Notas de Prensa II

CORREPI
11.Ene.04    Novedades

Más notas de prensa del Escuadrón de zona norte.

La Nacion- 29/03/02

Más denuncias contra efectivos en el norte del conurbano
Acusaron por torturas a un policía de Don Torcuato

Es el sargento Hugo Cáceres, de quien se sospecha que asesinó a dos menores
La víctima es un preso acusado de dos violaciones
Cáceres fue el que lo arrestó

La madre del detenido denunció que el suboficial le pidió 3000 pesos para liberar a su hijo
El procurador general de la Suprema Corte de Justicia, doctor Eduardo de la Cruz, había pedido la semana última que se protegiera a un preso acusado de violación.
El interno, Alberto Marín Romero, de 23 años, está alojado en la Unidad 34 de Melchor Romero, y otros reclusos se habían enterado del motivo de su encierro: es sabido el destino que aguarda tras las rejas a los imputados por delitos de esa naturaleza.
La madre del preso, Olga Tabares, denunció ante el fiscal de ejecución platense Marcelo Romero que personal del Servicio Penitenciario bonaerense había obligado a su hijo a firmar un pedido de regreso al pabellón del que había egresado.
El sábado último, el preso llamó a su madre. Le contó, entre sollozos, que le habían sacado la protección y que cinco presos habían intentado violarlo, además de amenazarlo: era mejor que él se suicidara, porque si no lo hacía iban a envenenarlo.
El fiscal inició un hábeas corpus por agravamiento en las condiciones de detención y pidió que el preso fuera trasladado a la Unidad 29.
“Mi hijo es inocente y tiene que pasar por este infierno. Sé que está mal, pero a veces pienso en matar al policía que lo mandó preso a él porque no encontraba al verdadero culpable”, dijo Tabares.
Se trata de un suboficial policial muy conocido en la zona norte del conurbano. Está sospechado de asesinar a dos menores que habían denunciado tormentos en la comisaría de Don Torcuato, donde cumplía funciones, hasta que fue puesto en disponibilidad preventiva. Es el sargento Hugo Alberto Cáceres, alias El Hugo Beto.
Cáceres también está acusado de torturar al preso acusado de violación -Romero- con picana eléctrica, baños de agua caliente y lavandina, golpes y submarino seco. Esta última modalidad consiste en colocar una bolsa de nylon en la cabeza de la víctima para impedirle respirar.
La denuncia fue presentada, justamente, por la madre de Romero. La mujer dice en la presentación judicial que el 25 de octubre de 2000 su hijo fue demorado cuando vendía pósters en Don Torcuato. Y que fue Cáceres quien participó de ese procedimiento y encerró al muchacho en un calabozo de la seccional de esa localidad, a la que llaman La Crítica.
Cuando Tabares supo que su hijo estaba preso, salió de su casa, en Moreno, y fue a la comisaría. Según su denuncia, la atendieron Cáceres, “un oficial de guardia que tenía una cicatriz en el cuello y otro policía de civil petiso y pelado”.
Le dijeron que su hijo había sido demorado por averiguación de antecedentes y que quedaría en libertad al día siguiente. La mujer esperó. Pero, al ver que su hijo no regresaba a su casa, llamó por teléfono a la comisaría. “Venga para acá”, le ordenaron.
Acusado
Cuando llegó a la dependencia policial, la volvió a atender Cáceres. De acuerdo con la denuncia, el suboficial le dijo: “Si tiene 3000 pesos, se lo largo ahora. Si no, vaya a hablar con García”.
Era Jorge García, fiscal en Tigre, adjunto de John Broyad, que investigaba un caso de doble violación ocurrido el 11 de mayo de 2000. Su hijo estaba imputado por ese hecho.
Después lo vio: “Tenía la cara desfigurada; el ojo como salido para afuera, el buzo manchado con lavandina y el cuerpo con marcas de haber sido severamente golpeado”.
Romero estuvo varios meses en la comisaría, hasta que fue trasladado a la Unidad 34 de Melchor Romero, una cárcel para internos con problemas psiquiátricos, para que le efectuaran un peritaje.
Allí se quedó, porque lo necesitaban como electricista. “Al saberse más seguro para relatar lo sufrido durante esas jornadas en la comisaría, pudo contarme cómo lo habían torturado. No tuvo revisión por parte de médico alguno”, se lee en la presentación judicial que acusa a Cáceres.
Versiones contrapuestas
Hay, claro, otra versión de la detención de Romero. La del sargento Cáceres y de su esposa, Ursula Rosa Sánchez, que aparece en las causas por las violaciones.
La mujer del policía declaró que la noche del 11 de mayo de 2000, cuando se cometieron los abusos sexuales, había un handy en la casa y que por el equipo oyó que su esposo participaba de un tiroteo.
En ese enfrentamiento armado -que nunca pudo probarse- murió José Guillermo Ríos, de 16 años. Cáceres y el sargento Marcelo Anselmo Puyó, del Comando de Patrullas de Tigre, fueron separados de la fuerza por el presunto homicidio del menor.
La esposa de Cáceres aseguró también que se dirigió al lugar del tiroteo en un remise, y que en el camino vio una escena que le llamó la atención: un sujeto que llevaba en una bicicleta a una joven que parecía asustada. Más tarde, agregó la mujer, la reconoció como una de las chicas ultrajadas.
Pasaron cinco meses y el violador continuaba prófugo. Hasta que el sargento Cáceres detuvo a un muchacho, el 24 de octubre de aquel año, según declaró. El policía dijo que ese día, mientras circulaba en auto con su mujer, ésta creyó reconocer al joven que la noche de las violaciones había pasado en una bicicleta con una de las víctimas, pese a que apenas pudo ver su rostro. Y lo arrestó. Ese joven era Alberto Martín Romero.
En el acta policial figura que la dirección del acusado es Fleming 3855, pero de Martínez. La calle y la numeración están bien, aunque aparece un “equívoco”: ese domicilio pertenece al partido de Moreno, donde realmente vivía el acusado. El dato resulta, por lo menos, curioso. Más, si se tiene en cuenta que el violador dijo a sus víctimas que era del barrio San Pablo. Martínez está más cerca de este lugar que Moreno.
Sin reconocimiento
La esposa del sargento Cáceres fue la única testigo que identificó con certeza a Romero como el violador. En una rueda de reconocimiento, según se desprende del expediente, las víctimas de los abusos no reconocieron al acusado. Sólo una de ellas dijo que era parecido.
Otro dato: un testigo, Carlos Garello, asegura que la noche de la doble violación, Romero estaba con él, en Moreno. Garello nunca fue citado a declarar durante la instrucción, aunque sí figura en la lista de testigos para el juicio oral, previsto para junio.
El doctor Broyad, titular de la fiscalía que investigó el caso, dijo a LA NACION que nunca supo de ese testigo pues el imputado “no quiso declarar”. Y añadió que Romero “tiene un defecto en el habla, lo que coincide con las declaraciones de las víctimas”.
Además, según el fiscal, no había motivos para dudar del testimonio de la esposa de Cáceres. Por aquel tiempo, dijo, la dudosa reputación del policía no era conocida por la opinión pública. “No hubo nada irregular en esta investigación. La prisión preventiva y, luego, el pedido de elevación a juicio, fueron firmados por los jueces”, sostuvo.
La abogada Andrea Sajnovsky, de la Coordinadora Contra la Represión Policial e Institucional, sostuvo que “los fiscales debieron advertir que Romero había sido torturado y radicar la denuncias correspondientes”

La Plata- 29/03/02

Página/12 - 04/11/2001

INVESTIGACION ESPECIAL: EL ESCUADRON BONAERENSE.
HABLAN CHICOS CONVERTIDOS EN TESTIGOS PROTEGIDOS
“Ellos nos bajan como pajaritos”
La semana pasada, la Suprema
Corte bonaerense denunció la muerte de menores a manos de la policía; al día siguiente caía Ramón Verón. Página/12 cuenta aquí cómo mataba
el escuadrón policial. Dos chicos que vivían escondidos y amenazados fueron contactados con la Procuración General y desde ayer son testigos protegidos. Ahora relatan su historia.

