta el testimonio de un periodista de la zona, cuyo informante es un ex jefe de la Brigada de San Fernando, que cuenta “el manejo interno de Cáceres”. “El suboficial es querido por la propia fuerza y por los vecinos –’policía modelo que nos libera de los chorros’ (sic)-, actitud que justificaría casos de gatillo fácil”, se lee en el documento. Allí se explica que desde el año ‘93 Cáceres comenzó a trabajar en “el triángulo” y que “para empezar, en el sector más pobre, comenzaron con la matanza de perros envenenados y luego apareció la venta de servicios de seguridad”. En el esquema del negocio sería central la figura de “una vecina de nombre Irma, puntera política del partido de (Luis)Patti”, que es quien “sale a cobrar” la cuota de seguridad a los vecinos. Entre las anécdotas que abonan la fama de Cáceres se repite en el barrio la de un ladrón apresado hace cinco años a quien “estando en el piso le pasaban por encima el patrullero y la gente del lugar aplaudía”.
La relación entre “Hugo Beto” y el negocio de la seguridad privada quedó expuesta también en una causa que el fiscal Héctor Scebba le inició a Cáceres el 28 de diciembre último, en una casualidad increíble. Cáceres no fue imputado por el crimen de Monito y Piti: casualmente dos días antes del crimen pidió licencia médica por depresión, según el ex comisario de la 3ª, Doldan, informó en su momento a este diario. Ocho meses después, el día de los inocentes, cuando Scebba constataba una declaración de la causa Galván-Burgos en un frigorífico de Campo de Mayo, el fiscal descubrió a un vigilador privado que ostentaba un arma ilegal. Cáceres se hizo presente en el lugar y se hizo cargo de la situación de quien sería en realidad su empleado. Scceba lo detuvo entonces por portación ilegal de arma durante dos días. Desde el 28 que el sargento dejó de revistar como agente de la Bonaerense porque a raíz de ese delito menor pasó a disponibilidad preventiva y es sujeto de un sumario, según ratificó a Página/12 una fuente de Asuntos Internos de la Bonaerense. Aún así, una fuente de las fiscalías de San Martín consideró que el poder del Hugo Beto no se esfuma por más denuncias que pesen sobre su figura. “El parece ser el capo pero por sobre su figura hay alguien más poderoso”, dijo. Es en ese sentido que los investigadores de la Procuración destacan, aunque aclaran que aún no hay pruebas directas de ello, que entre los las personas que apoyan al “Hugo Beto” “hay varios ex militares”, uno de ellos un ex cabo 1º de la Armada, integrante de uno de los grupos de tareas de la ESMA, dueño de una remisería de la zona, cuyo “padrino sería (Jorge) “El Tigre” Acosta, capo del grupo operativo del campo de concentración por el que pasaron miles de personas durante la dictadura.
INSEGURIDAD: ¿ESCUADRONES DE LA MUERTE EN EL GRAN BUENOS AIRES?
Un policía preso, sospechado de fusilar a un chico ladrón
Es un sargento. Está acusado de homicidio. El chico muerto tenía 16 años y, según el policía, quiso asaltarlo. Pero la Justicia cree que lo fusiló y le “plantó” un arma. Hay otro policía prófugo.
Virginia Messi. DE LA REDACCION DE CLARIN.
Se llama Hugo Alberto Cáceres y es sargento de la Policía Bonaerense. En Don Torcuato —donde vive y en cuya comisaría trabajó durante años— todos los conocen como “el Hugo Beto”. A principios de año un informe de la Procuración de la Provincia de Buenos Aires lo vinculó con el fusilamiento sistemático de chicos con antecedentes penales. Ahora fue detenido, bajo el cargo de “homicidio”, por uno de los casos denunciados: el de José Guillermo Ríos, de 16 años, muerto el 14 de mayo de 2000 durante un supuesto enfrentamiento que, según sospecha la Justicia, no fue tal, e incluyó “plantarle” un arma a la víctima.
Cáceres fue detenido en su casa de la calle General Belgrano al 900, el miércoles a la noche. El operativo duró cerca de cuatro horas. Allí se secuestraron proyectiles de punta hueca y armas de caño recortado, ambos elementos de uso prohibido. También se encontraron negativos fotográficos con imágenes de jóvenes detenidos, muertos o golpeados y un cuaderno con nombres de policías de la zona, su horario y su sueldo.
Estos dos últimos elementos —dijeron a Clarín fuentes judiciales del caso— apoyan una hipótesis que ya se deslizaba en el informe de la Procuración sobre posibles fusilamiento de chicos ladrones en la zona: creen que en la casa de Cáceres funcionaba una agencia de seguridad privada cuyo objetivo era darle protección al barrio “eliminando” a menores de edad conflictivos.
“Estamos hablando de un verdadero escuadrón de la muerte, que aplicaba una metodología cuyo objetivo, según su óptica, era la ‘’limpieza social'’”, sostiene la abogada María del Carmen Verdú, de la Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional (CORREPI) y representante legal de la familia de Guillermo Ríos.
Además del caso de José Guillermo Ríos —por el cual el fiscal de San Isidro Lino Mirabelli también ordenó la detención de otro policía, por el momento prófugo— Cáceres está siendo investigado por el homicidio de un segundo chico de 16 años, de la misma zona: Angel Fabián Blanco, baleado el 1° de noviembre de 2000 cuando intentaba asaltar a un vecino.
Poco tiempo antes, en febrero de ese mismo año, Blanco había denunciado que compañeros de Cáceres lo habían torturado en la comisaría de Don Torcuato. Un fiscal lo citó a declarar para dar más detalles de la denuncia pero las notificaciones se retrasaron y Blanco murió antes de darle elementos a la Justicia sobre lo que le había pasado.
