SOBRESEIMIENTO FÁCIL: LA OTRA CARA DEL GATILLO FÁCIL
“Ahora bien, esta delincuencia propia de la riqueza se halla tolerada por las leyes, y cuando cae bajo sus golpes está segura de la indulgencia de los tribunales y de la discreción de la prensa”
M. Foucalt
No vamos a ofender al lector intentando explicar que los jueces, en tanto “brazo jurídico” del sistema, responden a sus intereses de clase en cualquier materia que se someta a su conocimiento. Sólo cuando deben decidir en conflictos en los que las personas involucradas pertenecen a segmentos sociales equivalentes vemos a los magistrados actuar con algo parecido a la “imparcialidad”, analizando hechos y conductas, y no la pertenencia de clase de los justiciables. La propia estructura del aparato judicial en general, y del penal en particular, está diseñada para garantizar las políticas de dominación de los poderosos, al mismo tiempo que intentan crear una ilusión de igualitarismo en los sectores desplazados, imponiendo el fetiche de la “cosa juzgada” como verdad material absoluta.
La regla no escrita bien podría resumirse en “dime quién eres, y te diré cómo te juzgo”. Sistemáticamente los condenados y encarcelados con la mayor dureza son los autores (pobres) de delitos contra la propiedad (de los ricos) mientras gozan de creciente impunidad los (ricos) que cometen delitos de enorme contenido económico en perjuicio de la mayoría de la sociedad (pobre). Ahora bien, ¿qué ocurre cuando el imputado es un funcionario policial acusado de torturar un detenido o fusilar un “sospechoso”?
En líneas generales, los policías de calle, que son la enorme mayoría de los autores de este tipo de delitos, no suelen pertenecer a familias patricias ni tienen estrechos vínculos con los centros del poder económico o político. Las filas policiales se nutren principalmente de los mismos sectores sociales que están destinados a reprimir, porque así le conviene a los beneficiarios de la represión. Lo dice Saramago mucho mejor de lo que nosotros podemos expresarlo: “Es un perro elegido entre los perros para morder a los perros. Conviene que sea perro para conocer las mañas y defensas de los perros”.
También es una verdad de Perogrullo que los policías y otros miembros de las fuerzas de seguridad que llegan a ser juzgados suelen correr la misma suerte de los poderosos, y sólo excepcionalmente, y por causas ajenas a la voluntad de los jueces, la de los oprimidos. El “sobreseimiento fácil”, contracara complementaria del “gatillo fácil”, se apoya en la construcción judicial de una serie de teorías y mecanismos de interpretación que con creciente originalidad e inventiva permite a los magistrados evitar el penoso deber de condenar a los lacayos de su clase, dándoles vía libre para continuar sus tareas de limpieza y control.
Algunos cortos ejemplos de esa laboriosa creación pretoriana:
El 12 de mayo de 1999 Miguel Angel Arribas vio que las esposas que lo sujetaban al camión de traslado en el que lo llevaban a Tribunales estaban mal cerradas. Al abrirse la puerta del camión en Paraguay y Montevideo empujó al guardia y salió corriendo. Miguel era uno de los presos dispuestos a acusar a los penitenciarios que les ofrecían “salidas” para realizar robos organizados por el SPF, al que debían luego entregar el botín. El agente del servicio penitenciario federal Jesús Pablo Giménez lo baleó por la espalda. La bala ingresó en el cuadrante superior del glúteo, seccionó la vena cava, y poco después Miguel moría desangrado. Giménez argumentó que le tiró a las piernas para detenerlo. El juez de instrucción Rodríguez Lubary sobreseyó a Giménez por “legítimo cumplimiento del deber”. Luego de que la familia apelara a la Cámara y demostrara que había otras formas posibles de evitar la fuga (si lo hubieran querido) el sobreseimiento fue revocado. Puesto en el brete de procesar al cumplidor Giménez, el juez sacó de la galera esta argumentación: si el guardiacárcel dijo que le tiró a las piernas, y por lo tanto no lo quiso matar, aunque la víctima finalmente muriera hay que juzgarlo por lo que quiso hacer, y no por lo que hizo. Y lo procesó por el delito de lesiones graves en lugar de homicidio, obviamente excarcelable y con una pena ínfima en el horizonte (si no prescribe antes la causa).
El 23 de junio de 1995 el policía bonaerense Walter Rodríguez creyó que el adolescente Juan Domingo Robles iba a robar el colectivo en el que viajaban. Tres veces el juez Correa de San Martín lo sobreseyó, las dos primeras apelando a los clásicos “legítima defensa” y “legítimo cumplimiento del deber”. La tercera vez se esmeró más y fundó la absolución en el “error en la persona”, explicando que el pobre Rodríguez disparó porque creía que Robles era un delincuente, y en definitiva, errar es humano. Con gran esfuerzo la familia pudo probar que el policía conocía al pibe ya que eran vecinos, y la Cámara de Apelaciones no tuvo más remedio que condenarlo a una pena excarcelable por homicidio culposo, es decir, por imprudencia.