Por Cristian Alarcón
¿De qué profundidad puede ser el oscuro pozo del pánico? ¿De que tamaño es el temblor, el insomnio, la angustia de saberse condenado a muerte? ¿Cómo puede ser todo eso cuando cala en los huesos de dos chicos? Sólo ellos lo saben: Damián y Joaquín R., dos hermanos de 15 y 17 años que, cuando se llega a buscarlos, están escondidos bajo la cama de uno de los ranchos del fondo de la villa Bayres porque la muerte acecha y nadie es digno de confianza. Viven hace tres meses ocultos, “guardados” en la jerga de la villa, de la saña de un escuadrón de la muerte. Un grupo de policías de la zona norte del conurbano bonaerense los busca, sin perder oportunidad, a plena luz, en la noche, durante las mañanas, en las esquinas cercanas, para completar la lista de crímenes por el que están sospechados. Damián y Joaquín, de profundos ojos verdes y modales de señores, tardan media hora en creerle al hombre que llegó hasta el rancho donde viven con su familia, hasta que bajan la guardia y deciden, pausadamente, contarle al desconocido sus historias y las de sus amigos víctimas de las balas policiales. Amenazados ellos, sus padres, sus hermanos, golpeados y torturados en la comisaría 3ª de Don Torcuato, conocida como “la Crítica”, han denunciado esa mala vida a la que los condenan, aunque ya ni siquiera puedan asomar la nariz a la calle por el miedo a ser fusilados. Damián y Joaquín son los últimos y milagrosos sobrevivientes de la saga de los escuadrones. Esta es su historia. Así vivían hasta anoche cuando, luego de que Página/12 los contactara con la Procuración General de la Suprema Corte, ingresaron junto con su familia completa en el programa de protección de testigos que les asegura vivir lejos del miedo, en un punto desconocido de la provincia de Buenos Aires.
El camino que lleva a Damián y Joaquín ha sido de largos meses, sinuoso como los pasillos de las villas. Desde el asesinato de Gastón Galván y Miguel Burgos, el Monito y el Piti, el 25 de abril de este año, Página/12 ha seguido el rastro de la relación entre los menores ladrones -técnicamente “en conflicto con la ley penal”- y grupos de la Policía Bonaerense. Los once tiros del Monito, los seis de Piti, se revelaron desde el comienzo, aunque brutales, como el orillo de una saga de la que fue muy difícil encontrar las señas anteriores. Jamás el cronista pudo imaginar que esa serie criminal continuaría también hacia adelante (ver nota aparte). Grande ha sido la dificultad para comenzar a rearmar el rompecabezas que lleva a un escuadrón de la muerte, no sólo para este diario, sino para la joven abogada Andrea Sajnovski, de la Correpi: es que las puertas de la Justicia de San Isidro han estado para estos excluidos entre los excluidos cerradas a cal y canto.
Chamamé en “la crítica”
Son casi las cinco de la tarde al llegar a la casa de la familia R. Los perros afuera ladran. Joaquín cuenta con la amabilidad con la que se le habla a una directora cuando está por asestar amonestaciones al alumno bonaerense, que los primeros días de agosto, poco antes de que su amigo Juan Salto fuera acribillado cayó preso porque lo agarraron con un dinero que dijeron era robado. No tenía armas y lo levantaron a las trompadas, lo tiraron en “la lancha” -la camioneta de la 3ª-, lo bajaron como a un bulto en el mercado. Su hermana, P, un chica con cuerpo de niña, de tono más vehemente que los varones, dice que llegó corriendo a la seccional de la ruta 202. Y vio las huellas de la golpiza; enfureció, increpó al oficial: ¿por qué le pegaste?” Y él: “¡Correte negra de mierda!”. Ella tenía a su hija en brazos, como ahora, al costado de la cadera. Igual el policía le quiso pegar. “¡Pegame -le gritó ella- y vamos a tribunales!” “Sí -desafió él-, vamos donde quieras”, seguro, impune.
Pero fue peor: adentro continuó la pateadura a Joaquín. Recién a la madrugada llamaron al padre, un correntino que se las rebusca con changas de albañil, y lo hicieron pasar a una oficina. “Me empezaron a dar conpalos. Mi papá lloraba y ellos lo insultaban. Y le dijeron que me iban a devolver pero en un cajón la próxima vez. ‘Mirá que en cualquier momento te los matamos a los dos’, decía el oficial”, cuenta Joaquín. La silla en la que habla se destartala, hay niños de la casa y de las casas vecinas que pasan, la beba de P. que habla de fondo, una cama, una prolijidad obsesiva en el rancho. Aun cuando la madre de los chicos cuenta la humillación a su marido cuando los valerosos agentes -sospechados en casi todos los casos de asesinatos pero jamás citados por un fiscal a declarar- lo obligaron a cantar un chamamé para liberar a Joaquín. “Y lo tuvo que cantar él porque ya era demasiado como le pegaban.”
El guía de este cronista en la villa Bayres, el chaqueño Oscar Ríos, era padre de José, un chico de 16 que el 11 de mayo de 2000 cayó con tres tiros -disparados por Hugo Alberto Cáceres, el “Hugo Beto” y el oficial Marcelo Puyo de la 3ª- cuando supuestamente iba en un auto robado, aunque nunca supo manejar. “El mío venía y me decía ‘papi, voy a un velorio’. Pasaba una semana, ‘papi tengo que ir a un velorio’.” Ríos, que no sabía que su chico robaba de vez en cuando con otros de la villa San Pablo y de la bandita de los Petaca, no se explicaba cómo tanto joven muerto. Hasta que lo mataron al suyo y comenzó a desandar el camino de esas bajas en lo que él mismo dice “es una guerra campal”. Los chicos de la familia R lo dicen a su manera. “Es como una cadena, primero con uno, después, cuando ya eliminaron a ese siguen con el otro”, según Joaquín. “Como si fuera que nosotros, así como ellos quieren y nos amenazaron tanto, ya fuimos, ponele, y entonces ya no estamos más, y ellos seguirían con los de al lado, y después con los de más allá”, suma su hermano. “Claro -aclara P.-, para ellos somos pajaritos que bajan, y así siguen con el otro, con el otro, con el otro.” “Sí, ellos agarran la gomera y entran a bajarnos”, dice Joaquín.
Una cruz en la espalda
Primero fue José Ríos, el 11 de mayo de 2000, con un balazo en la espalda. El 1 de noviembre -este jueves se cumplió un año- llegó, también anunciada, la muerte para Fabián Blanco, íntimo amigo de los hermanos R. y cuyo caso fue revelado hace una semana en Página/12. Lo habían perseguido disparándole y -gritando que tenían orden de un juez para matarlo- los policías Horacio Icardo, Marcos Bressán y Miguel Angel Lemos de la 3ª, justo seis días antes de que lo bajaran de un árbol con cuatro tiros por la espalda. En el funeral de Fabián, la noche que los deudos lloraban al chico, llegó un grupo de uniformados con armas largas. “¡¿A ver quién va a disparar?”, dijo uno blandiendo la escopeta recortada y acompañado por una mujer policía. Esa escena fue entonces denunciada ante la UFI 1 de San Isidro, del fiscal Mirabelli. Allí, y cumpliendo con la teoría de los pajaritos, comenzó la persecución a Juan Salto, de 16, otro de los amigos de los R., un chico de orejas como las de los gnomos, testarudo y famoso en su villa como “El Duende”. Desde entonces vivió condenado a muerte. Primero le hacían llegar las amenazas a través de un conocido, preso en la 3ª, al que en cada golpiza, en cada tortura, le recalcaban que la vida del Duende no valía nada. “Decile al Duende que tiene la cruz más grande que la espalda”, era la muletilla. Después lo buscaban. “Le preguntaban a la gente, daban los números de las taquerías para que les avisara si andaba por ahí pero no tenía captura. Estuvo nueve meses que parecía preso, como ahora nosotros”, acuerdan los hermanos. Cómo no tomar en serio las amenazas de la patota si el mismo día que aparecieron los cadáveres del Monito y El piti, Icardo y Bressán llegaron a la puerta de la casa del Duende y le dijeron a su madre que buscara el DNI y la partida de nacimiento porque lo habían bajado, aunque él todavía estaba vivo. “Deben haber matado a otro que lo confundieron”, pensó ella. Pero el Duende duró poco. Cayó el 15 de agosto cuando le dieron dos disparos por la espalda y uno de adelante en un supuesto enfrentamiento. ¿Figura en las silenciosas investigaciones esta evidente conexión entre los crímenes?
El 16 de agosto cerca de las dos de la tarde Damián R. junto a dos amigos, también menores, caminaba cerca de su casa haciendo la colecta para comprar el cajón de su amigo Juan. Entonces aparecieron, cuenta, dos hombres de seguridad privada que “trabajan para el Hugo Beto” (Cáceres),mandamás y sheriff de la zona de clase media de Don Torcuato, el barrio Los Dados. Damián sintió que su resto de vida, tan enorme a sus 15 años, se estrechaba. Ya lo había amenazado Icardo, cuando estaban a punto de trasladarlo a un Instituto, del que luego escapó. Estaba en la oficina de la 3ª a solas con él. “Mirame, sucio -le dijo apuntando a sus ojos, de cerca-. Vos sos otro que no llega a los 17, como el finadito Fabián”, por Blanco. Entonces, cuando los dos vigiladores de Cáceres bajaron del auto con Itakas en la mano, corrió. “Dijeron que me quedara quieto, porque me querían llevar. Había muerto el Duende, seguíamos nosotros. Yo asustado, porque me apuntaba, salí para la calle de tierra. Ese día estaban mis dos amigos que andaban ayudando para la colecta. Y los dos hermanitos chicos de Fabián.” Todos dicen que uno de los hombres le disparó a matar un escopetazo hacia la espalda. La marca de los perdigones quedó en una pared de la villa, a dos cuadras de su casa, como si hiciera falta a esta altura una muesca para señalar la muerte que los persigue. Ni los chicos ni sus padres pueden contar con las manos las veces que los autos de la 3ª han pasado frente al rancho. Pero solo ellos saben cuál es el tamaño del temor, la profundidad del oscuro pozo del pánico.
Desde anoche, puede que tengan nuevos sueños, si en un punto menos violento de la provincia consiguen volver a caminar por las calles sin la persecución del escuadrón de la muerte, que acecha.