El caso de Ríos, por el que ahora se detuvo a “Hugo Beto”, ocurrió la noche del 14 de mayo de 2000. Cáceres y el sargento Marcelo Anselmo Puyó (hoy prófugo, miembro del Comando de Patrullas de Tigre) estaban de franco e iban en el auto de Cáceres por la calle Reconquista de General Pacheco, partido de Tigre.
De acuerdo a la versión de los policías, al bajar la velocidad en un lomo de burro, Ríos y otro chico se acercaron e intentaron asaltarlos. Todo —según su versión— terminó en una persecución y un enfrentamiento. Ríos murió al recibir un balazo en la cabeza y dos en el pecho.
Sobre este hecho nunca se hizo un completo croquis y las vainas servidas de los disparos fueron recogidas y guardadas en una misma bolsa. Además pericias clave (como el dermotest a las manos de Ríos —para saber si había disparado— y a las ropas que llevaba,para determinar la distancia de los balazos que lo mataron) no se hicieron o bien se ordenaron un año después del hecho.
En el expediente sí se logró determinar que el pistolón que el chico llevaba con él estaba roto y no podía disparar. A su lado también se encontró una pistola 9 milímetros y sólo hace unas semanas se tuvieron indicios ciertos de que los policías la habían colocado en el lugar para reforzar la versión del tiroteo.
Esta prueba, que terminó de complicar la situación de Cáceres y Puyó, apareció hace aproximadamente un mes a través de un testigo que se presentó en la fiscalía de Mirabelli y contó que, poco antes del homicidio de Ríos, Cáceres le había secuestrado a su hermano una pistola.
El testigo la describió: era una 9 milímetros, con rayaduras en el caño, y cachas de plástico. Esos detalles se correspondían exactamente con el arma secuestrada al lado del cuerpo de Ríos.
Ayer a la tarde Cáceres esperaba ser indagado como sospechoso de homicidio y tenencia ilegal de arma y munición de guerra. Este último delito surgió de los encontrado el miércoles en su casa. En la comisaría de Don Torcuato no lo esperan: desde 2001 esta con licencia psiquiátrica y este año lo pasaron a disponibilidad.
El caso empezó en la Suprema Corte bonaerense
El tema alcanzó notoriedad cuando, en marzo, la Procuración General de la Corte Bonaerense presentó una lista de quince nombres de policías, todos de la zona Norte del conurbano. En aquel informe —publicado por Clarín— se sospechaba que esos policías habían intervenido en el fusilamiento de siete chicos acusados de ser ladrones.
Los fusilamientos, se decía, habían ocurrido en seis episodios diferentes. Y según la Procuración Bonaerense (responsable máxima de los fiscales de toda la provincia de Buenos Aires), en ese momento todos los policías tenían sumarios internos pero ninguno había sido echado de la fuerza.
Los policías implicados eran de Tigre, San Isidro y Don Torcuato. La hipótesis máxima de la Procuración estaba orientada a pensar que, como una especie de “escuadrón de la muerte”, esos policías se habrían encargado de “limpiar” su zona, cobrándoles a los vecinos por un servicio de protección.
El tema ya tenía antecedentes. En octubre de 2001 la Suprema Corte Bonaerense sacó una acordada donde denunciaba que 60 menores habían muerto en enfrentamientos con la Policía. Aseguraba que algunos de estos casos parecían fusilamientos y tuvieron como víctimas a chicos que, previamente, habían denunciado amenazas o torturas policiales.
En noviembre del mismo año el Procurador General de la Corte, Eduardo Matías de la Cruz, formó un equipo de fiscales para investigar estos casos. Y a principios de 2002 la comisión elaboró aquel primer informe. En el supuesto fusilamiento de siete menores con antecedentes penales estaban los casos de José Guillermo Ríos, Angel Blanco, Juan Salto y Gastón Galván.
Clarín 12 de julio 2002
“Ellos nos bajan como pajaritos”
¿De qué profundidad puede ser el oscuro pozo del pánico? ¿De que tamaño es el temblor, el insomnio, la angustia de saberse condenado a muerte? ¿Cómo puede ser todo eso cuando cala en los huesos de dos chicos? Sólo ellos lo saben: Damián y Joaquín R., dos hermanos de 15 y 17 años que, cuando se llega a buscarlos, están escondidos bajo la cama de uno de los ranchos del fondo de la villa Bayres porque la muerte acecha y nadie es digno de confianza. Viven hace tres meses ocultos, “guardados” en la jerga de la villa, de la saña de un escuadrón de la muerte. Un grupo de policías de la zona norte del conurbano bonaerense los busca, sin perder oportunidad, a plena luz, en la noche, durante las mañanas, en las esquinas cercanas, para completar la lista de crímenes por el que están sospechados. Damián y Joaquín, de profundos ojos verdes y modales de señores, tardan media hora en creerle al hombre que llegó hasta el rancho donde viven con su familia, hasta que bajan la guardia y deciden, pausadamente, contarle al desconocido sus historias y las de sus amigos víctimas de las balas policiales. Amenazados ellos, sus padres, sus hermanos, golpeados y torturados en la comisaría 3ª de Don Torcuato, conocida como “la Crítica”, han denunciado esa mala vida a la que los condenan, aunque ya ni siquiera puedan asomar la nariz a la calle por el miedo a ser fusilados. Damián y Joaquín son los últimos y milagrosos sobrevivientes de la saga de los escuadrones. Esta es su historia. Así vivían hasta anoche cuando, luego de que Página/12 los contactara con la Procuración General de la Suprema Corte, ingresaron junto con su familia completa en el programa de protección de testigos que les asegura vivir lejos del miedo, en un punto desconocido de la provincia de Buenos Aires.