El 8 de marzo de 1992 Félix Morinigo fue detenido en averiguación de antecedentes por el policía bonaerense Reynaldo Moya, quien lo golpeó en la cabeza con su bastón hasta destrozarle el cráneo. El juez Soukop de Lomas de Zamora lo sobreseyó porque Morinigo, que estaba algo “entonado” por algún vinito que había tomado, insultó al policía cuando lo esposaba a la silla, “colocándose así, en situación de ser golpeado”. Finalmente y casi seis años después se lo condenó en juicio oral por homicidio simple.
El 5 de agosto de 1997 el obrero paraguayo Gumercindo Ramoa Paredes salía de su casa en la Villa 21 para comprar una garrafa de gas. A unos metros de distancia un auto policial perseguía un colectivo que dos ladrones habían desviado. Cuando el colectivo paró, los dos delincuentes salieron corriendo. El subcomisario Osvaldo Cutri vio a lo lejos a Gumercindo. Supuso que era uno de los ladrones, o que venía a ayudarlos. Disparó una ráfaga contra la casa del muchacho, que cayó muerto en su propio jardín. El juez de instrucción procesó por homicidio culposo, con el mismo argumento de la imprudencia. La jueza correccional Mónica Atucha de Ares, luego del juicio oral en el que quedó muy claro que el subcomisario disparó directamente hacia Gumercindo, anuló por un formalismo la acusación de la querella y como la fiscal no había acusado (en realidad, la fiscal Nancy Olivieri parecía prendada del policía) lo declaró inocente.
El 19 de febrero de 1993 Omar Lencina estaba jugando al fútbol con otro pibe de la villa de la Isla Maciel en un terraplén lindero al Dock Sud. Se sentaron en el pasto a descansar, torso desnudo y shorcitos. Dos policías buscaban en las cercanías dos personas que habían robado un reloj y unos pesos a dos obreros de una fábrica. El sargento Bonifacio Garay vio a Omar y su amigo, y desde abajo disparó. Hirió al más joven en una pierna, y a Omar en la cabeza. La bala entró en la nuca. El juez de Lomas de Zamora Guillermo Roberts sobreseyó al policía porque “el hecho de que la bala ingresara por el occipital no empece a que hubiera un enfrentamiento”. La familia apeló planteando, entre otros detalles, que el policía no pudo probar que Lencina tuviera ojos en la nuca ni un espejo retrovisor para disparar hacia atrás. La Cámara de Lomas ordenó el procesamiento por homicidio simple, pero para cuando lo fueron a buscar, Bonifacio Garay estaba a años luz de distancia –y sigue sin “ser habido” por sus colegas.
Y podríamos seguir contando casos, con el riesgo seguro de hacer esta nota eterna, pero como decimos siempre, para muestra, basta un botón. O un equipo de botones que se reparten las tareas de acuerdo con las funciones que tienen asignadas. Unos matan, los otros encuentran justificativos, excusas o atenuantes para los asesinos. Como el juez Yrimia, que calificó de “encomiable labor” la tarea de los tiradores del GEOF que mataron a los dos ladrones que tomaron rehenes en La Paternal el 2 de marzo de 2000, y de paso hirieron a dos de los rehenes, uno de ellos de gravedad. Uno de los ladrones muertos recibió más de 40 balazos en menos de dos minutos. Yrimia sostiene que fue éste, en el paroxismo de la agonía, el que hirió a Mario Bogado, uno de los rehenes. Y puesto a calificar el operativo, lo llamó “encomiable” y “digno de elogio”, mientras se angustió porque –como dijo en nuestra cara- “los cacos hirieron a dos de mis muchachos”. Dos de los policías, desde luego. “Sus” muchachos.
Siendo tan claro que los policías son “los muchachos” que hacen el trabajo sucio y los jueces los encargados de que haya el menor cuestionamiento social posible, va de suyo que cuando presentamos la batalla en los tribunales sabemos que estamos en el territorio del enemigo, usando las armas que ellos han elegido darnos. No vamos a la justicia a pedirle Justicia. Vamos porque debe haber lucha en todos los frentes, aun en aquellos con un escenario francamente desfavorable. Vamos porque cuando se logra una condena medianamente “justa”, cuando impedimos una absolución o por lo menos le complicamos la vida unos años a un policía, esos pequeños “éxitos procesales” son el enorme triunfo de haberle arrancado a los guardianes de la ley una decisión contra sus intereses, que les molesta como una piedra en el zapato.
James Petras, puesto a analizar el rol de las organizaciones no gubernamentales en las que se incluyen los organismos de derechos humanos, critica duramente las supuestas actitudes apolíticas que con el pretexto de la solidaridad no son otra cosa que posibilismo y legitimación del sistema. Dice en su lapidario artículo sobre el tema: “Pero mientras que el grueso de las ONGs es un creciente instrumento del neoliberalismo, hay una pequeña minoría que intenta desarrollar una estrategia alternativa, que apoya el antiimperialismo y una política de clases. Esta última no recibe fondos del Banco Mundial, o de agencias gubernamentales estadounidenses o europeas (…). Reconocen la importancia de la política en definir las luchas sociales e inmediatas.” Es en esa pequeña minoría que nos reconocemos, tratando de hacer un uso alternativo del derecho que nos permita colarnos por los intersticios del sistema, contribuyendo a la organización popular, apostando a la movilización y fomentando la politización y coordinación de los reclamos sectoriales, enmarcando la tarea judicial en la pelea de fondo por la transformación social profunda.