El juego perverso
Por C. A.
Lo perverso puede asumir muchas formas. Aquel chamamé acaso, que obligaron cantar al padre de Joaquín para dejarlo libre, o la manera en que los chicos dicen que les han pegado en la 3ª, como cuando a Damián lo tuvieron dos horas arrodillado en el pasillo; o en la cocina mientras los policías ponían la pava y tomaban mate; o en la oficina de los golpes: porque la coincidencia entre los testimonios de los niños presos -no sólo los hermanos R.- es que “la Crítica”, tal el nombre también perverso de la seccional, era toda ella una sala de torturas. Y sus efectivos, amantes del “deporte” de golpear. “Estás arrodillado, en el pasillo y el que pasa te pega, hasta las mujeres policías. Además saben pegar, con la mano abierta, que no te queden tantas marcas, pero vos sentís las orejas que las tenés así”, describe Joaquín, y se las inflama con la mano como las de un dibujo animado, marcando con el cerrar de puños el latido sordo que deja el golpe. A Damián, dice, sentado, desgarbado en sus 15 años en pleno desarrollo, preocupado porque en la foto le salgan las zapas nuevas que le quedaron de cuando todavía podía salir a la calle a hacer unos pesos, lo tuvieron desnudo, también de rodillas, con las “marrocas”, las esposas, bien arriba, y su campera nueva en el piso a un costado. “Mirá este sucio, lo que tiene”, le dijeron. Y entonces se dedicaron a fumar y a apagar las colillas en ella, quemándola de a poco, ante sus ojos.