El camino que lleva a Damián y Joaquín ha sido de largos meses, sinuoso como los pasillos de las villas. Desde el asesinato de Gastón Galván y Miguel Burgos, el Monito y el Piti, el 25 de abril de este año, Página/12 ha seguido el rastro de la relación entre los menores ladrones -técnicamente “en conflicto con la ley penal”– y grupos de la Policía Bonaerense. Los once tiros del Monito, los seis de Piti, se revelaron desde el comienzo, aunque brutales, como el orillo de una saga de la que fue muy difícil encontrar las señas anteriores. Jamás el cronista pudo imaginar que esa serie criminal continuaría también hacia adelante (ver nota aparte). Grande ha sido la dificultad para comenzar a rearmar el rompecabezas que lleva a un escuadrón de la muerte, no sólo para este diario, sino para la joven abogada Andrea Sajnovski, de la Correpi: es que las puertas de la Justicia de San Isidro han estado para estos excluidos entre los excluidos cerradas a cal y canto.
CHAMAMÉ EN “LA CRÍTICA”
Son casi las cinco de la tarde al llegar a la casa de la familia R. Los perros afuera ladran. Joaquín cuenta con la amabilidad con la que se le habla a una directora cuando está por asestar amonestaciones al alumno bonaerense, que los primeros días de agosto, poco antes de que su amigo Juan Salto fuera acribillado cayó preso porque lo agarraron con un dinero que dijeron era robado. No tenía armas y lo levantaron a las trompadas, lo tiraron en “la lancha” –la camioneta de la 3ª–, lo bajaron como a un bulto en el mercado. Su hermana, P, un chica con cuerpo de niña, de tono más vehemente que los varones, dice que llegó corriendo a la seccional de la ruta 202. Y vio las huellas de la golpiza; enfureció, increpó al oficial: ¿por qué le pegaste?” Y él: “¡Correte negra de mierda!”. Ella tenía a su hija en brazos, como ahora, al costado de la cadera. Igual el policía le quiso pegar. “¡Pegame –le gritó ella– y vamos a tribunales!” “Sí –desafió él–, vamos donde quieras”, seguro, impune.
Pero fue peor: adentro continuó la pateadura a Joaquín. Recién a la madrugada llamaron al padre, un correntino que se las rebusca con changas de albañil, y lo hicieron pasar a una oficina. “Me empezaron a dar con palos. Mi papá lloraba y ellos lo insultaban. Y le dijeron que me iban a devolver pero en un cajón la próxima vez. ‘Mirá que en cualquier momento te los matamos a los dos’, decía el oficial”, cuenta Joaquín. La silla en la que habla se destartala, hay niños de la casa y de las casas vecinas que pasan, la beba de P. que habla de fondo, una cama, una prolijidad obsesiva en el rancho. Aun cuando la madre de los chicos cuenta la humillación a su marido cuando los valerosos agentes –sospechados en casi todos los casos de asesinatos pero jamás citados por un fiscal a declarar- lo obligaron a cantar un chamamé para liberar a Joaquín. “Y lo tuvo que cantar él porque ya era demasiado como le pegaban.”
El guía de este cronista en la villa Bayres, el chaqueño Oscar Ríos, era padre de José, un chico de 16 que el 11 de mayo de 2000 cayó con tres tiros –disparados por Hugo Alberto Cáceres, el “Hugo Beto” y el oficial Marcelo Puyo de la 3ª– cuando supuestamente iba en un auto robado, aunque nunca supo manejar. “El mío venía y me decía ‘papi, voy a un velorio’. Pasaba una semana, ‘papi tengo que ir a un velorio’.” Ríos, que no sabía que su chico robaba de vez en cuando con otros de la villa San Pablo y de la bandita de los Petaca, no se explicaba cómo tanto joven muerto. Hasta que lo mataron al suyo y comenzó a desandar el camino de esas bajas en lo que él mismo dice “es una guerra campal”. Los chicos de la familia R lo dicen a su manera. “Es como una cadena, primero con uno, después, cuando ya eliminaron a ese siguen con el otro”, según Joaquín. “Como si fuera que nosotros, así como ellos quieren y nos amenazaron tanto, ya fuimos, ponele, y entonces ya no estamos más, y ellos seguirían con los de al lado, y después con los de más allá”, suma su hermano. “Claro –aclara P.-, para ellos somos pajaritos que bajan, y así siguen con el otro, con el otro, con el otro.” “Sí, ellos agarran la gomera y entran a bajarnos”, dice Joaquín.