LOS CRIMENES, CASO POR CASO
Asesinatos de chicos que nadie investigó
Por C. A.
La primera vez que este diario habló de la existencia de un escuadrón de la muerte fue apenas aparecieron los cuerpos de Gastón Galván y Miguel Burgos, en abril. La policía divulgó la “versión” de un ajuste de cuentas entre banditas rivales, historia decenas de veces repetida cuando un menor aparece baleado por la espalda. La otra gran “versión” es la de los “enfrentamientos”, sobre los cuales la Corte Suprema de Justicia emitió la acordada que le costó el cargo al ministro de Seguridad, Ramón Verón. En el funeral los ladroncitos amigos de los dos chicos de Don Torcuato aparecidos en un descampado de José León Suárez le dijeron a este cronista que ésos no eran los primeros, y que no serían los últimos porque ya había llegado la amenaza del escuadrón: “Ahora les toca a los que quedan”. Una investigación de Página/12 reveló que esas muertes no eran casuales, sino un hito más en una serie de crímenes, tras los cuales hay un sistema de eliminación física.
En una primera ojeada por los resultados de las investigaciones judiciales de los crímenes, algunos precedidos por amenazas denunciadas, aparece también la sombra de la complicidad judicial, en lo que una altísima fuente de la Procuración General de Suprema Corte, describió como “el gorilismo de los que quieren a los chicos muertos” y una de la Corte, como “la idea de que es correcto dejar que sean eliminados porque así se limpia la sociedad”. En estas líneas, un resumen de los casos relacionados con el escuadrón de la zona norte.
Gastón Galván y Miguel Burgos: Es el único caso de la lista en la que los sospechosos son los posibles miembros del escuadrón de San Isidro, que se tramita en otro distrito, San Martín. La investiga el fiscal Héctor Sceba, quien en su momento le comunicó a la subsecretaria de Derechos Humanos de la Nación, Diana Conti, que las versiones periodísticas que señalaban como sospechoso a un grupo de policías de la comisaría 3ª de Don Torcuato, o sea la información de este diario, tenían asidero. Sin embargo, Página/12 pudo conocer un documento en el que Sceba le respondió un pedido de informe al ex ministro Verón, el 4 de octubre del 2001. Allí le dice lo contrario: “En respuesta a sus notas de fechas 5/7/01 y 5/9/01 a fin de hacerle saber que, en principio, identificados individualmente, no se encuentra empleado policial alguno imputado en forma concreta del hecho que origina lo actuado”. Sin embargo, apenas asumió el nuevo ministro, Juan José Alvarez, paso a disponibilidad preventiva a los policías de la 3ª acusados de torturar y amenazar a los chicos antes de que los mataran.
José Guillermo Ríos: Los policías que lo mataron son Hugo Alberto Cáceres -el Beto Cáceres- y Marcelo Anselmo Puyo, de la comisaría 3ª. Aseguran que el chico se bajó de un Monza para robar. Lo persiguieron hasta el patio de una casa, donde le dispararon por la espalda. Sostienen que los combatió con un pistolón, que no servía. Una testigo escuchó sólo tres disparos. Cáceres tiene otro hermano policía, Mario Juan Cáceres. Es, según coinciden las fuentes, el capo de la zona de Don Torcuato, está vinculado con el negocio de la seguridad y una mujer de nombre Irma es su “recaudadora”. El padre de Ríos, Oscar, pegaba carteles el último enero “escrachándolo”, cuando junto a Puyo e Irma, se le acercó, lo amenazó, y arrancó los afiches. “Lo maté yo y voy a matar muchos más”, les dijo. Luego el policía denunció por amenazas al padre del chico. Lo sorprendente en la causa es, según los abogados de Correpi, que primero el fiscal adjunto, Federico Schumacher, de la UFI 1 archivó la causa, pese que tanto el juez de garantías, Juan Mackintach, como la Cámara, negaron el sobreseimiento de los policías. Luego la Fiscalía General reabrió la investigación, pero no ha avanzado en más de un año y medio. El policía denunció a Ríos por amenazas. Esa causa, en la UFI 2, de John Broyar -que conocía la situación porque tuvo la causa por el homicidio-, es la única que prosperó: al padre del chico le tomaron declaración indagatoria. En cambio la denuncia de Ríos por amenazas contra Hugo Cáceres fue archivada.
Fabián Blanco: Su madre denunció en diciembre de 2000 amenazas, violación de domicilio, abuso de armas, contra los policías Horacio Icardo y Marcos Bressán, de la patrulla de calle de la Tercera. Lo mataron el 1 de noviembre de 2000, cuando estaba arriba de un árbol y por la espalda, los policías Hugo Alberto Cáceres y Gallardo. Ella tuvo en su poder los casquillos de las balas del supuesto tiroteo durante diez meses sin que el fiscal de la UFI 7, Daniel Márquez, los pidiera. Las lesiones que tienen delatan una golpiza. Los abogados de la Correpi denunciaron que en septiembre, y porque el expediente fue solicitado por el fiscal general adjunto de San Isidro, doctor Cámpora, se pidieron las medidas solicitadas en marzo. La jueza de menores que la evaluó, del Tribunal 3, consideró que el chico no representaba un peligro para terceros y que había que investigar a los policías, pero no se hizo.
Juan Teodoro Salto: A pesar de que su madre denunció tres veces ante la Justicia amenazas al chico, “El Duende”, nada se investigó hasta que lo mataron, el 14 de agosto, después de decenas de advertencias a lo largo de nueve meses durante los que vivió encerrado porque su muerte era la que continuaba a la de Blanco en “la lista”. Los policías que lo amenazaban eran Icardo y Bressán, de la tercera. Los autos que pasaban por su casa eran casi todos propiedad de los miembros del servicio de calle, incluido Martín Ferreira, que trabaja con los otros dos en la 3ª de Don Torcuato.
El fiscal Lino Mirabelli la mandó a archivar, pero el fiscal general adjunto revocó la medida.
David Vera Pinto: El caso es emblemático por dos motivos. El primero, su madre, alertado de que el chico iba a robar, avisó al juzgado de menores, al Consejo del Menor, y por último a la comisaría de Boulogne. Su preocupación fue fatal. Su hijo murió, según una testigo cuyo testimonio fue soslayado por el fiscal de la UFI 2, Mario Kohan, cuando tenía los brazos levantados en actitud de rendirse y estaba desarmado. Los dichos de la testigo, según la Correpi, no fueron plasmados por el fiscal en el acta y está dispuesta a volver a declarar. El fiscal archivó la causa.

Página/12 - 06/11/2001

REVISARAN LOS EXPEDIENTES DE LOS CHICOS BALEADOS
Con los fiscales bajo lupa

Por Cristian Alarcón

Una comisión especial de investigadores dependiente de la Procuración General de la Suprema Corte de Justicia Bonaerense colaborará a partir de esta semana con los fiscales que investigan casos de homicidios de niños y adolescentes en supuestos enfrentamientos policiales. El procurador, Eduardo De la Cruz, decidió la creación de un grupo de investigadores de la Policía Judicial que estudie “las conexiones existentes entre diferentes crímenes y en distintos distritos judiciales” denunciadas en la investigación que Página/12 publicó sobre la existencia de un escuadrón de la muerte, el último domingo. Al mismo tiempo, a partir de mañana, inspectores de la Subsecretaría de Control Interno de la Procuración comenzarán a revisar las actuaciones judiciales realizadas en las causas en las que se ha investigado -o no-, los presuntos fusilamientos de menores “en conflicto con la ley penal”.
Este diario divulgó en su edición dominical la historia de los hermanos R., dos chicos de 15 y 17 años que hacía más de tres meses vivían aterrorizados por las amenazas de un posible escuadrón de la muerte que -antes de elegirlos como blanco- habría asesinado a otros cuatro ladroncitos. En la mayoría de esos casos la Justicia no ha avanzado, según denunciaron los familiares y los abogados de la Coordinadora contra la Represión Policial, Correpi, en la búsqueda de la verdad. De hecho, altas fuentes de la propia Corte provincial y de la Procuración manifestaron a este diario el malestar existente por la inacción de algunos fiscales ante delitos presuntamente cometidos por policías. “Hay una idea concordante con cierto sector de la sociedad según la cual un menor en conflicto con la ley penal, excluido y marginalizado, puede ser objeto de un homicidio sin que esto motive una investigación seria sobre las circunstancias de su muerte”, le dijo en estricto off una fuente de la Corte a Página/12.
Entre los fiscales que verán llegar a sus oficinas a los inspectores de la Procuración y que revisarán sus actuaciones se encuentran los titulares de la UFI 7, Daniel Márquez, que instruye la causa por la muerte de Fabián Blanco, de 16 años; Federico Schumacher, adjunto de la UFI 1, en el caso de José Ríos, de 17; el titular de la misma fiscalía, Lino Mirabelli, por la investigación del homicidio de Juan “El Duende” Salto; y quien investiga la muerte de David Vera Pinto, a cargo de la UFI 3, Eduardo Costa. En este último caso, por un error involuntario, este diario consignó que la causa se tramitaba ante la UFI 2, cuyo titular es Mario Kohan. No es así. En la UFI 2 sí se investiga el caso de Emanuel Monti, un chico acribillado al que se le encontró un arma próxima a la mano izquierda, aunque él era diestro.

27/04/2001

INVESTIGAN A LA POLICIA POR LA MUERTE DE DOS CHICOS
Ajuste de cuentas color azul

Los dos adolescentes fusilados en Don Torcuato tenían antecedentes. Sus familias apuntan a la comisaría 3ª. Allí, aseguran, eran habitualmente golpeados. Una fuente policial admitió a Página/12 que se están revisando patrulleros para ver si los chicos fueron “levantados” por la Bonaerense.

Nélida Ayala en el velatorio de su hijo Gastón Galván, “El Monito”, el chico acribillado. “No era dueño de cruzarse cuatro cuadras que ya iba adentro y lo golpeaban hasta que convulsionaba.”

Por Cristian Alarcón y Raúl Kollmann
En la calle Goyechea al 900, del barrio Bancalari, costado pobre de San Isidro, una jauría de perros callejeros ladra alrededor de un caballo demasiado flaco montado por un niño. Es casi en la puerta del velorio de Gastón Galván -”El Monito”-, el chico de 14 años que, junto a un amigo de 16, apareció muerto, atado y amordazado, con una bolsa de nylon en la cabeza y diez tiros en el cuerpo, en un descampado de José León Suárez. Su madre, Nélida Ayala, cuenta sus dos últimos años de vida, desde que a los 12 “agarró la bolsita” y comenzaron sus entradas en la comisaría 3ª de Don Torcuato. “No era dueño de cruzarse cuatro cuadras que ya iba adentro y lo golpeaban hasta que convulsionaba. En el último tiempo estaba amenazado de muerte. Yo creo que lo mató la policía, era de todo el barrio el que más odiaban los de la Patrulla de Calle de la 3ª”, dice. Cinco cuadras más allá habla el padre de Miguel Burgos -”Piti”-, el de 16, asesinado de seis tiros. “Para mí, al mío me lo hicieron porque iba con el Monito, con él era toda la pica.” A pesar del hermetismo de la fiscalía, a última hora una alta fuente policial le reconoció a Página/12 que ya fueron revisados los móviles de la seccional a la que apuntan las familias de los chicos.
El martes, Gastón se levantó a la una de la tarde. Se dio un baño y se despidió de Zunilda: “Mami, voy un ratito para el fondo”. Partió a dos cuadras, a la vereda de una casa en la que una señora vende sandwiches de milanesa. Ella no volvió a verlo. “Dicen que a las cinco y media lo vieron que iba en bicicleta con el Piti para el puente de la 202, donde compraban las latitas”, cuenta. Ese día no hubo más noticias de los dos amigos, juntos desde hacía por lo menos dos años, cuando el más chico, como ya le había pasado al más grande, se ató al Poxiran. Con ese olor anestesiante convivió y peleó hasta que terminó bajo el Puente Negro, en el límite descampado entre José León Suárez y La Horqueta, allí donde los sicarios fueron a dejarlo después de haberlo asesinado con una prolijidad sorprendente para tratarse de un ajuste de cuentas entre bandas de décima.
Zunilda jura que El Monito podía “colgarse de la bolsa” pero jamás dejaba de dormir en su casa. Por eso el martes se levantó preocupada. Alrededor de las cinco de la tarde le golpeó la puerta un amigo de su hijo que venía a buscar una bicicleta que le había prestado. “Averiguame algo”, le pidió ella, acostumbrada a los ingresos en la 3ª. “Hay rumores de que está preso”, dice que recibió como respuesta. Más tarde mandó al menor de sus seis chicos a comprar. “Se encontró con otros dos pibitos que sabían andar con ellos y vino a decirme: dicen que está preso.” Esperó entonces un llamado de la comisaría. Le había pasado la última vez que ella corrió a buscarlo. Cuando llegó, se lo habían mandado a casa. Nunca sonó el teléfono. Al poco rato vio en la televisión que habían encontrado los dos cadáveres. “Ahí se me cruzó la idea”, recuerda.
Zunilda llora sólo cuando se da cuenta, al ir relatando caóticamente y sin poder maniobrar con las fechas en su cabeza, confundida por la cantidad de veces en que los hechos se repitieron, de que la muerte de su hijo “estaba anunciada”. “El, de los 12 años hasta ahora fue maltratado por la policía. El una vez estuvo parado desde las 12 de la noche hasta el mediodía, cuando lo fui a buscar en la 3ª y me lo entregaron con las ampollas así de grandes en los pies. Durmió después un día entero del cansancio. Aunque nunca quería hacer la denuncia porque decía que ’si los mando al frente, me matan, mami’.”
La historia de Gastón es una sucesión de entradas no sólo en la comisaría 3ª. Su propia familia reconoce que tuvo causas por robo y que ellos mismos le pidieron a la jueza Diana Beatriz Bocaccio de Pincardini que lo internara para que hiciera un tratamiento contra la adicción. Estuvo en una granja de San Miguel, en una cerca de Luján. Siempre se escapó. Nunca quiso denunciar a sus golpeadores. Pero su madre lo hizo ante Bocaccio de Pincardini, dice. Y él le contaba que los policías se lo cobraban: “Buchón, nos mandaste al frente con la jueza”.
Fuentes de la jerarquía policial de San Isidro aseguran que los dos chicos estaban imputados no sólo de un robo, sino también de un homicidio. Los antecedentes no se pueden chequear aún con la fiscalía porque el sigilo de los investigadores es absoluto. Hernán Suazo, vocero de las fiscalías de San Martín, le dijo a Página/12 que “el caso nos obliga a ser absolutamente cautelosos. Por el momento sólo podemos decir que no podemos negar ni la versión del ajuste de cuentas ni la de un escuadrón de la muerte”. Es que ayer, ésos eran los dos extremos de las especulaciones ante el caso. Lo cierto es que, más allá del silencio prudente de la fiscalía, las propias fuentes policiales le reconocieron a este diario que ayer el fiscal Héctor Hscebba visitó la comisaría 3ª y revisó los móviles. Existe la sospecha de que los chicos podrían haber sido “levantados” en uno de esos autos.
¿Por qué la policía puede haber querido matar de esa manera a dos menores que no eran ni de una gran banda, ni manejaban una porción del mercado drogas? La versión que la policía repite es la de un ajuste de cuentas. “¿Qué ajuste puede haber sido si ellos andaban todo el día con la latita?”, se pregunta ante este cronista Eduardo Salcedo, el padre de Piti. “Supongamos que es por un bardo con uno de acá. Bueno, lo cruzan y le dan un tiro, dos tiros. Pero ser animales como para que con las manos atadas atrás, le pongan como al mío uno en cada planta del pie, uno en el hombro, dos en la nuca y uno en la mejilla, eso no es de los que andan con la latita.” Salcedo dice que la pica -aunque no explica por qué- “era con el Monito”. “Acá está cantado para todo el mundo que algo tiene que ver la patrulla”, asegura. Dice que la última vez que su hijo salió de la comisaría “tenía directamente la remera manchada de sangre”. Y tal como piensan los Galván, cinco cuadras más allá de la miseria, “si eran otros pibes que los querían poner se hubieran defendido”, dice.

Página/12 - 06/05/2001

INFORME ESPECIAL: EL ASESINATO DE CHICOS RATEROS POR EL QUE INVESTIGAN A UN GRUPO DE POLICIAS BONAERENSES
El germen de los escuadrones

Los encontraron con 6 y 11 balas, uno con una bolsa en la cabeza colocada como mensaje. “Si participaron policías, estamos ante un escuadrón de la muerte”, dice un defensor de menores. Página/12 estuvo en la zona y habló con otros chicos, los que piensan que son los próximos.