UNA CRUZ EN LA ESPALDA
Primero fue José Ríos, el 11 de mayo de 2000, con un balazo en la espalda. El 1 de noviembre –este jueves se cumplió un año– llegó, también anunciada, la muerte para Fabián Blanco, íntimo amigo de los hermanos R. y cuyo caso fue revelado hace una semana en Página/12. Lo habían perseguido disparándole y –gritando que tenían orden de un juez para matarlo– los policías Horacio Icardo, Marcos Bressán y Miguel Angel Lemos de la 3ª, justo seis días antes de que lo bajaran de un árbol con cuatro tiros por la espalda. En el funeral de Fabián, la noche que los deudos lloraban al chico, llegó un grupo de uniformados con armas largas. “¡¿A ver quién va a disparar?”, dijo uno blandiendo la escopeta recortada y acompañado por una mujer policía. Esa escena fue entonces denunciada ante la UFI 1 de San Isidro, del fiscal Mirabelli. Allí, y cumpliendo con la teoría de los pajaritos, comenzó la persecución a Juan Salto, de 16, otro de los amigos de los R., un chico de orejas como las de los gnomos, testarudo y famoso en su villa como “El Duende”. Desde entonces vivió condenado a muerte. Primero le hacían llegar las amenazas a través de un conocido, preso en la 3ª, al que en cada golpiza, en cada tortura, le recalcaban que la vida del Duende no valía nada. “Decile al Duende que tiene la cruz más grande que la espalda”, era la muletilla. Después lo buscaban. “Le preguntaban a la gente, daban los números de las taquerías para que les avisara si andaba por ahí pero no tenía captura. Estuvo nueve meses que parecía preso, como ahora nosotros”, acuerdan los hermanos. Cómo no tomar en serio las amenazas de la patota si el mismo día que aparecieron los cadáveres del Monito y El Piti, Icardo y Bressán llegaron a la puerta de la casa del Duende y le dijeron a su madre que buscara el DNI y la partida de nacimiento porque lo habían bajado, aunque él todavía estaba vivo. “Deben haber matado a otro que lo confundieron”, pensó ella. Pero el Duende duró poco. Cayó el 15 de agosto cuando le dieron dos disparos por la espalda y uno de adelante en un supuesto enfrentamiento. ¿Figura en las silenciosas investigaciones esta evidente conexión entre los crímenes?
El 16 de agosto cerca de las dos de la tarde Damián R. junto a dos amigos, también menores, caminaba cerca de su casa haciendo la colecta para comprar el cajón de su amigo Juan. Entonces aparecieron, cuenta, dos hombres de seguridad privada que “trabajan para el Hugo Beto” (Cáceres), mandamás y sheriff de la zona de clase media de Don Torcuato, el barrio Los Dados. Damián sintió que su resto de vida, tan enorme a sus 15 años, se estrechaba. Ya lo había amenazado Icardo, cuando estaban a punto de trasladarlo a un Instituto, del que luego escapó. Estaba en la oficina de la 3ª a solas con él. “Mirame, sucio –le dijo apuntando a sus ojos, de cerca–. Vos sos otro que no llega a los 17, como el finadito Fabián”, por Blanco. Entonces, cuando los dos vigiladores de Cáceres bajaron del auto con Itakas en la mano, corrió. “Dijeron que me quedara quieto, porque me querían llevar. Había muerto el Duende, seguíamos nosotros. Yo asustado, porque me apuntaba, salí para la calle de tierra. Ese día estaban mis dos amigos que andaban ayudando para la colecta. Y los dos hermanitos chicos de Fabián.” Todos dicen que uno de los hombres le disparó a matar un escopetazo hacia la espalda. La marca de los perdigones quedó en una pared de la villa, a dos cuadras de su casa, como si hiciera falta a esta altura una muesca para señalar la muerte que los persigue. Ni los chicos ni sus padres pueden contar con las manos las veces que los autos de la 3ª han pasado frente al rancho. Pero solo ellos saben cuál es el tamaño del temor, la profundidad del oscuro pozo del pánico.
Desde anoche, puede que tengan nuevos sueños, si en un punto menos violento de la provincia consiguen volver a caminar por las calles sin la persecución del escuadrón de la muerte, que acecha.
EL JUEGO PERVERSO POR C. A.
Lo perverso puede asumir muchas formas. Aquel chamamé acaso, que obligaron cantar al padre de Joaquín para dejarlo libre, o la manera en que los chicos dicen que les han pegado en la 3ª, como cuando a Damián lo tuvieron dos horas arrodillado en el pasillo; o en la cocina mientras los policías ponían la pava y tomaban mate; o en la oficina de los golpes: porque la coincidencia entre los testimonios de los niños presos –no sólo los hermanos R.– es que “la Crítica”, tal el nombre también perverso de la seccional, era toda ella una sala de torturas. Y sus efectivos, amantes del “deporte” de golpear. “Estás arrodillado, en el pasillo y el que pasa te pega, hasta las mujeres policías. Además saben pegar, con la mano abierta, que no te queden tantas marcas, pero vos sentís las orejas que las tenés así”, describe Joaquín, y se las inflama con la mano como las de un dibujo animado, marcando con el cerrar de puños el latido sordo que deja el golpe. A Damián, dice, sentado, desgarbado en sus 15 años en pleno desarrollo, preocupado porque en la foto le salgan las zapas nuevas que le quedaron de cuando todavía podía salir a la calle a hacer unos pesos, lo tuvieron desnudo, también de rodillas, con las “marrocas”, las esposas, bien arriba, y su campera nueva en el piso a un costado. “Mirá este sucio, lo que tiene”, le dijeron. Y entonces se dedicaron a fumar y a apagar las colillas en ella, quemándola de a poco, ante sus ojos.
LOS CRIMENES, CASO POR CASO
Asesinatos de chicos que nadie investigó Por C. A.
La primera vez que este diario habló de la existencia de un escuadrón de la muerte fue apenas aparecieron los cuerpos de Gastón Galván y Miguel Burgos, en abril. La policía divulgó la “versión” de un ajuste de cuentas entre banditas rivales, historia decenas de veces repetida cuando un menor aparece baleado por la espalda. La otra gran “versión” es la de los “enfrentamientos”, sobre los cuales la Corte Suprema de Justicia emitió la acordada que le costó el cargo al ministro de Seguridad, Ramón Verón. En el funeral los ladroncitos amigos de los dos chicos de Don Torcuato aparecidos en un descampado de José León Suárez le dijeron a este cronista que ésos no eran los primeros, y que no serían los últimos porque ya había llegado la amenaza del escuadrón: “Ahora les toca a los que quedan”. Una investigación de Página/12 reveló que esas muertes no eran casuales, sino un hito más en una serie de crímenes, tras los cuales hay un sistema de eliminación física.