Por Cristian Alarcón
Primero los ataron, después los amordazaron, al final, cuando estaban ya indefensos, en plena noche, les dispararon. Al Monito Galván, el de 14 años, le dieron 11 tiros. Siete fueron como una ráfaga, uno tras otro, de frente, en el torso. Al Piti Burgos, 16 años, le dieron 6 tiros, todos por la espalda, distribuidos hasta el colmo de dejarle uno en cada planta de sus pies, como clavos cristianos. Al Monito le pusieron, cuando todo había terminado, una bolsa transparente en la cabeza, una corona funesta. Los forenses no detectaron síntomas de ahogo. Se trató de un símbolo. Era seguramente parecida a la que tantas veces había mojado con el vapor de su respiración desesperada, cuando pasó por los calabozos en los que el “submarino seco” es la más clásica de las torturas. Los asesinatos de dos niños rateros en Bancalari, San Isidro, por los que es investigado un grupo de policías bonaerenses, tienen las marcas de un fenómeno que vendría a coronar la política de seguridad del “meter bala a los delincuentes”: el accionar de escuadrones de la muerte. Así lo entiende el defensor de menores de ese distrito, Carlos Bigalli: “Si participaron policías, estamos ante un escuadrón de la muerte”. Así lo considera una alta fuente de la Suprema Corte bonaerense: “La limpieza social es más fácil de hacer con escuadrones de la muerte”. Página/12 estuvo en el barrio Bancalari, habló con los sobrevivientes, con los padres, con las novias, con los niños que se saben los próximos, nunca los primeros, jamás privilegiados.
Es viernes 27, son las cuatro y diez de la tarde. El Monito, Gastón Galván, lleva tres días muerto. Los sepultureros de verde furioso terminan de cubrir la tumba de flores; los deudos se desparraman hacia una corta fila de autos deshechos. Busco a los amigos. Sobre una lápida está sentado el Chino. No mide más de metro cuarenta, se parece a los pibes que compran los cigarros de los mafiosos en las películas. Habla con la voz gruesa, buscando seriedad. Evita los falsetes de sus 14. Es uno de los que estuvo hasta antes que anocheciera, el martes de la desaparición de los pibes. Esa tarde junto al Monito y a Miguel Burgos, el Piti, compartieron una latita de Poxi que habían ido a comprar a la ferretería en bicicleta. Habían caído muchas veces, sobre todo con el Monito. También habían corrido de las balas policiales, metiéndose siempre en esos senderos de yuyos, hechos entre las vías, por donde escabullirse al barrio, después de un robo fallido. Ahora está fuera de circulación. Recibió el mensaje. “Nos fueron liquidando. Ya cayeron dos pibitos hace seis meses, el Kity y otro más. No tenían caños, se los pusieron, los mataron. Mandaron a decir que quedamos seis, que nos toca a nosotros.”
-¿Qué vas a hacer entonces?
-Correr cuando vemos al patrullero -dice el Chino, ya montado a un camión arenero rojo. En la caja vuelven a Bancalari los pibes del fondo.
Levanto la mano y ellos responden espantando el aire con desgano.

Morir o volar
El Piti vivía con Mirta en esta pieza de cartón, bajo este techo ladeado, y dormía en esa cama, arrumbada ahora contra la pared, como un bártulo más entre los televisores blanco y negro y los amplificadores de aluminio que arregla de vez en cuando Eduardo Saucedo, el padre. El patio es como un depósito de chatarra. Al fondo, rancho con sus pisos de tierra. El techo esta cubierto de plaquetas electrónicas oxidadas, tubos de rayos catódicos, asuntos inconclusos de Eduardo que ahora se refriega la cara con las manos, odiándose. Lamenta no haber escuchado a su hijo cuando le contó la amenaza de los de la Patrulla de calle de la comisaría 3ª de Don Torcuato: “Algún día te voy a cazar, te voy a poner el fierro en la cabeza y te voy a tirar como un perro en un descampado”. No quiso creerle. “Dejá de volar”, le dijo. Debería haberlo hecho. No sólo porque hace un año mataron también a Víctor Hugo Saucedo, el hermano menor del Piti,tirándolo al vacío desde las alturas de las vías, atrás de Bancalari. Sino también porque hace dos años la policía mató de demasiados tiros a su madre, María Burgos. “Dicen los testigos que bajaron a tiros al Negro Chocolate, a Fabiola Manito, y que María les gritó ‘¡no disparen, tengo siete chicos!’”, cuenta la nueva mujer de Saucedo, tomando mates dulces.
“Volar” significa hablar pavadas, según Mirta, la novia del Piti. Y eso es lo que se la pasaban haciendo los pibes. Por lo menos desde que ella se declaró enamorada, hace como seis meses, justo el día que él se había escapado de un instituto de Menores en La Plata. Enseguida Mirta dejó la casa de sus padres, donde vivía con diez de sus dieciséis hermanos. Y dejó la escuela, repitiendo octavo. De ahí en adelante fue llenando una carpeta con figuritas de los Backstreet Boys y con inscripciones de amor que al Piti lo molestaban porque le daba vergüenza. De ahí en más se dedicó a largas esperas cuando él se colgaba de la bolsita. Fue ése su combate diario. ¿No venía? Allá iba ella a buscarlo y lo traía a la rastra. “Piti, a vos no te pega tu papá y te pegan los canas. ¿A vos te gusta eso?”, lo punteaba. Así se tuviera que pelear a las trompadas con uno de los más grandes, que se quedaba en la oscuridad del fondo gritándole “¡eeeeeeh, Piti, vos me dejás tirado. Sos cualquiuieeera!”. Y el Piti volvía, culposo, y ella otra vez a “rescatarlo”, que ésa es la palabra que se usa para decir “que alguien saca a alguien de la bolsita”. Hay una especie de omnipresencia de la palabra bolsita. Todos insisten, Nélida también, en que los chicos intentaban dejarla. Dejarla implicaba robar menos, también. “Eran rateritos que robaban para la latita”, ha dicho Eduardo Saucedo.

La bandita arruinada
La cuadra del Monito es la última de esta parte de Bancalari, allá donde termina el asfalto de un barrio mezcla de casas de material con rancherío.
Más allá de un graffiti que habla de un amor apasionado: “Ceci, tus ojos me emputecen. Por vos mataría una ballena a chancletazos”. El jueves del velorio en esa calle su madre contó de las torturas, costumbre de la comisaría 3ª. La mayoría de las veces el submarino seco. Otras, patadas de karate de un experto que acostumbra a entrenar con los chicos detenidos. Una noche fueron doce horas de estar parado, hasta que los pies se le llagaron. Culatazos de nueve milímetros en las costillas, varias veces. También ocurrió en la seccional de Pacheco. Ya tenía los pulmones afectados por el pegamento químico, pero los golpes en la espalda lo dejaron con dolores insoportables. Cada vez que era golpeado, el Monito volvía a tener convulsiones. Como esa vez que lo metieron al patrullero frente a su casa y dale que gritar su madre, pero nada, se lo llevaron. Ella buscó el DNI, la partida de nacimiento, los medicamentos para los pulmones y llegó sudando a la 3ª. Lo habían llevado atrás de la estación a que se le pasaran los estertores y ya lo habían largado.
La 3ª de Don Torcuato y la comisaría de Pacheco habían sido denunciadas por apremios ilegales a Galván y a Burgos. Así lo confirmaron fuentes judiciales a Página/12. “Buchón, nos mandaste al frente con la jueza”, le dijeron más de una vez al Monito los de la 3ª. Su madre le había contado a Diana Bocaccio de Pincardini sobre los tormentos. Aunque él no quiso jamás firmar una denuncia por temor a la muerte. Tampoco lo hizo nunca el Cali, más pequeño aún que el Chino, de 15 años. Está escondido tras un cuello polar, un gorro de lana y una capucha, tiene apenas los ojos de hombre viejo a la vista. El Cali es otro de los condenados. “Nos arruinaron la banda”, lanza, mirando siempre para otro lado, hacia la puerta del rancho. Lo acompaña un chorro más grande, fugado del barrio hace meses porque la misma policía le advirtió que se retiraba o era boleta. “Hace seis meses mataron al Kity y a otro más en la villa, allá arriba. Eran tres que se estaban haciendo un auto y los agarraron. Uno corrió. Los dejó a los otros con la cana, vivos y sin caños. Aparecieron como ‘muertos en un tiroteo’, pero los mataron. El otro nunca habló, anda recatado.” Recatado y rescatado se van turnando al sonar diferente en cada boca, como si fueran sinónimos, pero no. El testigo del que habla el Cali no pudo ser ubicado. Pero fuentes judiciales confirmaron la muerte del Kity en un supuesto enfrentamiento. Se llamaba Héctor Antonio Sánchez. Tenía 16 años. El Cali lo recuerda como un buen pibe. Juntos, como con el Monito, iban a la ferretería a comprar la latita de Poxi -”2 pesos la de cuarto, 3,50 la de medio; 5,50 la de kilo”-, o marihuana, o de vez en cuando cocaína.
Claro que el pegamento es la manera más barata de flashear. “Metés la mano con una bolsa en la lata y agarrás. Lo aspirás así -por la boca- y te dura cinco minutos fuerte. Pero como le dábamos tanto de última ya ni nos pegaba, ya no podíamos flashear más nada. Flasheábamos de vez en cuando nada más”, me dice el Cali, con sus ojos esquivos, pura pesadumbre. -A veces íbamos relocos a robar.
-¿Y por eso a veces son más violentos?
-Eso dice la gente porque no conocen la locura. Cuando vas a robar te rescatás. Es más para que tengan miedo. Algunos ven la bolsita y corren.
-¿Cuándo salían a robar?
-Cuando no teníamos más plata, cuando necesitás para comer, para droga, cuando ya no tenés para nada. Pero ahora estoy recatado, me fumo un faso, pero no me agarro más con la bolsita. Además una señora vino a avisar, lloraba porque según la cana faltamos seis más -dice el niño y, con los dedos que le aparecen apenas bajo las mangas, cuenta su nombre y el de los que, según todo Bancalari repite, están en la lista de los escuadrones.

AL MENOS CINCO POLICIAS YA SON INVESTIGADOS EN EL CASO
El mensaje que dejó el doble asesinato
Por C. A.
Durante toda la semana, la noticia publicada en exclusiva por este diario se volvió cada vez más palmaria: los únicos sospechosos del doble crimen de Bancalari son policías. Ayer, una fuente judicial admitió a Página/12 que son por lo menos cinco uniformados los investigados por el asesinato de Gastón “El Monito” Galván y Miguel “Piti” Burgos. “Pertenecen a más de una comisaría y entre ellas están la 3ª de Don Torcuato y la de Pacheco”, dijo el vocero. El fiscal Héctor Scebba se muestra aún reacio a brindar información, celoso de un trabajo complejo. Pero en los pasillos de la Justicia bonaerense ya es claro que este caso no es ni será uno más en la historia del gatillo fácil de la “maldita policía”. “Nunca habíamos tenido un cuerpo formado por gente de más de un lugar para ultimar mafiosamente a dos chicos enviando este mensaje de limpieza”, le dijo a este diario un alto funcionario de la Justicia de la provincia gobernada por Carlos Ruckauf. “Estamos ante la puerta de lo que ya hicieron en Brasil, son los primeros caídos de los escuadrones”, sostuvo una fuente de la Suprema Corte Bonaerense.
Los dos chicos muertos eran ciudadanos bonaerenses y de San Isidro. Allí vivían y allí cayeron presos la mayoría de las tantísimas veces que los levantó la policía, o por estar con una bolsita de pegamento en la mano, o por estar a punto de robar algo, casi siempre sin armas de fuego. Sin embargo, sus cuerpos fueron tirados en el límite entre José León Suárez y La Horqueta, distrito judicial de San Martín: esa práctica, la de arrojar los cadáveres a los vecinos, ya es antigua en la fuerza ahora dirigida por el flamante jefe Amadeo D’Angelo. Así ocurrió, por ejemplo, con José Luis Cabezas, cuando fue tirado más allá de Pinamar, en Madariaga. Quizás haya sido la aversión que la policía de San Isidro y los intendentes de la zona norte del Gran Buenos Aires le tienen al defensor de menores del distrito, Carlos Bigalli, lo que los puede haber motivado a los supuestos asesinos. Lo cierto es que Bigalli conoce demasiado de cerca la metodología utilizada por la Bonaerense con los menores. Fue él quien denunció las torturas en las comisarías de la zona en agosto de 2000.
-¿Es posible que exista un escuadrón de la muerte? -le preguntó este diario.
-Lo de los escuadrones de la muerte es una cuestión semántica. Si los caracterizamos como un grupo de personas que pertenecen a órganos de seguridad del Estado y actúan ocultándose y sin representar a la fuerza, habría casos que ocurrieron así. En principio, hasta que se investiguen estos hechos, es evidente que es un mensaje y es mafioso, sin lugar a dudas. Si esto es violencia institucional, tiene peculiaridades que hacen al caso totalmente diferente a los anteriores. Los casos que uno ha podido advertir a lo largo del tiempo son presentados como enfrentamientos con la policía, no se oculta la circunstancia de que hubo una fuerza de seguridad presente. En esto no sólo aparecen ocultos el autor y la participación en cualquier modo que sea, sino que además hay claramente un mensaje intimidatorio. En este caso, si participaron policías, estamos ante un escuadrón de la muerte.
Así como lo indica la experiencia del defensor de menores, las cifras sobre la cantidad de niños muertos por la policía en la provincia han crecido al ritmo con que se intensificó el discurso de tolerancia cero. Según el relevamiento de la Suprema Corte Bonaerense, fueron 40 los niños asesinados en 1999 en supuestos enfrentamientos, tres veces más que lo registrado en años anteriores. Las estadísticas de 2000 no están cerradas porque la información no termina de llegar de los juzgados de menores, pero ya van 25 casos contabilizados. El drama es mayor si se tiene en cuenta que los números son un pálido reflejo de la realidad porque sólo se cuenta a los chicos que estaban bajo la tutela del Estado. El Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) tiene como indicador la publicación en los diarios de mayor circulación. Así, durante 2000,registraron 42 muertes de menores. En los tres primeros meses de 2001 fueron ocho. Llegan a diez con El Monito y El Piti.

Página/12 - 01/06/2001

LA JUSTICIA INVESTIGA LA EXISTENCIA DE UN ESCUADRON DE LA MUERTE
Una organización para meter bala
Un fiscal confirmó que investiga a policías por el asesinato mafioso de dos chicos en Don Torcuato, tal como reveló Página/12. También hay civiles en la mira. La subsecretaria de Derechos Humanos pide que la comisaría local
no intervenga en casos de menores.
La familia del Monito Galván, de 14
años, muerto con seis balazos el 25
de abril pasado.