En una primera ojeada por los resultados de las investigaciones judiciales de los crímenes, algunos precedidos por amenazas denunciadas, aparece también la sombra de la complicidad judicial, en lo que una altísima fuente de la Procuración General de Suprema Corte, describió como “el gorilismo de los que quieren a los chicos muertos” y una de la Corte, como “la idea de que es correcto dejar que sean eliminados porque así se limpia la sociedad”. En estas líneas, un resumen de los casos relacionados con el escuadrón de la zona norte.
Gastón Galván y Miguel Burgos: Es el único caso de la lista en la que los sospechosos son los posibles miembros del escuadrón de San Isidro, que se tramita en otro distrito, San Martín. La investiga el fiscal Héctor Sceba, quien en su momento le comunicó a la subsecretaria de Derechos Humanos de la Nación, Diana Conti, que las versiones periodísticas que señalaban como sospechoso a un grupo de policías de la comisaría 3ª de Don Torcuato, o sea la información de este diario, tenían asidero. Sin embargo, Página/12 pudo conocer un documento en el que Sceba le respondió un pedido de informe al ex ministro Verón, el 4 de octubre del 2001. Allí le dice lo contrario: “En respuesta a sus notas de fechas 5/7/01 y 5/9/01 a fin de hacerle saber que, en principio, identificados individualmente, no se encuentra empleado policial alguno imputado en forma concreta del hecho que origina lo actuado”. Sin embargo, apenas asumió el nuevo ministro, Juan José Alvarez, paso a disponibilidad preventiva a los policías de la 3ª acusados de torturar y amenazar a los chicos antes de que los mataran.
José Guillermo Ríos: Los policías que lo mataron son Hugo Alberto Cáceres –el Beto Cáceres– y Marcelo Anselmo Puyo, de la comisaría 3ª. Aseguran que el chico se bajó de un Monza para robar. Lo persiguieron hasta el patio de una casa, donde le dispararon por la espalda. Sostienen que los combatió con un pistolón, que no servía. Una testigo escuchó sólo tres disparos. Cáceres tiene otro hermano policía, Mario Juan Cáceres. Es, según coinciden las fuentes, el capo de la zona de Don Torcuato, está vinculado con el negocio de la seguridad y una mujer de nombre Irma es su “recaudadora”. El padre de Ríos, Oscar, pegaba carteles el último enero “escrachándolo”, cuando junto a Puyo e Irma, se le acercó, lo amenazó, y arrancó los afiches. “Lo maté yo y voy a matar muchos más”, les dijo. Luego el policía denunció por amenazas al padre del chico. Lo sorprendente en la causa es, según los abogados de Correpi, que primero el fiscal adjunto, Federico Schumacher, de la UFI 1 archivó la causa, pese que tanto el juez de garantías, Juan Mackintach, como la Cámara, negaron el sobreseimiento de los policías. Luego la Fiscalía General reabrió la investigación, pero no ha avanzado en más de un año y medio. El policía denunció a Ríos por amenazas. Esa causa, en la UFI 2, de John Broyar –que conocía la situación porque tuvo la causa por el homicidio–, es la única que prosperó: al padre del chico le tomaron declaración indagatoria. En cambio la denuncia de Ríos por amenazas contra Hugo Cáceres fue archivada.
Fabián Blanco: Su madre denunció en diciembre de 2000 amenazas, violación de domicilio, abuso de armas, contra los policías Horacio Icardo y Marcos Bressán, de la patrulla de calle de la Tercera. Lo mataron el 1 de noviembre de 2000, cuando estaba arriba de un árbol y por la espalda, los policías Hugo Alberto Cáceres y Gallardo. Ella tuvo en su poder los casquillos de las balas del supuesto tiroteo durante diez meses sin que el fiscal de la UFI 7, Daniel Márquez, los pidiera. Las lesiones que tienen delatan una golpiza. Los abogados de la Correpi denunciaron que en septiembre, y porque el expediente fue solicitado por el fiscal general adjunto de San Isidro, doctor Cámpora, se pidieron las medidas solicitadas en marzo. La jueza de menores que la evaluó, del Tribunal 3, consideró que el chico no representaba un peligro para terceros y que había que investigar a los policías, pero no se hizo.
Juan Teodoro Salto: A pesar de que su madre denunció tres veces ante la Justicia amenazas al chico, “El Duende”, nada se investigó hasta que lo mataron, el 14 de agosto, después de decenas de advertencias a lo largo de nueve meses durante los que vivió encerrado porque su muerte era la que continuaba a la de Blanco en “la lista”. Los policías que lo amenazaban eran Icardo y Bressán, de la tercera. Los autos que pasaban por su casa eran casi todos propiedad de los miembros del servicio de calle, incluido Martín Ferreira, que trabaja con los otros dos en la 3ª de Don Torcuato. El fiscal Lino Mirabelli la mandó a archivar, pero el fiscal general adjunto revocó la medida.
David Vera Pinto: El caso es emblemático por dos motivos. El primero, su madre, alertado de que el chico iba a robar, avisó al juzgado de menores, al Consejo del Menor, y por último a la comisaría de Boulogne. Su preocupación fue fatal. Su hijo murió, según una testigo cuyo testimonio fue soslayado por el fiscal de la UFI 2, Mario Kohan, cuando tenía los brazos levantados en actitud de rendirse y estaba desarmado. Los dichos de la testigo, según la Correpi, no fueron plasmados por el fiscal en el acta y está dispuesta a volver a declarar. El fiscal archivó la causa.
Cristian Alarcón
INVESTIGAN SI OPERABAN COMO “ESCUADRON DE LA MUERTE”
Preventiva a dos policías acusados de asesinato
Es por la muerte de un chico. Dijeron que hubo un tiroteo, pero el juez cree que lo mataron a sangre fría. Además son investigados por otro caso.