Por Cristian Alarcón
La existencia de un escuadrón de la muerte es investigada por la Justicia como posible explicación del asesinato mafioso de dos chicos de 14 y 16 años en Don Torcuato. Tal como adelantó Página/12 en una investigación publicada hace tres semanas, ayer el fiscal que investiga las causas -en una nota de respuesta a la Subsecretaría de Derechos Humanos de la Nación- confirmó que la hipótesis “en cuya virtud se atribuiría la autoría del suceso a integrantes de la fuerza policial” tiene “sustento”. Fuentes judiciales le dijeron a este diario que no sólo están en la mira policías de la comisaría de Don Torcuato, sino también civiles que integrarían el grupo que asesinó de 6 y 11 disparos a Gastón Galván y Miguel Burgos. Los cuerpos de los chicos aparecieron con las manos y los pies atados, y uno de ellos tenía la típica bolsa del submarino seco en la cabeza, símbolo de una tortura con el sello de la Bonaerense.
Ayer, la subsecretaria de Derechos Humanos, Diana Conti, quien intervino en el caso luego de la publicación de este diario, le solicitó al ministro de Seguridad de la provincia, Ramón Verón, que los policías de la comisaría 3ª de Don Torcuato “se abstengan de intervenir en actuaciones o averiguación de hechos en los que estén vinculados menores de edad”. Conti había enviado una nota con varios interrogantes sobre la situación de la investigación por la muerte de los niños a la Comisión de Minoridad de la Cámara de Diputados provincial, a la subsecretaría de Derechos Humanos bonaerense, y al fiscal Héctor Scebba. Esa nota se basaba en la investigación de Página/12 en la cual el defensor de menores de San Isidro, Carlos Bigalli, aseguró que “si en este crimen intervinieron policías, estamos ante los escuadrones de la muerte”. Al mismo tiempo, una alta fuente del Suprema Corte de la provincia sostenía que “la limpieza social es más fácil de hacer con escuadrones de la muerte”.
Desde el mismo 25 de abril por la mañana, cuando bajo el Puente Negro o Puente Muerte, en el límite entre José León Suárez y La Horqueta, aparecieron los cadáveres de Galván y Burgos, el fiscal Scebba fue reacio a dar información sobre el avance de las investigaciones. Este diario conoció la larga historia de persecución, golpes y torturas padecida por los dos chicos a manos de policías de la Comisaría 3ª de Don Torcuato a través del testimonio exclusivo de sus padres, y de varios chicos del barrio Bancalari que compartieron calabozo con los asesinados en esa seccional. Ahora, en la respuesta a Conti, Scebba informa que “ambos cuerpos presentaban múltiples heridas producidas por proyectiles de arma de fuego de grueso calibre y se hallaban atados de pies y manos con cuerda náutica”. Además, da cuenta de que uno de los niños “tenía una bolsa de nylon atada en la base del cuello cubriendo totalmente la cabeza”.
Entre los indicios que evalúa Scebba no sólo se encuentra el hecho de que esa bolsa fue puesta en el cuerpo del “Monito” Galván cuando ya lo habían matado, con lo cual el objeto adquiere todos los visos de un mensaje mafioso. El fiscal también sabe que los niños habían denunciado por apremios ilegales a policías de esa seccional ante jueces de menores. En la comunicación oficial enviada a Conti, Scebba informa que durante la autopsia a los cadáveres se recuperaron dos proyectiles de calibre 9 mm. Basado en media docena de testimonios de familiares y allegados a las víctimas que relataron la persecución y el acoso a los que eran sometidos los dos chicos y en “otros elementos reunidos en la investigación” -que prefiere preservar en el secreto- el fiscal ordenó “la obtención de proyectiles testigos”. La medida afecta no sólo a las armas de los policías de la comisaría 3ª, sino también a los “otros funcionarios policiales que cumplían una vigilancia en el lugar cercano” al lugar en el que los cuerpos fueron abandonados. Se refiere a quienes custodian un cementerio israelita de la zona. Esa es una de las pruebas que Scebba espera tener en las manos para definir la situación de los policías a los que investiga. La medida sobre la comisaría 3ª solicitada por Conti tiene antecedentes en lo que ya propuso la presidenta del Consejo Provincial del Menor, Irma Lima. La ex jueza considera que la policía bonaerense no debe actuar en los casos en que los implicados son menores de edad y que por ello debería existir una Policía Juvenil, especialmente entrenada para trabajar con chicos. Sobre lo pedido por Conti, Lima se mostró ayer de acuerdo. “No conozco precedente pero es una idea correcta porque es imposible confiar en la policía sospechada de un crimen tan aberrante -le dijo a Página/12. Sería lógico que toda la seccional sospechada se aparte de las intervenciones en las causas de menores, mucho más teniendo en cuenta el sentido corporativo de la fuerza”.
Entre los testimonios que este diario reveló tras el asesinato en Bancalari de los chicos que “paraban” junto a Galván y Burgos, la coincidencia fue que no se trataba de dos muertes aisladas, sino coherentes con un plan. “Nos fueron liquidando y van a seguir. Ya cayeron dos pibitos hace seis meses. Les pusieron caños y los mataron como si fuera un enfrentamiento. Ahora el Piti y el Monito. Ya mandaron a avisar que somos seis los que quedamos”, le dijo a este cronista un chico de catorce años durante el funeral de Galván. Lo que todavía no surge de la investigación judicial es la conformación que tendría el grupo que se encargó de los asesinatos mafiosos. Las fuentes judiciales aseguraron que
no sólo se investiga a policías de la comisaría 3ª, sino que también están en la mira dos civiles. Lo que no aclaran es qué papel podrían jugar esos no uniformados en el grupo. Si son instigadores del crimen, o si pertenecieron al escuadrón de la muerte del Puente Muerto de José León Suárez, un lugar con una vieja y triste historia.

VERON CRITICO A LA CORTE CON DATOS EQUIVOCADOS
Las causas que vos archiváis
Por C.A.
El ministro de Seguridad bonaerense, Ramón Verón, salió ayer a disparar con munición gruesa contra la Suprema Corte de la provincia. La ira del ministro estalló después de que el más alto tribunal bonaerense denunció que en la comisaría primera de Quilmes los chicos eran obligados a prácticas como “oler los vapores de una mezcla de lavandina y detergente”, a “revisiones íntimas abusivas”, y a “usar botellas o bolsas de plástico” en lugar de dejarlos ir al baño. “Es preocupante que la Corte bonaerense se haya basado en una causa que fue archivada en su momento por la propia justicia”, dijo Verón ayer para subestimar las denuncias sobre malos tratos en comisarías, porque -según aseguró- “el 90 por ciento son falsas”. Sin embargo, Página/12 consultó al fiscal Luis Armella, y la defensora de menores de Quilmes. Ambos aseguraron que la causa sigue en trámite, y que aún no se agotó la investigación.
La denuncia que irritó a Verón es la que presentó el 13 de mayo el juez del Tribunal de Menores 2, Pedro Entío, en la que se da cuenta de la manera que el agente Angel Fontanini, de la comisaría 1ª de Quilmes trataba a los chicos presos en los calabozos que él custodiaba. Esa denunciaba narraba los relatos de un menor, según quien al llegar un chico nuevo a la comisaría, Fontanini lo obligaba a desnudarse para luego en el baño “hacerle abrir las nalgas y gritarle ¡Quiero ver tu agujero!”. En el expediente se detalla que “los hacía correr desnudos, les pegaba patadas en la cola y los obligaba a hacer flexiones con las manos en la nuca”. El mismo agente les tiraba los colchones y las cosas, y luego los obligaba a ordenar todo”. A eso se le sumaba que les revisaba el cuerpo y la ropa, con igual tratamiento cada vez que eran visitados por sus familiares.
Ayer la defensora de Menores de Quilmes, María Daroqui le dijo a Página/12 que “en las revisaciones físicas no se detectaron lesiones, lo que no quiere decir que no existieran las vejaciones y severidades en las condiciones de detención”. Según Daroqui, el lunes declararon menores que estuvieron detenidos en la seccional y sus relatos coincidieron con los que motivaron el comienzo de las investigaciones. Daroqui solicitó ayer, en la causa que Verón asegura que se cerró, varias medidas: entre ellas la declaración del policía Fontanini y el de sus compañeros, además de pericias psicológicas sobre los chicos maltratados. Basado en esa información errónea del cierre de la causa, fue que Verón ayer dijo que
“las denuncias de malos tratos son falsas en el 90 por ciento de los casos”. “Estoy acostumbrado a que la policía sea el jamón del sandwich”, dijo Verón para graficar su visión de la problemática de los menores alojados en comisarías. Ese tema lo tiene enfrentado con la Corte, que desde hace un año denuncia irregularidades en las comisarías del Gran Buenos Aires.