Empezó como una historia más, como uno de los tantos enfrentamientos entre policías y ladrones que ocurren en el conurbano. El sumario se abrió el 14 mayo de 2000 con la versión policial: José Guillermo Ríos, un chico de 16 años, había muerto en medio de un tiroteo luego de intentar asaltar a dos suboficiales de la bonaerense en General Pacheco, partido de Tigre.
Así lo aseguraron siempre los policías involucrados: los sargentos Hugo Alberto Cáceres y Marcelo Anselmo Puyó. Pero la investigación se terminó dando vuelta. Ambos fueron detenidos semanas atrás y, debido a las pruebas en su contra, ahora el juez de Garantías de San Isidro Juan Makintach les dictó la prisión preventiva por uno de los delitos más graves del Código Penal: homicidio simple, para el cual se fijan penas de entre 8 y 25 años de prisión. A Puyó lo consideró autor material y a Cáceres, coautor.
Según se reconstruyó en la causa, el 14 de mayo de 2000 los policías estaban de franco e iban en el auto de Cáceres por la calle Reconquista, de General Pacheco. Al bajar la velocidad en un lomo de burro, Ríos y otro adolescente habrían intentado asaltarlos. Los policías los corrieron y alcanzaron a Ríos que recibió un balazo en la cabeza y dos en el pecho.
La Justicia determinó luego que el pistolón que llevaba Ríos no servía para disparar y que la pistola 9 milímetros encontrada en el lugar había sido “plantada”.
Tanto Cáceres —que trabajaba en la comisaría de Don Torcuato— como Puyó —del Comando de Patrullas de Tigre—, están presos en el Destacamento de la localidad de Ricardo Rojas de la Policía bonaerense, y la fuerza ya los pasó a disponibilidad. En la causa Ríos se los acusa de fusilar al chico y poner un arma junto a su cuerpo para encubrir lo que había pasado en realidad. Pero ahí no se terminan las sospechas.
A Cáceres también se lo investiga por un segundo homicidio, el de Angel Fabián Blanco (16), ocurrido el 1° de noviembre de 2000, cuando el adolescente intentaba asaltar a un vecino de Don Torcuato. En febrero de ese mismo año Blanco había denunciado que había sido torturado en la comisaría de Don Torcuato, donde trabajaba Cáceres. Nunca llegó a ratificar la denuncia porque murió antes, en un supuesto enfrentamiento.
Guillermo Ríos y Fabián Blanco integran una lista de siete casos —registrados entre 1999 y 2001— de chicos muertos en dudosos enfrentamientos con policías bonaerenses. Fueron denunciados originalmente por la Coordinadora Contra la Represión Policial e Institucional (Correpi) e investigados después por una comisión especial de la Procuración de la Corte bonaerense.
Todos tenían entre 14 y 18 años, eran de la misma zona, tenían antecedentes policiales y algunos se conocían entre sí. En algunos casos habían denunciado torturas en comisarías antes de terminar baleados.
Basándose en los datos de la causa la Procuración elaboró un informe a principios de año con una hipótesis inquietante: el sargento Cáceres (conocido en Don Torcuato como “El Hugo Beto”) manejaría una agencia de seguridad clandestina dedicada a matar chicos con antecedentes penales. Con otros policías bonaerenses haría una “limpieza social”, al mejor estilo de los “escuadrones de la muerte”.
Sobre esta línea de investigación también avanzó el fiscal Lino Mirabelli en la causa Ríos. Cuando allanó la casa de “El Hugo Beto” encontró unos 40 negativos fotográficos de chicos. Estaban juntos, como en una colección. “Los revelamos y en ellos aparecen jóvenes con las manos en alto frente a la agencia. Todavía no sabemos quiénes son ni si murieron luego en enfrentamientos con la Policía”, confiaron a Clarín fuentes del caso.
Además, en la misma casa (donde funcionaría la agencia de seguridad clandestina) se secuestraron listados de policías con su sueldo escrito al lado de cada nombre, balas de punta hueca y armas de caño recortado (ambas de uso prohibido). Por eso ahora Cáceres además de la acusación de homicidio también debe responder por la de “tenencia de arma y munición de guerra”.
Clarín – 23 agosto 2002
SEPARARON A POLICIAS INVOLUCRADOS EN LA MUERTE DE CHICOS
Sospechosos de formar un escuadrón
Son cuatro, investigados
por los crímenes. Prestaban servicio en la comisaría tercera de Don Torcuato, como
anticipó este diario.
El comisario de la seccional 3ra, Eduardo Dolan, con los legajos de los sospechosos en la mano.
Por Cristian Alarcón y Horacio Cecchi
Sospechados de ser los matadores de chicos de entre 14 y 16 años, señalados en una larga lista de denuncias como quienes golpeaban y torturaban en la comisaría 3ª de Don Torcuato, conocidos en la zona norte del Conurbano como la patota más temida de la Bonaerense, los primeros nombres de las sombras del escuadrón de la muerte ayer fueron puestos en disponibilidad preventiva. La Crítica, como se conoce a la seccional en la que decenas de veces estuvieron detenidos Gastón “el Monito” Galván y Miguel “Piti” Burgos, los niños asesinados por un supuesto escuadrón parapolicial, se quedó sin el sargento Hugo Alberto Cáceres, el sargento Carlos Horacio Icardo, y los suboficiales Miguel Angel Lemos y Marcos Bresán. Juan José Alvarez, el ministro de Seguridad que intenta despejar el tufo a maldita policía que dejó la administración Verón, nombró ayer un nuevo “segundo” de la fuerza –el comisario mayor Ricardo De Gastaldi– y enseguida lo envió en helicóptero a la mismísima 3ª, que nunca antes tan crítica, vio como sus “pesados” pasaban a quedar “afuera”. Esa misma es la comisaría que en sucesivas investigaciones Página/12 señaló como la que albergaba a los hombres investigados por el crimen de Galván y Burgos.
Si cualquier interesado en saber cómo se distribuye el poder fáctico en la zona de Don Torcuato, e incluso llegando al Tigre, pregunta por quién merece el mote de “sheriff” del lugar, nadie dudará: “el Hugo Beto”, la popular manera en que se ha hecho famoso el sargento Cáceres. Ese nombre ha sido repetido a Página/12 durante los últimos dos meses por más de media docena de fuentes. Lo nombran los padres de los chicos asesinados en los supuestos enfrentamientos que la semana pasada denunció la Suprema Corte de Justicia bonaerense. Lo menciona una altísima fuente de la Corte. Ayer una fuente judicial también confirmó a este diario que por lo menos tres de ellos aparecen en el secreto expediente de “el escuadrón” que lleva en San Martín el fiscal Héctor Scebba. Las vinculaciones de los policías no terminarían en su pasión por la golpiza, el apriete, las amenazas en público, las persecuciones a los tiros y la venganza como método. Por lo menos el sargento Cáceres también es un hombre vinculado a los negocios de la seguridad en el partido donde viven, junto a los más pobres, los más ricos bonaerenses: San Isidro. Cáceres, además, es el único de los cuatro que por ahora zafa de la sanción por cuestiones administrativas. Ayer un atribulado comisario de la 3ª, Eduardo Dolan, le dijo a Página/12 en su despacho que el hombre está con licencia por enfermedad desde el 21 de abril de este año. “Qué tiene”, fue la pregunta. “Depresión profunda.”
En La Plata “Juanjo” Alvarez designó al comisario De Gastaldi, hasta ayer director de Investigaciones, como segundo de la fuerza, en reemplazo de Carmelo Impari. Impari había sido quien firmó la polémica circular que a principios de agosto ordenaba la “limpieza” de los niños mendigos. Alvarez también desplazó a Daniel Rago de la departamental de Lomas de Zamora (ver aparte). En su defensa clamaron sin suerte los intendentes de Lanús y de Almirante Brown, Manolo Quindimil y Hebe Maruco. Junto a Rago, fue removido Claudio Smith, director de Investigaciones de Lomas, enviado a la departamental de Morón. Smith había sido un entrañable nexo entre el ex comisario Mario Naldi y Mario “Chorizo” Rodríguez. En Morón, estaba a cargo Alberto Sobrado, que fue elevado de rango, como director de Delitos Complejos y Narcocriminalidad. Sobrado aparece como un leal al nuevo ministro: coincidieron ambos en Hurlingham.
De Gastaldi fue quien ayer aterrizó en “la Critica” para comunicar oficialmente la medida contra el grupo sospechado, acompañado de un equipo de Asuntos Internos. A las seis de la tarde había recibido el nombramiento. A las seis y media firmó. A las siete subió a un helicóptero hacia Torcuato. De todas maneras, Alvarez no tiene todo resuelto. Fuentes judiciales revelaron ayer a Página/12 la preocupación existente en la Corte y en los más altos cargos del poder judicial sobre la desidia queestaría siendo la marca distintiva sobre todo entre los fiscales del distrito judicial de San Isidro. Allí se tramitan la mayoría de las causas por homicidio que reveló la Corte. Entre ellas están los crímenes de Fabián Blanco, cuya historia fue publicada en exclusiva por Página/12 el último domingo y la de Juan Salto, un chico de 16, que murió acribillado cuando intentaba esconderse abajo de un auto. Tanto a Fabián como a Juan los habían amenazado de muerte. Los dos vivían aterrorizados por la patota de “Hugo Beto”. Sus amigos y sus madres reconocen a la distancia los perfiles de los hombres de la patrulla. Y sus autos.
La causa en la que se investiga el asesinato de Galván y Burgos es casi la única que se tramita en el distrito de San Martín. Los cuerpos, baleados con 11 y 6 tiros, ambos rematados con un disparo en la nuca, atados, y uno de ellos con la cabeza cubierta con una bolsa que no fue usada para asfixiar sino para emitir un mensaje policíaco, fueron tirados más allá de la jurisdicción de San Isidro –a la que pertenece Torcuato–, en un descampado de José León Suárez. Ayer, por primera vez desde que los mataron el 24 de abril de este año, una alta fuente judicial le reconoció a Página/12 que Cáceres, Icardo y Lemos aparecen como sospechosos. Esos mismos nombres son los que se repiten en las denuncias que los chicos muertos hicieron contando cómo eran sometidos en la tercera a diferentes tipos de tortura. Allí, según los relatos de los padres, era común que uno de los oficiales, conocido como el karateca, se dedicara a practicar con los menores detenidos golpeándolos con patadas de experto en el pecho. Al Monito Galván –le contó su madre a este diario apenas lo asesinaron– lo obligaron poco antes del ajusticiamiento a permanecer parado más de doce horas en un calabozo. “Salió con los pies llenos de llagas y de ampollas -dijo Zunilda Galván– pero él me pedía por favor que no denunciara porque le tenían jurado que lo iban a matar.”
Pagina 12 – 1 octubre 2001
TESTIMONIO EXCLUSIVO DE PAGINA/12
El testigo del escuadrón
Un joven preso vio con vida en una comisaría de Don Torcuato a dos chicos que media hora después fueron baleados. Lo ubicó este diario y ahora es testigo protegido. Pero antes de que lo fuera, un fiscal lo expuso ante la policía.
Testimonio: “Mi marido me contó
que los dejaron ahí, en un pasillo. Martín los vio y se fue para adentro, y a la madrugada vieron que se los llevaban”.
Peligro: P. sabe que no quiere que mientras su marido siga preso en
una comisaría de Martínez el cronista publique lo que acaba de salírsele
de la boca.
Por Cristian Alarcón
Hay un testigo de los escuadrones de la muerte. Tiene 19 años. Está preso desde el 19 de abril por manejar una moto robada. Página/12 supo de su existencia hace diez días, cuando ubicó a su esposa: ella fue quien reveló –tranquila al comienzo, angustiándose a medida que tomaba conciencia del peligro de los datos–, que el muchacho estaba detenido en la comisaría 3ª de Don Torcuato la noche del 24 al 25 de abril, y que allí vio vivos a Gastón “El Monito” Galván y Miguel “El Piti” Burgos, hasta que fueron retirados del lugar, media hora antes de que los fusilaran. El de Galván y Burgos es el caso más flagrante de los que denunció la Suprema Corte de Justicia provincial junto al asesinato de más de 60 menores en supuestos enfrentamientos. Que el testigo haya visto a los chicos acribillados significa que pudieron verlos también una treintena de presos que en ese momento se amontonaban en los calabozos de la seccional. Por la importancia de su testimonio, y porque el chico estaba preso en una comisaría bonaerense, este diario preservó la información a la espera de que la Procuración General de la Suprema Corte lo convirtiera en testigo protegido, y lo trasladara a un lugar de detención segura. Sin embargo, el fiscal de la causa, Héctor Scebba, según fuentes del departamento judicial de San Martín aseguraron a este diario, no esperó que el muchacho se encontrara a salvo: le tomó declaración el martes, sabiendo que se preparaba su traslado, cuando aún era rehén de la Bonaerense. A partir de su testimonio el fiscal comenzó a tomar declaraciones a quienes estaban detenidos en la 3ª aquel día: casi todos ellos están presos en seccionales de la zona norte, justamente allí donde impera el miedo que provoca el escuadrón de la muerte.
Es probable que nadie haya visto cómo fue que dispararon a quemarropa once veces contra El Monito, sus 14 años, y su condición de ladrón de tan poca monta como el valor de la bolsita de pegamento a la que vivió condenado desde que tenía 12, a pesar del combate de su madre. O cómo acribillaron, partiendo la noche esta vez con seis tiros dados por la espalda, al Piti, con sus 16 que parecían menos. Los ladroncitos, de Bancalari, entraban y salían de la comisaría 3ª desde que eran niños. Habían denunciado por malos tratos y torturas a personal de “La Crítica”, como le dicen a la seccional que acumula más expedientes por apremios ilegales que jinetas contando hasta el más pinche de sus guardias.
Hombres de la patrulla de calle habían apaleado a los dos chicos cada vez que los encontraron en una esquina, volados por el efecto del poxi. El odio, especialmente hacia El Monito, un pibe que nunca bajó la cabeza ante la patota y que aparece en el recuerdo de sus amigos y de su madre sacándose la camisa para enfrentarlos cuando arrastraban de los pelos a un vecino de su edad, había llegado a un punto límite. Ya lo habían tenido parado durante doce horas hasta que los pies se le llenaron de llagas, y le habían dejado el cuerpo cruzado por bastones de goma y patadas. Ya lo habían agarrado entre varios a dos cuadras de su casa y poniéndole un pie encima contra el piso de tierra habían simulado un fusilamiento.
Villa adentro
Es difícil que puedan encontrarse testigos. Muy difícil, es cierto. Pero no es tan complejo meterse en las villas donde viven los sobrevivientes del escuadrón, los fusilados que viven. Página/12 encontró en la Villa Bayres, hace ya diez días, a los hermanos Damián y Joaquín R., escondidos desde hacía tres meses después de haber visto cómo sus amigos, los pibes de esas dos cuadras de Don Torcuato que solían robar con ellos, cayeron bajo la metralla policial. Los casos de dos de ellos, Fabián Blanco, y Juan “El Duende” Salto, amenazados y perseguidos por policías antes de ser acribillados, fueron denunciados especialmente por la Suprema Corte en la acordada que le costó el puesto al ex ministro de la mano dura de CarlosRuckauf, Ramón Orestes Verón. Por la vinculación con esos casos fue que su sucesor, Juan José Alvarez, como primera medida pasó a disponibilidad preventiva a los policías de la 3ª Carlos Horacio Icardo, Miguel Angel Lemos, Marcos Bressán. Al capo, Hugo Alberto Cáceres –“El Hugo Beto”– no pudo sancionarlo: el hombre se deprimió el 21 de abril, justo antes de que mataran a los dos chicos de Bancalari, y permanece con licencia psiquiátrica. Todos esos apellidos y varios más resuenan hace más de un año en el universo de miedos de los hermanos R. Fueron dichos una y otra vez, en decenas de citaciones durante la entrevista hecha la tarde del miércoles 31 en la Villa Bayres.
Ese día, en la casa estaba también su madre, su padre y su hermana, P., acunando a su hija. P. resultó estar casada con Martín Blanco, el hermano mayor de Fabián Blanco, asesinado a los 16 años, cuando se refugiaba arriba de un árbol el 11 de mayo de 2000. En esa conversación, los tres contaron la zaga de muertes que Página/12 relató el último domingo. El permanente cruce de los mismos personajes en la trama del escuadrón de la muerte hizo que Martín Blanco estuviera detenido en la comisaría 3ª de Don Torcuato el 24 de abril y viera al Monito y al Piti, a quienes conocía “de la calle”. Estaban vivos adentro de la “taquería”; los vio a través de las rejas del calabozo de adultos.